Muere Azzedine Alaïa, el diseñador más atípico
El modisto francotunecino, que reinventó la silueta femenina en los 80, fallece en París a los 77 años
El modisto franco tunecino Azzedine Alaïa ha fallecido en la madrugada de este sábado en París a los 77 años, a consecuencia de una caída que lo dejó en coma hace algo más de una semana. Se marcha así uno de los nombres más destacados de la moda de las últimas décadas. A lo largo de su extensa trayectoria, Alaïa se habrá distinguido por su integridad insobornable y un gusto irrefrenable a ir por libre. El diseñador trabajó al margen del calendario oficial de la moda, sin publicitar su marca y sin desfiles regulares. Prefería presentar sus colecciones cuando las tenía a punto, sin atender a las temporadas habituales y sin sentirse obligado a innovar con cada nueva entrega. “No es normal que un diseñador esté obligado a hacer ocho colecciones al año, incluso cuando es un auténtico genio. No sé de dónde sacan las ideas. A mí me cuesta tener una sola que sea interesante por colección”, afirmó en una entrevista concedida a S Moda a finales de 2013.
Reacio a la exposición mediática, Alaïa accedió entonces a hacer una excepción a la regla durante la sobremesa de un almuerzo en la cocina industrial de su estudio, situado en una callejuela discreta del barrio parisiense del Marais. Cada día, a la hora de comer, daba cita a todos sus empleados, pero también dejaba algún cubierto de más por si se presentaba algún conocido por sorpresa, como solía hacer su abuela tunecina durante su infancia. Según el día, uno podía cruzarse con David Bowie, Johnny Depp, Sofia Coppola, Julian Schnabel, Lady Gaga, Kim Kardashian o Rossy de Palma. Con todos ellos estableció una relación de amistad de una intimidad infrecuente. Alaïa era un hombre menudo y nervioso, tímido con los desconocidos, generoso con los suyos y maligno con sus rivales (entre ellos figuraba Karl Lagerfeld, algo así como su némesis, y Anna Wintour, a quien recriminó que no prestara atención a su trabajo). Pese a su carácter jovial y epicúreo, el modisto cargaba con un halo algo triste. Solía vestir de negro estricto, con un atuendo invariable de reminiscencias asiáticas, algo así como su hábito monacal.
Nacido en 1940 en Túnez, hijo de pares agricultores de origen español, Alaïa entendió desde niño que no iba a seguir con la tradición familiar. A los 15 años, decidió mentir sobre su edad para poder formarse como escultor en el Instituto de Bellas Artes de su ciudad natal. A la vez, empezó a trabajar en un taller de costura con su hermana gemela, Hafida, quien le enseñaría un oficio que terminó prefiriendo al arte. “Me di cuenta de que no estaba hecho para trabajar aislado en un taller. Me encontraba más a gusto con la supuesta frivolidad de la moda”, explicó en 2013. Alaïa desembarcó en París en 1957. Se formó primero en Dior y, después, con Guy Laroche y Thierry Mugler, antes de abrir su propio taller de costura a mediados de los setenta. Sus vestidos sedujeron a distintas actrices maduras, como Arletty, Claudette Colbert o Greta Garbo, un encuentro que dejó marca en Alaïa. “Me pidió abrigos de hombres, que le cubrieran el cuello y las manos. En pleno apogeo de la minifalda, me pareció muy elegante y moderno. Luego entendí que solo intentaba ocultar su vejez”, relató en 2013.
Su momento de máxima exposición fueron los ochenta, cuando Alaïa triunfó con sus primeras colecciones de prêt-à-porter. Su ropa reinventaba la silueta de la mujer, dotando de una innegable sofisticación a los tejidos ceñidos al cuerpo, que dotó de aperturas, rasgones y cremalleras, antítesis deliberada al power dressing de las oficinistas de esa década. Alaïa también será el diseñador por excelencia de las primeras top models, como Christy Turlington, Stephanie Seymour o Naomi Campbell, que se convertirá en algo así como su hija putativa, al apadrinarla cuando aterrizó en París a los 16 años. En 1988, Alaïa abre sus primeras tiendas en Nueva York y Los Ángeles. En los años posteriores, su estilo se infiltrará en la cultura pop, síntoma mayúsculo de su influencia creciente. En 1993, Madonna vistió una creación de Alaïa en el videoclip de Bad girl, mientras que, en la película de culto Fuera de onda, la protagonista interpretada por Alicia Silverstone se negaba a plegarse a la orden de su atracador, que le exigía, a punta de pistola, que se tumbara sobre el asfalto: “Pero no lo entiendes, ¡esto es un Alaïa!”.
La segunda mitad de los noventa estuvo marcada por cierto declive y olvido. Poco después de la muerte de su hermana, Alaïa desapareció de los radares. “Sentí que perdía la conexión con la realidad, con la gente que me rodeaba. Necesitaba volver a encontrar un equilibrio. Me imaginaba viviendo en la buhardilla en la que viví durante mis primeros años en París, cuando entraba y salía sin pedir permiso a nadie”, recordó en 2013. Idealizaba esa época de autonomía absoluta. Más que como una pasión, entendía su oficio como una especie de deber. “Mi independencia es mi posesión más preciada, aunque en el fondo no soy realmente libre. Tengo la misma libertad que debe de tener un preso en la cárcel. Mi cabeza sigue siendo libre, pero me veo obligado a seguir entre estas cuatro paredes. No pudo escapar de esto. Entre otras cosas, porque no me dejan”, añadió en la entrevista.
Alaïa prefería la noche al día. “Son las mejores horas, porque nadie viene a molestarme”, solía decir. Trabajaba hasta las cinco de la madrugada y no dormía más de cuatro horas. Solía servirse un vaso de vodka, se rodeaba de sus numerosos animales de compañía, se ponía una película clásica como banda sonora y se lanzaba a crear. Fue un modelo y un ejemplo para las generaciones posteriores. Le propusieron dirigir Dior, pero rechazó el cargo dos veces, tras el cese de Gianfranco Ferré en 1996 y el de John Galliano en 2011. Diseñadores como Tom Ford, Alber Elbaz, Nicolas Ghesquière o Anthony Vaccarello solían referirse a él como un ejemplo. Alaïa llegó a exponer sus colecciones en el Guggenheim de Nueva York, el Palais Galliera de París y la Galería Borghese de Roma. En las salas de un museo, los vestidos de Alaïa se transformaban en algo parecido a su primera pasión: la escultura.
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