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Second interpreta ‘Teatro Infinito’ del disco ‘Anillos y raíces’

INTERIOR. CAFETERÍA. Noche. Nunca sabremos cuál de las dos mujeres llegó antes a la barra alargada e incómoda de aquel lugar. Hacía mucho tiempo que no se podía fumar dentro. Sin embargo, las dos sentían humo en los ojos, la voz dormida, la ciudad desdibujada, apagada, del revés, repleta de hipocresías bailando al compás de sus hermosas luces de Navidad. Se habían puesto el disfraz de mujeres invisibles, de perdedoras, la capa de la inquietud constante. No eran amigas ni conocidas.

Se apresuró a atenderlas un camarero robot de rostro distorsionado a consecuencia de la angustia interna. También borraron, conscientes, todas las piezas del sitio tan desagradablemente perfecto. Alguien bajó el volumen de sus voces por completo.

No estoy segura pero me pareció escuchar a una reclamar un café enorme. Nunca la vi beber. La otra devoró un croissant minúsculo. Ambas se tambalearon levemente antes de dejarse caer en distintos extremos de la barra.

Mientras la mayor miraba sin parpadear la inmensidad pasar por el cristal, su compañera no despegó los ojos del teléfono móvil. Comenzó a pulsar con ansiedad todas las teclas a falta de letras o puntos suspensivos. Primero cayó una lágrima, luego otra, después un mar. No pudo mantener el castillo de colores de su rostro.

Absolutamente nadie reparó en su estado emocional. Tampoco en el de su compañera de mesa que no derramó ni una gota de agua, a pesar de estar, claramente, inundándose por dentro.

Primero se marchó la primera, luego la segunda, con unos minutos de diferencia. No obstante, contra todo pronóstico, aquellas desconocidas se levantaron con la misma actitud: la de enfrentarse valientes una vez más, al destino. Ya no eran las mismas. Sonreían. Alguien avanzó la cinta de la película, del inicio pasamos directos al desenlace.

Eran dos chicas o dos chicos, no recuerdo. No importa. Porque ellas, y tantos otros que existen o no, me llevan a necesitar esta canción, “Teatro Infinito”, del grupo Second. Porque describe, a mi entender, el teatro de la vida. Un ir y venir de personajes más o menos secundarios, protagonistas, directores, extras. Escenografías, luces, sombras. Voces, silencios, versos sueltos. Un caos magnífico.

El tema tiene un punto demasiado cruel para sostenerlo a solas. Apunta directo a nuestros desperfectos, al mundo que no se mira en la calle ni en los bares. De tanto interpretar, nos olvidamos de vivir.

A la vez, sobresale el lado más dulce, el del amor al rescate del personaje: le regala su presencia, espera a la salida del trabajo o en la silla de su cuarto. Da igual que el telón esté abierto o no, siempre presta atención. A veces será el único aplauso del auditorio. La canción es la frase que se salta el guion y corre a por ti. Los dos lados de la vida están condenados a entenderse.

Además, en el vídeo de Malditos Domingos, entran al salón de tu casa, llegan hasta la cocina, como si te conocieran, como si fuéramos viejos camaradas. La voz viaja en el tiempo, atraviesa nuestra piel, las paredes de aquella fría cafetería de la pesadilla. Los instrumentos escriben cientos de historias distintas que terminan unidas por un fino hilo de humanidad. Acarician como un suave escalofrío de alguien que se fue. No es solo una canción.

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