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Martín Chirino: “La soledad es muy importante porque acota tu mundo”

Gianfranco Tripodo
Juan Cruz

El niño que quería mover el horizonte se convirtió en uno de los artistas españoles más destacados de la segunda mitad del siglo XX. Fundador del grupo El Paso con contemporáneos como Millares, Saura y Canogar, hoy sigue activo a los 92 años y conserva intacta la curiosidad que siempre ha movido su vida y su obra. Sus esculturas se expondrán pronto en una gran muestra que recoge sus obsesiones: vientos, arenas, horizontes

MARTÍN CHIRINO nació en 1925 al lado de la arena, en Las Palmas de Gran Canaria; pronto entró en contacto con el hierro, y luego fue un viajero, del espíritu y del cuerpo, por todo el mundo. Su viaje sigue. El primero fue a Madrid, con sus colegas, el pintor Manolo Millares y el poeta (y pintor) Manuel Padorno, cuando aún no tenían 30 años. Él fue uno de los fundadores —con Millares, con Antonio Saura, con Lucio Muñoz, con Rafael Canogar…— del grupo El Paso, que atrajo el arte de vanguardia a la España sombría. Y aunque su escultura, de hierro, de bronce, de madera, pesa sobre el suelo como un ancla, Martín Chirino ha volado siempre más allá de la isla y de sus nidos. Tiene su capital de la mente en Nueva York, adonde mandaba a vivir a sus amigos más jóvenes de las islas, pero se cura su nostalgia isleña volviendo a Gran Canaria, donde tiene activa su fundación, y donde creó el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM), su contribución a la vida civil y cultural del pueblo del que procede. En su casa de Morata de Tajuña, cerca de Chinchón, está el taller en el que ha preparado parte de la gran exposición que su galería de siempre, la Marlborough de Madrid, inaugurará el 16 de febrero como una expresión de ese viaje constante al que ha sido sometido por su imaginación y por su origen: el viento, el aire, la arena. Samuel Beckett, isleño como él, decía que uno nunca deja la isla. Chirino corrobora. Aquí cuenta por qué el aire lo sigue moviendo.

Llegar cualquiera lo hace, lo importante es el viaje, decía Cavafis. Cuando viajas, buscas respuestas. Llevas todo tu background, lo que te acontece y lo que no. Lo que añoras. Y vas buscando también lo que perdiste.

Y no se sabe dónde desemboca el viaje. Tienes que estar siempre alerta. Es la condición del intelectual, de la persona que entiende que tiene que construir un mundo y que ha de descubrir por dónde ha de empezar. El mundo está ahí para que lo utilices. El artista tiene un mandato: cambia el mundo, cámbialo como quieras, pero cámbialo.

La llamada Secuencia del Marro, retratada a principios de los años setenta por Alejandro Togores, quien ha fotografiado durante decenios  el trabajo del artista Martín Chirino.
La llamada Secuencia del Marro, retratada a principios de los años setenta por Alejandro Togores, quien ha fotografiado durante decenios el trabajo del artista Martín Chirino.Alejandro Togores

Picasso lo decía de otra manera: “Yo no busco, encuentro”. Encuentras. Eso es. Si estás alerta, aunque de alguna manera intuyas lo que quieras. ¿Buscamos la felicidad? Yo no sé lo que buscamos, pero sé que buscamos.

Ahora lo representa esta exposición grande. ¿Qué significa el esfuerzo en su concepto del trabajo? Es una incógnita. Primero hay una pregunta, y vas buscando, te empecinas. El esfuerzo es inconformismo, porque imagino que no es miedo a la muerte. Hay un momento en que todo desaparece, pero el camino se acepta con mucha naturalidad. He sido un hombre tranquilo. Sigo así. Quiero que el acabar sea armónico, y así me gusta vivir, con armonía. ¿Cómo voy a romper la cadena, el camino, las vueltas y revueltas de todo este mundo por el que me metí queriendo hacer lo que quiero hacer? La exposición es la que muestra esas vueltas y revueltas. Y ahora sé que hay otra vuelta. Todo está siempre sin acabar.

Usted podía haber sido un poeta, un herrero, un vendedor de aguas. Y se hizo escultor. Dibuja, pinta, pero lo suyo es la materia. ¿De dónde viene la pasión por lo contundente? Del entorno en que viví, del Castillo de La Luz [Las Palmas de Gran Canaria], del varadero en el que trabajaba mi padre. Desde pequeño me llevaba con él al astillero. Yo era feliz vagando por aquellas moles enormes de los barcos. Me convertí en un habitual de los talleres. Ver una herramienta trabajando o un torno funcionando era lo normal para mí. Eso conforma el herrero que soy y el hombre que quiere dibujar con hierro.

