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Columna
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Los rompedores de huevos

Manuel Rivas

Hablar hoy de un horizonte de guerra nuclear no es abonarse al apocalipsis. Es una alerta razonada, pero con eco muy minoritario en las élites que gobiernan el mundo.

Las frases más terribles son tal vez las que disimulan la crueldad de su intención con una apariencia de simpleza, de observación banal, como aquella que estremeció al psiquiatra y escritor Carlos Castilla del Pino: “Yo creía que este hombre habría pasado ya a mejor vida”. Algo así, apoyando el tono histórico en los colmillos, podía significar una condena a muerte. A esta escuela peligrosa pertenece un proverbio que, con su envoltura de lógica campechana, se adapta a todos los abusos: “No se puede hacer una tortilla sin romper huevos”.

Esta, la de romper huevos, era una de las metáforas favoritas de Goebbels, el jefe de propaganda nazi, en sus arengas radiofónicas. Pero también parece que era una de las preferidas en el refranero estalinista. El escritor rumano Panait Istrati, un revolucionario honesto, conocido como el Máximo Gorki de los Balcanes, viajó a la Unión Soviética a finales de los años veinte. Ya había comenzado la época de las grandes purgas, que se llevaron por delante tanto a los opositores como a los mejores bolcheviques. Los juicios, cuando se celebraban, tenían la forma amañada de los autos de fe del Santo Oficio de la Inquisición. A Istrati le llegó el hedor de las cloacas del régimen y no se tapó las narices ni miró hacia otro lado. El comisario encargado de despejarle las ideas utilizó un argumento que creía definitivo. Por supuesto: “No se puede hacer una tortilla sin romper huevos”. Y cuenta el filósofo Slavoj Žižek que Istrati respondió: “Muy bien. Veo perfectamente los huevos rotos. Pero ¿dónde está la tortilla?”.

El camino hacia el horror siempre está pavimentado por el asfalto de la indiferencia de una mayoría

Hace pocos días se entregó el Premio Nobel de la Paz a la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN, en siglas en inglés). Es una iniciativa que une a cientos de asociaciones pacifistas de un centenar de países. Ha conseguido que muchos Estados se sumen a un tratado para la prohibición total del armamento nuclear. Parece más que una utopía en tiempos de distopía. Los países que sí cuentan con arsenal atómico no están por hacer una buena tortilla, a pesar de la cantidad de huevos rotos y antes de que sea imposible. El siglo XX ha sido un maldito siglo de huevos rotos. La creación de Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos pudo ser el comienzo de una magnífica tortilla. Había huevos rotos por todas partes. Hasta que la Industria de Huevos Rotos se puso en marcha otra vez con la Guerra Fría. Volvieron rachas de esperanza, algo de esperanza, con gente como Olof Palme, Gorbachov, Isaac Rabin y Obama, por citar líderes que llegaron a gobernar. Pero también a la esperanza le rompieron los huevos. Volvemos a vivir tiempos en los que domina el pensamiento peligroso de los fanáticos. El Nobel de la Paz, en esta ocasión, no ha sido una condecoración de metal falso. Ha hecho algo más visible lo que no está “bien visto”. El activismo ciudadano por la paz en unos tiempos de alocado incremento de la producción armamentística, negocio siempre unido a la producción de odio, como el proyectil necesita la espoleta. Pero el camino hacia el horror siempre está pavimentado por el asfalto de la indiferencia de una mayoría. “Todo lo que la tiranía necesita para afianzarse”, advirtió Thomas Jefferson, “es que la gente de buena conciencia permanezca en silencio”.

Hablar hoy de un horizonte próximo de guerra nuclear no es abonarse al apocalipsis. Es una alerta razonada, pero con eco muy minoritario en las élites que gobiernan el mundo. Es sorprendente que haya sorprendido tanto este Nobel de la Paz. Lo que dice Beatrice Fihn, directora de la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares: “Nos encontramos en un momento crucial, el riesgo de guerra nuclear está otra vez en la agenda”.

Sin saber muy bien cómo ha ocurrido, estamos sufriendo un proceso de descivilización. Esa sensación de que el planeta está en manos de una tiranía difusa, de varias caras, pero en la que los tiranos, los que se comportan como tales o aspiran a serlo, tienen en común su condición de rompedores de huevos. No venimos precisamente de un pasado edénico, pero es desolador que se multipliquen los mandamases con ese perfil. Y lo que es peor: el estilo cunde, se extiende más allá de la política. Hasta en la gastronomía triunfan los rompedores de huevos incapaces de hacer una tortilla. 

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