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¿Elegimos libremente nuestra dieta?

La publicidad, la falta de tiempo, la comodidad, el precio… los alimentos frescos son caros, la comida basura es barata y está por todas partes. El entorno alimentario en que nos movemos condiciona nuestras decisiones. Un caso extremo se encuentra en Barbados

María José Durán

Barbados es una pequeña isla caribeña de menos de 300.000 habitantes. Durante décadas, su sector agrícola se centró casi exclusivamente en la caña azucarera para exportarla, pero hoy, con la pérdida de las exenciones arancelarias, esto ha perdido sentido. A pesar de que el Estado intenta relanzar la actividad ganadera o la producción de yuca, los barbadenses se ven obligados a importar de otros países prácticamente todo lo que comen. Uno de cada tres adultos es obeso en este país.

Una vuelta por la más oriental de las Antillas dibuja —pescado frito aparte— una oferta alimentaria desoladora. Lo mismo en la zona turística en torno a la capital, Bridgetown, que en el centro más rural de la isla, los alimentos frescos brillan por su ausencia en los colmados: un par de cebollas, medio kilo de carne de vacuno, tres tristes bananas. En los supermercados, donde los precios son (todavía) más altos, se encuentran expositores con algo más de fruta, prácticamente toda traída de fuera. El resto de estantes aparecen plagados de paquetes, botes y latas con interminables listas de ingredientes, en los que muchas veces la presencia del producto principal es casi testimonial. En el camino de una tienda a la otra, el paisaje aparece plagado de locales de comida rápida, como la multinacional KFC o la local Chefette.

Este panorama no es exclusivo de Barbados. Muchas pequeñas islas del Caribe y el Pacífico, con una limitadísima producción agrícola, se ven obligadas a comprar fuera la mayoría de sus alimentos. “Y gran parte de la comida que importamos es procesada. Ahí esta el origen del problema nutricional”, aventura Renward Wells, exministro de Agricultura y actual ministro de Gobierno Local de Bahamas, otro archipiélago caribeño donde siete de cada 10 adultos tienen sobrepeso y más de un tercio son obesos.

En estas islas dependientes hay muy pocos alimentos frescos, y a precios generalmente elevados: los productos altamente procesados, sin embargo, están por todas partes. “El entorno alimentario es el que condiciona la libertad de elección de la gente, en función del dinero que tenga cada uno”, explica Corinna Hawkes, directora del Centro para la Política Alimentaria de la Universidad de la City (Londres).

“Si tú tienes sed y vas a comprar agua embotellada, pero es más cara que un refresco azucarado, puede que acabes comprando este último, sobre todo si tienes poco dinero”, explica Hawkes. Y si pensabas comprar cebollas, frijoles y verduras para preparar un guisado, pero en las tiendas no los encuentras (o están muy caros), pero ves por todas partes latas de recetas similares listas para calentar y comer (y además más baratos), también es probable que te decantes por estas últimas.

Este tipo de entornos no son exclusivos de las pequeñas islas, sino una tendencia global. “La distribución de alimentos ultraprocesados es mucho más amplia que la de los naturales. Los encuentras en todas partes, a todas horas, y en lugares de gran circulación que antes ni siquiera vendían alimentos”, observa Eurídice Martínez, investigadora de la Universidad de Sao Paulo (Brasil). Desde puestos callejeros a máquinas de vending, ya sea en lugares de trabajo, estaciones u hospitales, en el centro de grandes ciudades o en aldeas de pueblos indígenas. Y casi siempre acompañados de publicidad, descuentos y ofertas.

Porque esa es otra clave: el precio. Un estudio de la Universidad de Cambridge de 2014 defendía que alimentarse de forma saludable en Reino Unido, con un 27% de obesidad entre adultos, era significativamente más caro que hacerlo con productos menos sanos. Ingerir mil calorías a base de salmón magro, yogur o tomates arrojaba un coste de 7,49 libras esterlinas. Obtener la misma energía con pizzas, hamburguesas de vacuno y donuts salía por 2,50.

Una cuestión de prestigio

La globalización, al mejorar la conexión de lugares y personas, fomenta que las preferencias de los consumidores en todo el mundo se dirijan hacia estilos de vida "occidentales". Y eso incluye las dietas que, al igual que la ropa o la música, cada vez son más uniformes en todo el mundo.

No solo se trata de que las grandes multinacionales alimentarias o las cadenas de comida rápida estén presentes casi en cualquier parte. Según el Panel de Expertos de Alto Nivel del Comité de Seguridad Alimentaria mundial, el cambio hacia dietas relacionadas con mayores tasas de sobrepeso y obesidad puede explicarse también por la "revolución del supermercado" que ha transformado la distribución y la forma en la que la gente compra comida en todo el mundo.

En este proceso, la llegada a países en desarrollo de productos extranjeros que aparecen en películas o series y se relacionan con Occidente, trae consigo una aureola de prestigio o de comida “de ricos” que influye en las elecciones de compra. En muchos lugares, por ejemplo, las frutas se desprecian por considerarse comida “de pobres” mientras se aprecian los refrescos azucarados al relacionarlos con la modernidad y el progreso.

“Parece que nuestras elecciones son libres, pero es una ilusión”, sostiene Anna Taylor, de la ONG británica Food Foundation. Esa libertad, coinciden los expertos, viene delimitada por la disponibilidad de los productos más o menos saludables y por su precio. Pero también por el conocimiento y la información de los ciudadanos. En Chile han abordado esta cuestión con una ley de etiquetado denostada por la industria alimentaria.