“La condición  del intelectual, de la persona que entiende que tiene que construir un mundo, es estar siempre alerta”

Pero también estaba en contacto con la arena, que es más poética. Yo no sé si todos los niños sienten esa tristeza, pero a mí me pasaba: dejaba el grupo de chicos y me iba a la playa de Las Canteras, y me metía solo entre las dunas, me tendía al sol, y los días de viento me encantaba ver las espirales de arena. Ahí inventé aquella historia, el niño que quería mover el horizonte; yo soy el niño que quería mover el horizonte. Y pensaba: ¿qué habrá detrás?

¿Y qué ha pasado con el horizonte? ¿Se ha alargado, se ha ido? Ha ido creciendo, como la esperanza… De mi horizonte estoy más cerca, pero del horizonte como tal todo el mundo tiene planteado el mismo problema: depende de la cantidad de ensueño que tengas así aparece. He hecho todo lo que he podido, pero sigo aún haciéndome preguntas. Eso es esta nueva exposición: otra vez la preocupación por cómo he de acabar. Siempre acercándome a un Finisterre.

¿Y cómo acabar? La mejor manera de acabar es esta. Cuando vienen a ver la obra y me alientan me siento muy estimulado. Y me digo: claro, es que no me puedo alejar de la tribu. Y eso es lo que me ha mantenido tratando de mover el horizonte.

Así que la respuesta es la exposición. ¿Qué expone? Es una expresión de libertad: piezas que ya hice y otras nuevas. Aeróvoros, horizontes, máscaras… Hay un homenaje a la música y su sombra. Tengo esa pasión, no ese conocimiento. Guillermo García-Alcalde, mi amigo, gran musicólogo, me dijo un día, sobre mi obra: “Tiene equilibrio y, como una sinfonía, tiene dos extremos”. Me gusta mucho la música barroca, siempre hay en ella un continuo, vuelves a oír los mismos compases y ritmos. En mis esculturas pasa igual, los dos extremos persiguen la misma música. Igual armonía.

Gianfranco Tripodo

Su obra está anclada, es fuerte. Pero tiene siempre una invocación al viento, al vuelo. Las esculturas vuelan. Siempre tuve pasión por el concepto de Mies van der Rohe “less is more” (menos es más). Ha sido definitivo para mí, para no pasarme en el barroquismo al que se suele llegar por atosigamiento, por saber demasiado de las cosas. Así que me quedo en el margen, en lo incompleto; es en lo que creo y donde me siento bien.

En cierto modo describe usted un viaje. Hace años incitaba a los jóvenes a viajar a Nueva York. ¿Por qué a Nueva York? Porque fue donde sentí una mayor pulsión. Como grupo éramos contemporáneos, nos gustaba mucho lo nuevo, lo que pertenecía a nuestro tiempo, pero hasta que no llegué a Nueva York no entendí la libertad, que es lo que hay que conquistar para empezar a ser uno y poder escindirse. Es importante escindirse, marcharse y a la vez estar en tu sitio. Cuando lo conquistas, ese lugar es tuyo; en ese momento se acaban los grandes conflictos internos que solemos tener —y soy un viejo que sabe lo que le ha pasado—, vas colocando todo en su sitio. Desaparecen todas esas pequeñas angustias que te produce el mundo actual, en el que competir es tan importante, y dejas de competir porque ya estás en tu sitio.

Dice usted que es un viejo que sabe lo que le ha pasado. ¿Qué quiere decir? Es por definir una situación, yo no me siento viejo, sé que soy mayor. Pero viejo, viejo, no me siento. La verdad es que ni siquiera lo pienso. No me preocupa en absoluto.

“La soledad es muy importante, porque va acotando tu mundo. En el proceso cultural que vivimos nos gusta estar en la masa. Pero yo me he escindido. Y me gusta”

Está en medio del viaje, pues. Estoy viajando siempre, y siempre preocupado. No existe ningún impedimento cuando tengo que ponerme en marcha, excepto por ciertas minusvalías que voy teniendo por la edad y ciertos hándicaps que tienes que aceptar. Sigo bajando al taller, y cuando observo a quienes me ayudan dándole al mazo y a los martillos agarro uno de ellos y empiezo a machacar. Tuve esta experiencia con mi compañero Daniel Po, rumano, también escultor: transformaba un hierro cuadrado para buscarle “la otra dimensión”. En el transcurso de esa operación se produce algo así como música, según como coloques el yunque y hagas sonar el martillo. Yo se lo había explicado teóricamente muchas veces, pero cuando me vio haciéndolo me dijo: “¡Pero si es que es música lo que hace con el martillo!”. Claro, le dije, es mucho más eficaz que suene a música. Entallar una pieza es también un gesto musical.

Esa voluntad de transformación se forja en su trabajo de escultor. ¿Es intuición o aprendizaje? Es ambas cosas, y además soledad. La soledad es muy importante, porque va acotando tu mundo. En el proceso cultural que vivimos nos gusta estar dentro de la masa. Pero yo me he escindido y vivo muy solo. Me gusta esta soledad.

