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Blogs / El Viajero
El blog de viajes
Por Paco Nadal
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Tras los pasos del titánico viaje que confirmó que la tierra era redonda

En el quinto centenario de la primera circunnavegación del globo terráqueo, he ido hasta el estrecho que Magallanes descubrió y que lleva su nombre para comprobar sobre el terreno cómo de dura fue la hazaña

El 'Ventus Australis' navega por el seno Agostini, con el glaciar Garibaldi al fondo.
El 'Ventus Australis' navega por el seno Agostini, con el glaciar Garibaldi al fondo.Paco Nadal
Paco Nadal

En muchas calles del centro de Punta Arenas hay instaladas cuerdas. Y no es una performance del centro local de arte contemporáneo. Es para ayudarte a caminar los días en que el viento sopla fuerte. Que en estas latitudes extremas de la Patagonia son casi todos. Días como hoy, de 45 nudos, en los que para doblar desde la plaza de Armas por la calle presidente Pedro Montt tengo que inclinarme hacia adelante cual hipotenusa de cartabón para que el huracán no me venza. Las banderas, los árboles de la plaza y los cables eléctricos se agitan como pompones de cheerleaders mientras que allá, al final de la calle, el estrecho de Magallanes —que en este punto es tan ancho como un mar— aparece encrespado de remolinos níveos, que más parece un rebaño de ovejas al trote que la superficie marina. El Ventus Australis, el barco en el que navego por aguas patagónicas, ha necesitado dos remolcadores para amurarse al único pantalán del puerto de Punta Arenas en medio de semejante vendaval. Y me pregunto, mientras trato de no ser arrastrado por él, cómo pudieron atravesar estas complicadas aguas hace 500 años las tres naves de Fernando de Magallanes con aquellos rudimentarios aparejos.

Punta Arenas y el estrecho de Magallanes.
Punta Arenas y el estrecho de Magallanes.shutterstock

Este 2019 vamos a hablar mucho de Magallanes, porque conmemoraremos el quinto centenario del inicio de un viaje que cambiaría la historia del mundo. El que vendría a confirmar lo que muchos barruntaban ya desde Aristóteles o desde Eratóstenes de Cirene, pero que nadie había podido demostrar empíricamente: que la tierra era redonda.

'El regreso de Juan Sebastián de Elcano a Sevilla, después de la primera circunnavegación del Mundo', obra de Elías Salavarría Inchaurrandieta, fechada en 1919, que se exhibe en el Museo Naval de Madrid.
'El regreso de Juan Sebastián de Elcano a Sevilla, después de la primera circunnavegación del Mundo', obra de Elías Salavarría Inchaurrandieta, fechada en 1919, que se exhibe en el Museo Naval de Madrid.

El 20 de septiembre de 1519 partía de Sanlúcar de Barrameda la expedición liderada por el portugués Fernando de Magallanes y patrocinada por la corona española —que entonces reposaba sobre la cabeza de un joven Carlos I—, compuesta por cinco naves y un objetivo comercial: encontrar un paso por el sur del recién descubierto continente americano para llegar a las islas de las especias. El resultado de la aventura es de sobra conocido: solo una de las embarcaciones, La Victoria, y 18 de los 239 hombres que partieron lograron regresar a Sanlúcar salvos (que no sanos), tres años después. Magallanes murió a manos de indígenas en la isla de Mactán (Filipinas) y al frente de la famélica expedición venía un piloto de Getaria llamado Juan Sebastián Elcano. Fueron los primeros hombres que circunnavegaron la tierra demostrando para la ciencia —aunque no era su objetivo inicial— que en efecto vivíamos en un planeta redondo.

El hito geográfico más famoso que nos legó aquella expedición fue el estrecho hoy llamado de Magallanes, el primer paso oceánico descubierto que comunicaba el Atlántico con el Pacífico. Una vía de agua trascendental para las comunicaciones futuras que, sin embargo, no era nada fácil de atravesar. El Ventus Australis o cualquier barco moderno puede salvar hoy sus 330 millas náuticas de longitud en menos de 24 horas. Pero Magallanes y su flota necesitaron 36 días. Y pudieron considerarse afortunados, siendo una navegación de descubierta. Durante siglos, bien conocido y cartografiado ya el estrecho, las naves de vela tardaban mucho más por la complejidad del escenario, por las dos angosturas que casi los estrangulan y por los fortísimos vientos que baten la zona. A García Jofré de Loayza le costó cuatro meses atravesarlo en 1526. Y el famoso capitán francés Louis Antoine de Bougainville, nada sospechoso de impericia marinera, necesitó 52 jornadas en 1767. Solo un marino lo hizo más rápido y ostentó el récord de la travesía hasta que se inventaron los barcos de vapor: Francis Drake —sir para unos; pirata para otros—, que en 1578 lo atravesó como el rayo en solo 16 días. Y es que la codicia por el oro ajeno daba alas a los corsarios.

