Tareas de aprendizaje
No es fácil ser padre. El autor, hijo de la primera generación de niños de parejas divorciadas, vive la paternidad en presente pero no de modo omnipresente.
Querido papá: No me lo pusiste fácil, no. Ser hijo de padres separados no era algo sencillo. Fuisteis unos pioneros, y nosotros, mamá, tú y yo, unos aprendices. Pero eso no era lo más complicado. Lo realmente difícil era explicar a mis compañeros a qué te dedicabas realmente. Porque no eras médico ni arquitecto ni tenías una tienda. Eras filósofo. Y eso, créeme, no era algo que pudiera contar así como así un niño de seis años que vivía en Ibiza.
Entonces, con la picaresca de la fantasía infantil, recurrí a la épica. Decidí que no ibas a ser nunca más filósofo. Eso nadie lo entendía y tampoco justificaba que vivieras en Barcelona, tan lejos de mí. A partir de ese momento serías futbolista. Sí, futbolista. Porque te convertí nada menos que en el lateral derecho del Espanyol, ¿recuerdas?
Nadie nos negará, papá, las risas imaginándote con el dorsal número 2 a la espalda, subiendo y bajando la banda con eficaz disciplina y tu frondoso bigote, no como el de Nietzsche sino como el de Azkargorta, aquel bravo entrenador vasco de tu equipo favorito.
Así que no: no es fácil ser padre, aunque tampoco lo es ser hijo.
Vivo la paternidad que tú no supiste disfrutar. De manera presente, aunque no omnipresente. Como los pilotos que acumulan horas de vuelo, así la concibo. Quizás aprendí a ser hijo, como decía David Trueba, cuando me convertí en padre. Quizás intenté ser un buen padre para convertirte en el gran abuelo que fuiste.
Vivisteis vuestro espacio a espaldas de los niños, mientras nosotros vivimos, a veces sepultados, el espacio de nuestros hijos a espaldas del nuestro propio. Tan obsesionados estamos por el futuro de los nuestros como vosotros lo estabais por aquel presente que tan intensamente vivíais. Excéntricos, brillantes e ingeniosos, no quisisteis dejar de ser niños cuando tal vez nosotros dejamos de serlo demasiado pronto.
Milena Busquets cuenta que pertenecemos a una generación que tuvo que ganarse a pulso el interés de los padres. Ahora los hijos son los reyes del salón, y los amigos que vienen a casa un sábado por la noche se retiran pronto porque al día siguiente el niño tiene partido y hay que madrugar. No hay humo ya en nuestros hogares, probablemente nos lo fumamos todo de pequeños. Así fuimos creciendo, amoldándonos al tiempo que nos tocó vivir: el de la primera generación de hijos de padres divorciados. Se dice que los niños vienen sin manual de instrucciones, pero nosotros aún menos: pisábamos tierra ignota. Pero hicimos lo que pudimos, ¿no te parece? Al menos, aprendimos todos a separarnos mejor.
Hay que saber elegir bien a los ex y la tuya fue la mejor, eso lo tenías clarísimo. Gracias a mamá, por muy lejos que estuvieras de mí, nunca dejaste de ser mi padre, pese a tus torpezas electrodomésticas, pese a que, tras un año en Argentina, no se te ocurriera otra cosa que regalarme una absurda muñeca de trapo.
No sé si acabé entendiendo lo que era la filosofía, pero sí lo que significaba ser tu hijo. En uno de esos bares que íbamos cuando yo tenía 15 años, mientras hablábamos de cine, de política, de mujeres y, cómo no, de fútbol, me atreví a pedir un gin-tonic. En la televisión jugaba el Espanyol: me sonreíste. Entonces me preguntaste quién era aquel lateral derecho: nos reímos. Verte estallar en carcajadas: la felicidad era eso.
Aquella noche descubrí lo que significa ser padre: son horas de vuelo. Y, también, reírte con tu hijo en un bar viendo un absurdo partido de fútbol.
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