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Ideas
Tribuna
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La inocencia y el maldito Estado

Para ganar al nacionalismo hay que entender su noción de progreso, que se funda en unas premisas identitarias corrosivas para la democracia

Quema de una Constitución en una protesta en Barcelona en 2016.
Quema de una Constitución en una protesta en Barcelona en 2016.paco freire (getty)

¿Por qué persiste el nacionalismo en sociedades avanzadas como la nuestra? Numerosas personas se formulan esta pregunta llevadas por la supuesta evidencia de que el nacionalismo es una ideología reaccionaria que el progreso debería haber arrojado al basurero de la historia.

El puente que tiende el nacionalismo entre la cultura y la política está lleno de agujeros negros. Que la investigación filológica y erudita sobre asuntos como la lengua, las canciones, el folclore y los mitos llegue a convertirse en la punta de lanza de una estrategia para conquistar el poder, y fundar este sobre bases étnicas y lingüísticas homogéneas, plantea numerosos problemas. No siendo el menor de ellos postular que un hecho tan evanescente como la identidad cultural, sea esta lo que sea, no solo puede documentarse, sino que se debe partir de esa prueba documental para exigir, ni más ni menos, el reconocimiento de tal identidad como un sujeto político por derecho propio. En esta arriesgada operación —mediante la que se crea un absoluto moral desde una realidad histórica, como mínimo, cuestionable— radicaría esa sospecha que hoy comparten muchas personas de que el nacionalismo es una ideología reaccionaria que poco tiene que ver con las libertades individuales, el Estado de derecho y la democracia representativa. Sin embargo, aquella sospecha da por buenos demasiados tópicos sobre el nacionalismo que conviene someter a revisión para formarnos una idea más compleja del fenómeno, y entender por qué el progreso no ha logrado acabar con él y sigue contando con un importante respaldo popular.

Cuando nos tomamos en serio el nacionalismo y, por ejemplo, leemos a uno de los fundadores de dicha ideología, el pensador alemán Johann Gottfried Herder (1744-1803), se constata que el argumento nacionalista aparece en la crisis del Antiguo Régimen como una perspectiva extremadamente crítica con la Ilustración oficial y reformista. Este nacionalismo habría identificado, en la alianza entre reyes, nobles y filósofos, la corrupción del mensaje original y emancipador de la Ilustración.

Enfrentándose a las políticas centralizadoras y modernizadoras del reformismo ilustrado, dicho nacionalismo dilucidó, en las ideas de pueblo y humanidad, el horizonte de un mundo de culturas hermanadas, vitalmente animado por la singularidad e identidad de cada una de ellas y por la “inocencia no culpable” de las “pobres gentes”, sometidas a la regla uniformadora del “maldito Estado”.

Si algo comparten el discurso populista, el multicultural y el nacionalista es un temple ideológico rebelde y emocionalmente cargado

Esta primera e influyente versión del nacionalismo utiliza estratégicamente el culto a los orígenes, inventa, con gran audacia, la panacea del pueblo puro y auténtico para derribar lo existente y construir una sociedad ajena a la lógica del poder y la desigualdad. Y ello con la vista puesta en un reino de fábula donde las “pobres gentes”, los hombres anónimos por cuyas venas fluye el caudal redentor de la cultura, se liberarían del “maldito Estado” y podrían autodeterminarse y ser independientes, cumpliendo así la promesa emancipadora, universalista e igualitaria de la verdadera Ilustración.

Herder ofrece una posible respuesta a nuestra perplejidad ante la persistencia del nacionalismo. En la obra del pensador alemán, asistimos al caótico y confuso parto de una ideología con indudables credenciales progresistas. Este nacionalismo critica a las élites, alaba la pureza de las emociones, sospecha de los Estados centralizadores, encomia la decencia y simplicidad de los hombres comunes, y bosqueja un futuro en el que los pueblos y culturas de la tierra —cada uno con su centro de felicidad en sí mismo— convivan en paz y armonía. Esto dice mucho de una cierta sensibilidad política contemporánea que atraviesa el amplio y diversificado espacio del populismo, el multiculturalismo y el nacionalismo. Una sensibilidad en la que palabras como democracia, tolerancia, diversidad e igualdad poseen una carga sentimental que las vincularía, antes que con las sobrias reglas del Estado de derecho, con aspiraciones emancipadoras cuya fuerza persuasiva procede del hecho de esgrimir la “inocencia no culpable”, en la crítica al statu quo. Más allá de sus muchas diferencias, si algo comparten el discurso populista, el multicultural y el nacionalista es un temple ideológico rebelde y emocionalmente cargado que se situaría en las antípodas de una lectura legal y procedimental de la política.

La persistencia del nacionalismo obedece, en gran medida, al hecho de que su tradicionalismo de fondo, su culto a los orígenes, está configurado como la promesa utópica de un mundo donde los valores ilustrados se realizarán con toda la transparencia del pueblo libre y autodeterminado. Entelequia que riza el rizo al unir la invocación a la democracia con la apología de la identidad, pero que es capaz de sustentar tal unión gracias al significado humanitario y progresista que atribuye a dicha apología. La batalla contra el nacionalismo, por tanto, no hay que darla señalando su anacronismo y calificándolo de ideología reaccionaria. La batalla hay que darla entendiendo cómo la noción de progreso, inherente a la utopía nacionalista, se funda en unas premisas identitarias y homogeneizadoras verdaderamente corrosivas para ese derecho consustancial al pluralismo democrático, a ser diferente sin sentir miedo. Derecho cuya ausencia provoca que cualquier utopía corra el riesgo de desmentirse a sí misma, mutar en mera propaganda y entronizar, mediante su apelación a los sentimientos de las “pobres gentes”, una tiranía mesiánica sobre las cenizas del “maldito Estado”.

En una palabra, a los independentistas catalanes, lo que debe reprochárseles no es que nos hayan devuelto a las cavernas, sino que estén ensayando una de las posibilidades más antiliberales de la modernidad. Aquella que dilucida en la cultura el camino a la instauración de un reino de fábula en donde se podrá ejercer un poder sin límites, en proporción directa a la pregonada virtud de sus detentadores. Solo teniendo presente la modernidad antiliberal del nacionalismo, cabe comprender que tal ideología, citando a Graham Greene, “posee toda la inocencia de una vida pasada desde el nacimiento junto al pecado”. Que, en el caso del nacionalismo, sería el pecado de avalar un concepto de lo político petrificado en su esencialismo colectivista que anula la individualidad de los ciudadanos mediante seductoras invocaciones a su liberación.

Luis Gonzalo Díez es profesor universitario y ensayista. Acaba de publicar en Galaxia-Gutenberg El viaje de la impaciencia. En torno a los orígenes intelectuales de la utopía nacionalista.

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