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El 'Ventus Australis' se interna en el estrecho de Magallanes por el canal Magdalena.
El 'Ventus Australis' se interna en el estrecho de Magallanes por el canal Magdalena.Paco Nadal

Me he embarcado en el Ventus Australis para volver a estas aguas y conmemorar el inicio de aquel increíble viaje. El Ventus es un crucero-expedición de la compañía chilena Australis que hace durante la primavera y el verano austral el recorrido Punta Arenas-Ushuaia y viceversa cargado con 200 cruceristas dispuestos a pagar una generosa cantidad por visitar unos parajes inmaculados, quizá los más puros que quedan en el continente, a los que no se puede acceder de otra manera que en barco. La última glaciación convirtió al extremo sur de América, lo que hoy conocemos como Tierra de Fuego, en un "laberinto" (el primero en usar esta palabra fue Pigafetta, el cronista de la expedición de Magallanes) de fiordos, senos sin salida, islas, recovecos y estrechos que aún hoy, vistos en el mapa, impresionan. De hecho, lo primero que pienso cuando Adolfo Navarro, el capitán del Ventus Australis, me enseña la carta náutica que manejan en el puente es que Magallanes —pese a sus desdichas— tuvo una potra de tahúr. Porque atinar relativamente a la primera con el paso y salir victorioso por el Pacífico fue pura chamba. Podían haber estado 500 años dando bordos por esta maraña de canales sin haber encontrado aún la salida, como un buque fantasma errante. "Eran viajes largos, no tenían la tecnología que tenemos ahora, no podían navegar de noche y obviamente eran viajes lentos y pesados", me explica el capitán Navarro, que como toda gente de mar es parco en palabras, cuando le pregunto cómo fueron capaces de hacerlo en el lejano siglo XVI.

Estamos entre los paralelos 53º y 55º, no hay tierra en estas latitudes tan meridionales en ningún otro continente. Por eso la presencia humana es mínima. Los antiguos habitantes de estas soledades —los ona, los yaganes, los alacalufes y los haush—, fueron exterminados sin piedad por el hombre blanco. Desde entonces Chile y Argentina se han aplicado en fundar poblaciones que colonicen su porción de tierra austral. Pero el clima pone freno a la expansión humana y, pese a esos intentos, Tierra del Fuego sigue siendo una de las últimas zonas impolutas del planeta, un santuario de vida animal que, pese a todas las agresiones del hombre, sigue su curso.

En realidad, los cruceros de Australis son una bicoca para mitómanos de la navegación, caso de un servidor. Porque sin haberlo planeado, tocan los tres pasos oceánicos (todos ellos en la Patagonia) que existen entre el Atlántico y el Pacífico al sur del canal de Panamá.

Uno de ellos es el ya mencionado estrecho de Magallanes, que fue el más utilizado para viajar entre Europa y la costa oeste de América hasta la apertura del canal de Panamá. Tanto barco pasaba por aquí que Punta Arenas —la ciudad fundada en tiempos de la República de Chile muy cerca de donde se instaló uno de los dos primeros y fallidos intentos de la corona española por crear asentamientos en el estrecho— fue la ciudad más próspera y rica de la república, a la que llegó la luz eléctrica antes que a Santiago, la capital.

Canal de Beagle, en las cercanías de Ushuaia.
Canal de Beagle, en las cercanías de Ushuaia.Shutterstock

El otro es el canal de Beagle, más al sur que el de Magallanes, descubierto en 1826 por un bergantín británico, el HMS Beagle, enviado a la zona para cartografiar el laberinto de canales patagónicos a cuyo mando iba un capitán excepcional, Robert Fitz-Roy. Y como naturalista de a bordo, un novato llamado Charles Darwin. ¿Les suena? La cartografía que hizo el Beagle entre 1826 y 1835 fue tan exacta que aún hoy es la base de las cartas náuticas modernas. Y los estudios y observaciones que llevó a cabo Darwin en este viaje cimentaron su posterior teoría de la evolución de las especies, que cambiaría la historia de las ciencias naturales. Para saber más del fascinante viaje del Beagle recomiendo la lectura de Hacia los confines del mundo, del británico Harry Thompson, un tocho de 832 páginas que se bebe más que se lee donde se novelan los dos viajes del bergantín Beagle en misión científica por las costas patagónicas.

