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palos de ciego
Columna
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Franco & McNamara

Javier Cercas

Que el último bastión de la nostalgia del dictador sea una de las musas de la modernidad encierra una trágica ironía de nuestro pasado y presente

ME REFIERO A FABIO, por supuesto, a Fabio McNamara, aquel maravilloso travesti de las primeras y salvajes películas de Pedro Almodóvar, que para tantos se convirtió en un icono gamberro de la movida madrileña y que cantaba a dúo con Almodóvar canciones como Voy a ser mamá, cuya letra reza: “Sí, voy a ser mamá / Voy a tener un bebé / Para jugar con él / Para explotarlo bien (…) /Lo vestiré de mujer / Lo incrustaré en la pared / Le llamaré Lucifer / Le enseñaré a criticar / Le enseñaré a vivir de la prostitución / Le enseñaré a matar”, etcétera. Pues bien, todo parece indicar que, aparte de McNamara y de un puñado de frikis como él, casi nadie en España tiene ya el valor de oponerse en serio a la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos ordenada por el Gobierno de Pedro Sánchez.

Vamos mejorando. Cada vez que un periodista extranjero me pregunta qué opino sobre la exhumación de Franco le contesto que la pregunta pertinente no es esa sino ésta: ¿qué demonios pinta todavía ese sujeto enterrado, 43 años después de su muerte, en un monumento fascista erigido a su mayor gloria y, para más recochineo, al lado de algunas de sus víctimas? Luego añado la respuesta a esa pregunta, que es obvia para cualquier español no del todo ignorante de la historia, pero no para muchos extranjeros, que no saben nada del modo en que, hace 40 años, España cambió una dictadura por una democracia. Sea como sea, está bien que, aparte de McNamara y sus frikis, casi nadie rechace abiertamente la exhumación. Ni siquiera el PP, que, como no se atreve a oponerse al fondo del asunto, se opone a la forma, al procedimiento de urgencia —el decreto-ley— elegido por el Gobierno para realizarla, porque, dice, así “se hurta el debate en el Parlamento”. El argumento es de risa, María Luisa: primero, porque, estando en el Gobierno, el PP usó hasta el hartazgo ese procedimiento; y segundo, y sobre todo, porque ¿de qué demonios hay que debatir después de que en 2011 una comisión de expertos recomendara la exhumación, de que en 2014 la ONU reclamase que el asunto se resolviese “de forma urgente” y de que en 2017 el Congreso se pronunciase a su favor en una resolución sin votos en contra? ¿Van a debatir sus señorías de si estuvo bien o no lo que hizo ese militar felón cuyo mérito principal consistió en dar un golpe de Estado y provocar una guerra que no duró tres años, como dicen los libros, sino 43, puesto que la dictadura no fue sino la prolongación de la guerra por otros medios? ¿De qué van a debatir que no pueda debatirse durante la tramitación del decreto-ley? También están quienes, sin oponerse en teoría a la exhumación, afirman, en un alarde de originalidad, que “reabre viejas heridas”, y quienes, como algunos socialistas de la Transición, sostienen que exhumar a Franco equivale a resucitarlo. El argumento de los primeros no se sostiene: si se estuviera abriendo alguna herida, alguien estaría protestando en serio, aparte de McNamara y los suyos. En cuanto a los segundos, deberían recordar que, en política como en tantas cosas, lo que es un error en determinado momento se convierte en un acierto en otro, así que en 1980 exhumar a Franco hubiera sido una imprudencia de consecuencias imprevisibles, pero hace ya muchos años que es una necesidad inaplazable; y sobre todo les recomendaría un libro magistral de Thomas W. Laqueur, por desgracia no traducido al castellano (The Work of the Dead: A Cultural History of Mortal Remains), donde, rebatiendo a Diógenes el Cínico, que consideraba que casi toda la atención que prestamos a los difuntos es estúpida, el gran historiador norteamericano demostraba que hay que enterrar bien a los muertos, porque, de lo contrario, es como si aún estuvieran vivos.

Por lo demás, no dejo de pensar en McNamara, no dejo de pensar que el hecho de que el último o casi el último bastión de la nostalgia de Franco sea una de las musas radicales de nuestra modernidad (“Todos hemos mamado de Fabio”, dijo Almodóvar) encierra algunas de las trágicas ironías, paradojas y disparates de nuestro pasado inmediato, que a menudo son también las de nuestro presente. 

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