La regulación chilena limita también la publicidad ante el público infantil. “El marketing y la publicidad recurren a la neurociencia para cambiar los hábitos alimentarios de las personas”, denuncia el senador Guido Girardi. “Hoy la gente no consume productos, sino marcas, porque son lo que les da una identidad, expresa sus aspiraciones… Particularmente los niños y adolescentes buscan determinadas marcas, porque es lo que les permite socializar”. En Chile, Kellog’s tuvo que borrar al tigre Tony de los paquetes de cereales Frosties (Zucaritas) por superar el límite de azúcares y calorías.

“Tu hijo come snacks y te pide aquellos que le parecen más atractivos y que ha estado viendo en los anuncios. Después, en casa, ven la televisión o vídeos en Internet y se exponen a más publicidad de esos productos. Así los niños no pueden aprender a querer dietas saludables”, sostiene Hawkes. Las campañas atractivas que promuevan comer, por ejemplo, manzanas, brillan por su ausencia. Y si las hay, no traen regalos, ni juegos, ni personajes atractivos. “El ambiente alimentario e informativo en el que crecen los niños determina lo que les acaba gustando”, abunda la catedrática. La obesidad infantil en el mundo se ha multiplicado por 10 en los últimos 40 años.

Diez veces más niños obesos que hace 40 años

Si nada cambia inmediatamente, en 2022 habrá —por primera vez en la historia— más niños y adolescentes (de entre cinco y 19 años) con sobrepeso y obesidad que desnutridos, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud y el Imperial College de Londres. El informe señaló que en 2016 había 124 millones de personas obesas en esta franja de edad, 10 veces más que en 1975. Además, 41 millones de niños menores de cinco años sufren sobrepeso: la mitad vive en Asia y un cuarto, en África.

Sufrir sobrepeso u obesidad en la infancia aumenta la probabilidad de hacerlo en edad adulta, además de incrementar el riesgo de padecer enfermedades como la diabetes y accidentes cardiovasculares. Los menores que sobrepasan los límites de peso considerados saludables también sufren con más frecuencia depresiones, ansiedad o baja autoestima, con los efectos negativos que ello conlleva para su desarrollo personal.

“El marketing de alimentos para el público infantil está muy extendido y funciona: se ha probado que influye negativamente en sus elecciones y patrones de consumo y los mensajes sobre alimentación saludable”, según Knut Inge-Klepp, del Instituto de Salud Pública de Noruega (25% de obesidad entre adultos). En el país escandinavo llevan años con un comité de empresas que autorregula sus mensajes publicitarios para los menores de 13 años. “Grandes empresas como Coca-Cola o McDonald’s se han adherido y sufrido sanciones conforme al código voluntario: parece que funciona”, explicaba Inge-Klepp en un simposio internacional sobre nutrición el año pasado.

“La industria debe tener una mirada diferente dado el nuevo estilo de vida de la gente: y estamos viendo cómo nos comunicamos para promover estilos de vida saludables y no lo contrario”, asegura Mario Montero, presidente de Alaiab (agrupación de la industria alimentaria y de bebidas latinoamericana). “La empresa jamás se va a autorregular”, discrepa Girardi. “Si hubiera una ética mínima no venderían el Kinder Sorpresa y los etiquetados serían comprensibles… Pero no existe esa ética mínima. La empresa no solo no quiere autorregularse sino que tiene todo un ejército de lobistas para impedir cualquier regulación”, censura el político chileno.

“La industria ya está haciendo lo que hay que hacer en el marco de ese grupo alimentario”, replica. “En el mercado ya ves los productos tradicionales junto a otros en los que vienen reducidos los tipos de ingredientes que son de preocupación para la salud. Si vas a la línea de bebidas, que es una de los que más se apuntan, tienes todas las opciones: desde los productos clásicos hasta los de cero calorías”, señala Montero.

“Si tenemos una población que por falta de educación no sabe conformar adecuadamente su ingesta nutricional durante el día, es un problema. Por eso hay que informar”, dice el representante empresarial. “Si no tenemos tiempo para desayunar, no merendamos, los tiempos entre la última comida del día anterior y la primera del día siguiente son demasiado largos, no hay disciplinas de alimentación en tiempos, horarios, hay gente a la que no le alcanza para comer… todo eso contribuye al problema”, argumenta.

El mediático médico australiano Sandro DeMaio, que trabajó para la OMS, insiste en que no se puede cargar la responsabilidad sobre quienes sufren sobrepeso y obesidad: “En una clase con 30 alumnos, si un alumno suspende, podrías decir que es su culpa. Si suspenden 20, la culpa es del profesor", ilustra. Con tres de cada 10 habitantes del planeta con sobrepeso, DeMaio se pregunta: ¿cómo seguimos señalando al individuo? Así perdemos de vista un sistema que no funciona”.

Antibióticos y obesidad

Algunos estudios han relacionado la toma de antibióticos en la infancia con una mayor prevalencia de obesidad. Una de las explicaciones es que estos afectan a la composición de la comunidad bacteriana que habita el cuerpo humano —especialmente el estómago— y alteran su función esencial en el metabolismo y, por tanto, el peso.

A raíz de esta relación, se está analizando la influencia que el uso generalizado de antibióticos y otros antimicrobianos y promotores del crecimiento en la industria cárnica (y otras que producen alimentos de origen animal) puede tener en la actual epidemia de obesidad.

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