Una marea de maletas en Venezuela
La mala gestión económica empuja a la gente a salir de un país que tiene una inmensa riqueza petrolífera
Una pequeña bolsa de caramelos Skyttles cuesta en el aeropuerto de Maiquetía, desde donde se llega y se sale de Caracas, 46.000 bolívares. Si, con la última subida, el salario mínimo está en 456.507, eso quiere decir que te puedes comprar casi diez unidades y pegarte un atracón. Hay quienes se gastan en golosinas las últimas monedas que les quedan del país que visitan, mientras esperan embarcar, pero en Venezuela eso no es tan fácil. Más que terminar con los últimos bolívares, lo que se necesita es un deliberado acto de voluntad para llenar antes de partir el bolso de billetes y poder darse así ese pequeño capricho. Las chucherías están reñidas con la revolución.
La situación económica de ese país repleto de petróleo es alarmante. Algo tiene que haber hecho mal el régimen chavista para llegar a ese punto: los precios subirán en 2018 un 2.439,3%, según el FMI. El presidente Maduro presentó hace unos días un nuevo billete, de 100.000 bolívares, seguramente para evitar que los venezolanos tengan que desplazarse con una carretilla para llevar los fondos necesarios cada vez que salen de compras. La imagen es gratuita, sólo pretende subrayar el drama: sí, algo ha salido rematadamente mal.
Otro síntoma, más desgarrador porque sucede ante los ojos del viajero, es la imponente marea de maletas que inunda la fila que se dirige a la facturación. Llegan y vuelven a llegar, una y otra vez. Viajan familias enteras, se están yendo definitivamente. Por eso el padre, la madre, los niños y los abuelos llevan cada uno dos maletas y un bolso de mano. La cola es enorme y, cada vez que avanza unos metros, se repite el ritual. Cada cual empuja primero uno de los equipajes que tiene asignados, luego regresa por el otro, y deja para el final el que va a llevar encima, y que debe pesar casi tanto como los demás. Eso es lo que hay.
Si la familia no va a salir completa de Venezuela, la cosa es diferente. Hay quienes están ya avisados a propósito del contraste inquietante que se produce entre la rabiosa vitalidad de los colores del suelo que diseñó Carlos Cruz-Diez, uno de los grandes representantes venezolanos del op-art,y las escenas de despedida de las personas que lo están pisando. Chocan los achuchones desesperados que se dan las parejas que van a separarse o los abrazos con que se despiden los jóvenes de sus padres o los lagrimones del niño que dice adiós a su madre con esas filas en zigzag de colorines rojos, amarillos, azules y negros con que Venezuela celebraba su vibrante modernidad en Maiquetía hace más de treinta años.
Hace unos días en Carabobo tuvo lugar una feria del libro, la Filuc, que era toda una declaración de principios frente a esa angustiosa corriente de venezolanos que se van. Para seguir leyendo era su lema. En fin, para seguir viviendo. Y es que hay un momento en que toca hacerse, frente a la revolución bolivariana, esa pregunta que se hacía a sí mismo el ensayista e historiador venezolano Luis Pérez Oramas: “¿Hasta cuándo vamos a fundar nuestra política en la revancha de los desposeídos?”.
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