¿Siempre fue así? Sí, para mí siempre fue así. No sé si de pequeño era un niño tímido; mi padre me espoleaba mucho, me obligaba a hacer cosas que tenían que hacer mis hermanos mayores. Una vez al año me encargaba que le pagara las contribuciones, y eso lo hacía cuando tenía 12 años.

Sin embargo, aquel primer viaje a Madrid fue con amigos, entre los que estaban artistas como Millares, Padorno, Elvireta Escobio, Alejandro Reino y Josefina Betancor, que se incorporó más tarde. ¿Cómo fue ese encuentro de un solitario con otros solitarios? Éramos minoritarios. Nos encontrábamos los que adolecíamos de lo mismo, ahí podíamos dialogar y sentirnos bien. Nos incorporamos al grupo El Paso; me pareció interesante, pero yo veía los toros desde la barrera. Lo que me importaba era la vida misma, el viaje.

El estudio de su casa de Morata de Tajuña (Madrid).
El estudio de su casa de Morata de Tajuña (Madrid).Gianfranco Tripodo

Aquella a la que viajó era una España difícil. ¿Cómo se implicó? El poder y el peso de la escopeta eran importantes, pero te acababas habituando. Sabíamos que éramos niños que nos habíamos criado sin azúcar, ni chocolate, ni caramelos. Era un tiempo tétrico, veníamos de la escasez absoluta, pero aprendíamos a sobrevivir porque teníamos la esperanza de que algún día cambiaría.

En la Transición, aquel solitario se empeñó en tareas colectivas: el Círculo de Bellas Artes, que presidió, la fundación del CAAM… ¿Qué le impulsó a participar de este modo en aquella etapa de modernización? No he hecho un análisis: me dejé llevar. Estuve muy cerca del poder la primera vez que los socialistas accedieron a él, y acepté el cargo en el Círculo. Javier Solana [ministro de Cultura entonces] era una persona estupenda. Felipe González era un amigo. ¿Cómo se arregla España? Ellos aceptaron que el problema de España era también de cultura. Y en eso estuvimos. Luego han pasado los años y yo no sé si la moral ha desaparecido o ha enflaquecido.

Decía el historiador Santos Juliá que este momento del país le produce amargura… A mí me desconcierta muchísimo. Ya ni siquiera opino: miro y observo, tengo mis convicciones, pero procuro no hablar nunca de esos temas porque no los domino, no los puedo controlar, siempre estoy a la expectativa de lo que vaya a pasar hoy. Hemos perdido el equilibrio.

Toda su obra es, incluso físicamente, en su estética, una búsqueda del equilibrio. Sí. Tiene que ver con este mundo tan desequilibrado que me ha tocado vivir. Recuerdo perfectamente la proclamación de la II República, los caballos blancos con los guardias civiles encima. Me quedé alucinado porque todo me pareció muy bello. Luego dijeron que era una cosa muy mala. Yo no tenía criterio alguno. Fue la primera vez que viví en un equívoco: me habían dicho que la República era algo horroroso y luego supe por los republicanos que lo que querían era el progreso. Cuando leí a Federico García Lorca, en medio del asombro, me di cuenta de que era así.

¿Qué vio en Lorca? Toda la libertad que necesitaba; era algo completamente nuevo, porque vivíamos en un mundo gris, de terror: la bota, la Iglesia. Te acostabas y de pronto escuchabas unas trompetas a las cinco de la madrugada y a unos señores gritando: “¡Pecador, levántate!”. Eran de las Misiones en Canarias. Todo eso me dejó aturdido. Con el tiempo, he tenido que desbrozar todo aquello para poder entender cuál tenía que ser mi camino. Si no, habría estado aturdido para siempre.

¿Y de ahí viene el equilibrio que representan sus formas? Creo que es así. El mundo que he querido construir es aquel en el que a mí me apetecería vivir.

Quiso descorrer el horizonte para acercarlo. En ese proceso, ¿ha visto qué hay más allá del horizonte? El niño que quería mover el horizonte… El círculo de tiza está trazado, lo llevas contigo, en él te mueves y todo lo que se parece a aquello que tú entiendes es lo que te apetece. Lo nuevo no resuena en mí.

Dice que es un solitario. Y que trabaja en silencio. Y sin embargo lo que lo rodea es martillazo, ruido. Es música, ya dije. Nunca sé lo que dice la música; es la más hermética de las expresiones artísticas, y es la más bella. Cuando oigo a Bach, mis nietas dicen: “¡Abuelo, eso es muy repetido!”. Pero eso que es muy repetido es el arte, la música del arte, y todavía me quedan años para seguir escuchándola, aunque parezcan martillazos.

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