La historia de las que cambiamos de acera al ver un hombre por la noche
Por qué no denuncié las agresiones sexuales que he sufrido
Nunca pensé en escribir esto. Hay tres momentos de mi vida que yacen sepultados en un rincón muy oscuro de mi cabeza. El más anestesiado. Pero a medida que transcurría el juicio a La Manada y esa chica de 18 años se convertía en sospechosa por llevar una vida normal o no morder los penes que le metieron en la boca o no pegar a los cinco hombres que la metieron en un portal de Pamplona, despertó, entre la niebla de la memoria, un dolor que fue mutando en furia. Aumentaba el deseo de contar lo que me pasó a mí. Lo que nos pasa a todas. Concretamente, a una de cada tres.mujeres. Y de contar también por qué no hice.
1983. Caminaba por una calle de Plaka, el barrio de Atenas que sube hacia la Acrópolis. Entonces no era una zona recomendable para que una veinteañera se aventurase sola al atardecer. Eso es lo que me contaban. Ya sabía cómo se las gastaban allí. Los hombres más tímidos te soltaban un piropo al pasar. Además de clavarte los ojos en las tetas. Los más agresivos te tocaban.
Por tanto, todo el mundo diría que la culpa la tuve yo. Al doblar una esquina, me topé con un tío, joven, con bigote. Es lo poco que recuerdo. Me dijo algo que no entendí. En la callejuela en la que entré no se veía un alma y el tipo no pasó de largo. Yo le miré de reojo mientras apresuraba el paso.
Sobre todo recuerdo el miedo. Un miedo helador a 35 grados centígrados.
Me agarró por la cintura y me aplastó contra la pared. Era poca cosa, pero tenía mucha fuerza. Respiraba fuerte y olía mal. Grité. Intenté moverme. Nada. Se separó un poco y se llevó la mano a la bragueta. No sé como pude, pero lancé una rodilla hacia arriba. Esta vez el que gritó fue él.
No he corrido nunca como ese día. Ni se me ocurrió denunciar. No se lo conté a nadie.
El hospital donde hacía prácticas (entonces estudiaba Medicina) era un nido de acosadores. A la hora del café, durante la comida, por los pasillos, los médicos varones insistían: "Vente a cenar conmigo" "Yo te enseño el templo de Poseidón"... Nos perseguían tanto a la italiana que compartía habitación conmigo como a mí.
En la consulta para hombres que pasábamos una médica residente y yo, entraban los pacientes y preguntaban por el doctor. Siempre. Tene guasa, lo que veíamos sobre todo eran enfermos de venéreas y eso significaba que aquellos señores recios tendrían que dejarse explorar por dos mujeres. Un día, harta de desaires, la joven doctora contestó a un campesino: “Somos dos enfermeras y valemos por un médico, así que bájese los pantalones”.
Aquel verano solo volví a Plaka acompañada.
Al año siguiente, recién licenciada, trabajé en un hospital de L’Aquila, cerca de Roma. Una ciudad medieval y amurallada colgada en los Apeninos. El restaurante donde comíamos los becados estaba en la plaza principal, en el punto más alto. Una noche bajaba yo sola después de cenar hacia el colegio mayor, situado extramuros. Oí voces masculinas llamándome. No me volví. Sentí el mismo miedo que un año atrás. Ese frío en verano.
La imagen que rescato es verme tumbada con un tío encima de mí en uno de esos gigantescos pasos de carruajes que dan entrada a los palazzos. No veía su cara. Intentaba bajarme el pantalón y me tapaba la boca. Yo no me moví.
Una calle desembocaba justo donde estaba el portal del palazzo. Las luces largas de un coche iluminaron la escena antes de girar. Mi agresor y sus amigos salieron corriendo.
Esta vez lo conté. Pero tampoco denuncié. Volví a sentirme responsable de caminar sola de noche. No terminé la beca. Me volví a España sufriendo una rara forma de vértigo de la que no se hallaron causas físicas. El suelo bailaba bajo mis pies como si acabase de bajar de un barco.
Muchos años después, como parte del preoperatorio de una intervención quirúrgica que no parecía banal fui a hacerme un electrocardiograma. El doctor era poco más joven que mi padre. Pero noté algo que me impulsó a explicarle profusamente que era colega suya e hija de médico.
Él hablaba poco. Mi intento no sirvió. Al tiempo que me quitaba los electrodos del torso desnudo (nunca me había sentido tan expuesta) me tocó.
Solo reaccioné cuando cerré la puerta de aquel anticuado y oscuro consultorio. ¿Por qué no le empujé?¿Por qué no había gritado? ¿Por qué no lo hacía ahora? Temblaba de rabia hacia mí, no hacia aquel inmundo colega que manoseaba a las mujeres que tenían que explorarse el corazón.
No denuncié a ese médico que, sí, esta vez tenía nombre y apellidos y pertenecía a un seguro privado. Cuando me calmé, me dije que no había nadie más en su consulta y que sería su palabra contra la mía. Y me preocupaba más la operación.
Cuento esto porque ahora puedo hacerlo. Porque entiendo a todas las que, como yo, no denunciaron. Que se sintieron culpables. Por caminar solas de noche en un lugar extranjero. Por no resistirse. Por no reaccionar.
El feminismo, bendito feminismo, nos ha enseñado que en realidad esta historia es la de un hombre que vio una presa en mí en una calle oscura de Atenas, la de la pandilla de chavales que me fichó por extranjera, y la del médico que usaba su consulta para abusar de sus pacientes. Ellos son los únicos culpables.
Nosotras tenemos otra historia. Injusta. Insoportable. La historia de las que cambiamos de acera por la noche cuando se acerca un hombre. Las que vemos portales oscuros en nuestros sueños. Las que nos ha faltado el suelo bajo los pies.
Quizá no haya escrito esto solo por furia. Tampoco por empatía con nosotras, esa legión invisible que tiene muchas cosas que contar. Quizá mostrar, traer acá mi dolor, una y mil veces gratuito, sirva para que una sola mujer, en este momento, no se calle.
O para que un hombre, aunque solo sea uno, se ponga en mi piel.
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