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CARTA BLANCA
Columna
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A mi abuela

Un homenaje a una mujer divertida y original. Gracias a ella, este escritor, emparentado con Dominique Lapierre, creció rodeado de historias.

QUERIDA TALANE. Vaya mote te puso tu hijo… Se te quedó porque en el fondo casaba con tu carácter excéntrico. Talán, talán, que así lo pronunciábamos, era un mote alegre como tú. Siempre fuiste una abuela divertida y original. Ibas tocada de sombreros de ala ancha y trajes de colores, al estilo de la reina de Inglaterra. De hecho, os parecíais. Te he dedicado mi último libro porque estoy seguro de que te hubieras reído con aquellos personajes de Hollywood y con los amoríos de Conchita Montenegro. Además, es de tu época, de los años treinta, cuando dirigías una revista femenina en la que firmabas con seudónimo todos y cada uno de los artículos. Luego te casaste, y aparcaste tu vocación de periodista y novelista, pero seguiste escribiendo unos diarios que son un prodigio de estilo. Quizás, porque te gustaba tanto escribir, nos hiciste escritores. Primero a tu hijo Dominique (Lapierre), luego a tu nieta Alexandra (Lapierre), y también a mí, tu nieto español. Cuando murió el abuelo, me dejaste su biblioteca, forrada de libros hasta el techo, como cuarto de juegos. Gracias a ti, crecí rodeado de historias. Un día, me animaste a escribir una novela al alimón. La acabamos en una semana: tenía 11 páginas, pero me enseñaste algo sobre el nudo y desenlace que nunca olvidé. Se habla poco de la importancia de las abuelas. Vuestro papel no es tanto corregir al nieto como reforzarle en su seguridad, en sus habilidades, como hiciste con nosotros. Como también lo hizo mi abuela española, Felisa, a la que adoraba tanto como a ti. Me aportasteis lo mejor de ambos mundos. Y es que las abuelas vais a favor del viento, sois las mejores cómplices del niño.

Un día, mientras esperabas la salida del tren, hiciste lo que hacemos todos los autores, buscar tu libro en el quiosco de prensa de la estación. No lo encontraste y te quejaste ante el librero

Cuando al quedarte viuda regresaste a París, tenías 77 años y te aburrías mucho. Entonces retomaste tu vocación profunda. Escribiste una novela y, más difícil todavía, encontraste un editor. Solita. El libro se llamaba Un esposo exigente y contaba la historia de una monja enfermera desgarrada entre el amor hacia un paciente parapléjico y su vocación religiosa. Era muy de tu generación. Al final, vencía Dios, que era el esposo exigente.

Un día, mientras esperabas la salida del tren, hiciste lo que hacemos todos los autores, buscar tu libro en el quiosco de prensa de la estación. No lo encontraste y te quejaste ante el librero. Él explicó que, al recibirlo, lo colocó en la balda correspondiente. Pero tú no lo viste. Fuiste a comprobar y, en efecto, allí estaba El esposo exigente, entre títulos como Gatas en calor o Garganta profunda. Nos contaste que te faltó la respiración. “¿Cómo se atreve a colocar mi libro en la estantería dedicada al porno?”. “Con ese título, señora, ¿dónde quiere que lo ponga?”, respondió muy ufano.

Todavía oigo las risas de toda la familia cuando nos lo contaste. Tenías correa y sabías reírte de ti misma, Talane. El eco de aquellas risas no se apagará nunca porque aunque te hayas ido de nuestras vidas hace ya tiempo, nunca te irás de nuestra memoria. 

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