El Ventus Australis cruza buena parte del canal de Beagle, dejando que los pasajeros nos extasiemos en la borda con la visión de los enormes glaciares que bajan de la cordillera Darwin: el Romanche, el Italia, el España, el Francia... Le llaman la Avenida de los Glaciares y es un espectáculo único en el mundo. La navegación termina (o empieza, según el sentido de la travesía) en Ushuaia, la ciudad grande más austral del mundo. Ushuaia es un asentamiento irreal creado por Argentina para colonizar su porción de la Tierra de Fuego. La pequeña misión que fundara en 1870 un pastor anglicano, Thomas Bridges, en una rada a la que los aborígenes yaganes llamaban Ushuaia (bahía que mira a poniente) hace tiempo que dejó de ser —para desgracia de quienes viajan en busca de leyendas— un puerto rebosante de naves maltrechas y marinos endurecidos por el alcohol y las tormentas en busca de aceite de ballena o de un viento de popa hacia el Pacífico. Ushuaia es hoy una ciudad grande y moderna, de más de 100.000 habitantes, cuadriculada como un juego de dados sobre un tapete blanco de nieve, en el extremo sur del continente americano. Vive de la pesca, del comercio y cada vez más del turismo, pero sigue teniendo ese aire del far-west, de poblado crecido al amparo de alguna fiebre: la del oro, la de la caza de la ballena, la de la piel de foca o la de la promesa de un trabajo bien pagado. Entre las viviendas modernas del centro aún afloran, como islotes de la historia, pequeñas casitas de planta baja y vivos colores que un día monopolizaron el urbanismo de Ushuaia. Y cuando el sol asoma entre los nubarrones australes, sus policromías alegran la ciudad como si un niño hubiera dejado escapar un puñado de globos de colores. Lo mejor de Ushuaia es el soberbio paisaje de montañas con nieves casi perpetuas, glaciares y bosques que la rodea, buena parte de él protegido bajo la denominación Parque Nacional de Tierra de Fuego.

Monumento del albatros que corona la isla de Hornos.
Monumento del albatros que corona la isla de Hornos.Paco Nadal

Y ¿cuál es el tercer paso? Pues el más mítico. El cabo de Hornos, el fin de las tierras emergidas de todos los continentes. En 1616, dos navegantes holandeses pusieron proa más al sur del estrecho de Magallanes y vieron por fin dónde acababa el continente americano. Era una isla, protegida por un tremendo y negro paredón, a la que llamaron Hoorn, en honor de su localidad natal en el Ijselmeer holandés. La proverbial incapacidad para los idiomas de los españoles terminó transformando el topónimo en Hornos. Por supuesto, no hay pantalán ni puerto en isla de Hornos. Los pasajeros del Ventus Australis solo podemos descender con las lanchas neumáticas auxiliares a una playa de grandes guijarros, siempre que haga buen tiempo. Por fortuna, hoy lo hace. Y el capitán ordena iniciar el desembarco.

Como tantos otros lugares de nombre mítico (Tombuctú, Pascua, Samarcanda), el cabo de Hornos no tiene nada de especial en cuanto su configuración. Es una isla más de los cientos de la Patagonia. Herbácea, barrida por el viento y sin nada vivo que despunte más de un metro del suelo. Pero su ubicación es mítica. Y a los viajeros nos chiflan los mitos. Poner un pie en ella es excitante. Y hacerse una foto en el monumento del albatros que corona la isla, en recuerdo de los miles de marinos y tripulante ahogados en sus aguas, es más excitante aún.

Andrés Morales, alcalde del cabo de Hornos, ante la capilla que hay en la isla, junto al faro.
Andrés Morales, alcalde del cabo de Hornos, ante la capilla que hay en la isla, junto al faro.Paco Nadal

La primera vez que estuve aquí vine a vela. Y en la isla vivían tres militares chilenos que pasaban dos meses manteniendo el faro, la estación meteorológica y el orgullo nacional (la zona estuvo en disputa con Argentina en los 70 y casi les lleva a una guerra). ¡Eso sí era una mili jodida, y no la de Regulares en Melilla! Pero desde hace años el alcalde del Cabo de Hornos es un marino chileno que tiene que comprometerse a pasar un año aquí con su familia, incluidos los hijos. No es un destierro. Todo lo contrario. Es un honor y cada año hay docenas de solicitudes para la plaza. El alcalde actual (enero 2019) se llama Andrés Morales y lleva en la isla apenas dos meses con su esposa y tres hijos. Le pregunto qué tal se lleva eso de ser la familia más austral del mundo (en la Antártida está prohibido que vivan menores de edad) y me contesta que se vive de una forma peculiar: " Sin tecnología, sin redes sociales, desconectados. Y de una forma muy tranquila, uno disfruta mucho las cosas simples. Puedes disfrutar de la lluvia, del viento, del silencio. Mis hijos lo viven de una manera muy unida entre ellos, antes de llegar acá el mayor estaba todo el día pegado al celular, mi hija la de en medio, también. Ahora ellos aquí juegan, arman rompecabezas, el mayor está más adicto a la lectura. Es como vivir a la antigua".

Pues mira, solo por eso sé de muchos padres que se irían a vivir al cabo de Hornos. Sin necesidad de ser unos frikis de las historias de navegación y de los siglos de los descubrimientos. Como somos otros.

Bienvenidos al año Magallanes. En estos meses van a oír hablar mucho de él.

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