Gianni Versace: tragedia de un maestro de la moda
Su asesinato ponía fin a una de las carreras artísticas más influyentes del siglo XX
Dos disparos acabaron el 15 de julio con la vida del diseñador italiano Gianni Versace a la puerta de su casa en Miami. Terminaba así la leyenda del hombre que revolucionó la moda, dueño de un imperio que facturaba 150.000 millones de pesetas al año.
Vi a Gianni por última vez hace un par de meses, creo, en su casa, en ViaGesú. Había invitado a unos cuantos amigos, todos distribuidos por el salón, en torno a pequeñas mesas. No era ninguna fiesta, ningún aniversario. Sólo quería ver gente. Lo hacía a menudo. Él pasaba de un grupo a otro. Su aspecto era el de siempre: alto, delgado, con barba de unos días. Por dentro, en cambio, era otro. Un hombre sereno. No quedaba ni rastro de la tensión nerviosa, creativa, que siempre lo había marcado, ni rastro de las guerras que siempre lo habían enfrentado a otros modistas en el pequeño mundo milanés. No quedaba rastro de la lucha por abrirse camino, de la lucha de más de veinte años por subir de la nada hasta la cumbre de la moda mundial.
"En cuanto termine el desfile me escaparé a Miami o Nueva York. Adoro Miami. Pero en Nueva York me estoy montando una casa preciosa, llevaba años buscándola. Ahora he encontrado lo que me gusta. Adoro vivir en Nueva York. Ir a exposiciones, ver a amigos, acudir a los espectáculos. ¿Qué pienso de mis colegas? Que son estupendos, todos estupendos. Mira, ya no estoy en guerra con nadie. No. Ya no tengo que demostrar nada. ¿Qué más quieres que haga? Ahora ya no trabajo tanto como antes. Pienso que un hombre debe dedicar un poco de tiempo a sí mismo. Lo he hecho todo. Tengo más dinero del que puedo gastar. Me gusta rodearme de cuadros bonitos, de amigos, de casas. Hago lo que sé hacer. Yo sé hacer cierta moda. Pero sé que tengo mis límites. Para los jóvenes, por ejemplo, me he dado cuenta de que mi hermana Donatella vale mucho más que yo, que los siente más, los entiende mejor, y entonces de los jóvenes se ocupa ella. Yo continúo con mi moda. No, no pienso que la de los otros sea fea. Todos hacemos lo que llevamos dentro. Yo tengo una idea de la mujer; Armani tiene otra; Ferré, otra más. Pero no hay guerra. Hay sitio para todos. Sigue gustándome trabajar. Pero también estoy bien en mi casa del lago, en Como. En Nueva York, en Miami. En tiempos sufría cuando me alejaba del trabajo, ahora no. Cargo las pilas, miro a mi alrededor".
Yo recordaba a otro Gianni Versace. El que había conocido quince años atrás. Era ya famoso e importante. Aunque no tanto como lo sería luego. Su hermano Santo me había invitado a un almuerzo de trabajo. Junto al taller donde él creaba sus modelos había un gran cuarto con una gran mesa de madera. A la una allí estaba un pequeño grupo de sus colaboradores. Él aún no había llegado, pero nos explicaron que podíamos empezar a comer. El Maestro, eso dijeron, llegaría tarde o temprano. Y en efecto, apareció a mitad de la comida. Alto, pantalones, una camisa blanca y un jersey echado sobre los hombros, silencioso. No dijo una sola palabra. Inclinó un poco la cabeza en señal de saludo. Pidió un plato de ensalada. Malcomió con la cabeza gacha sobre el plato. Después se levantó, otro levísimo ademán de la cabeza y, siempre en total silencio, como si pudiéramos estorbar la concentración del genio, se marchó. Más que a un encuentro me habían invitado a asistir a una aparición.
Desde esa vez cultivé la impresión (errónea) de que Gianni era un soberbio, una persona encerrada en un mundo propio, lejano, inaccesible. Antipático.
Años después nos volvimos a ver en casa de unos amigos comunes. Solicitó enseguida que le dejaran ver la televisión. Había uno de los acostumbrados desfiles romanos (en la plaza de España, creo). Y no quería perdérselo. Al final acabamos sentados en las alfombras del ama de la casa, todos alrededor de Gianni, que quería a toda costa ver aquel desfile. Al cabo de un rato, sin embargo, quedó claro que no quería ver los modelos, los suyos y los de la competencia. No le interesaban. Miraba los planos de los invitados, en primera fila. "Estupenda, estupenda, te besaría, estás divina, puedes pedirme lo que quieras, te adoro". Y así durante cinco minutos, por lo menos. Mientras, braceaba y lanzaba besos. Un crío. Un crío feliz de ver una de sus obras sobre una de las mujeres más bellas y admiradas del mundo.
¿A quién se refería? "A Diana, ¡diablos! ¿No la habéis visto? Está ahí, en primera fila, guapísima, parece un sueño, y lleva mi vestido. ¿Veis esas pequeñas medusas en los tirantes? Ese soy yo. Es mi marca, no hay forma de equivocarse. Lady Di y yo, Diana, te adoro. ¿No son preciosas esas medusitas?”.
Ni siquiera recuerdo si esa noche comió o continuó derritiéndose de felicidad. Sé que le obligamos a hablar toda la noche de Lady Di. Él, el chico llegado de Calabria, con su hermano Santo, a Milán, hacía muchos años. Gianni, para cortar y coser vestidos, y Santo, para llevar las cuentas, para hacer los contratos. Ahora, el éxito, la fama mundial, e incluso Gianni y la princesa triste. Ella, que lleva sus medusas. Y él, que la mira en televisión. Él cuenta, feliz, orgulloso, que ella le invita a comer, que le telefonea porque ha visto un vestido suyo fantástico, y lo quiere. "Sí, somos muy amigos, es una persona adorable, sencilla. Le gustan mis vestidos. Y tiene una debilidad. La enloquecen los modelos que pasa Naomi Campbell. Creo que tiene todos los modelos que ha pasado Naomi. Nos vemos a menudo, charlamos de todo. ¿Que si tiene defectos? Uno. Cuando estoy en Londres me invita a almorzar. Y luego descubro que he de pagar una suma para alguna obra benéfica. Pero lo hago de buena gana. Hacer el bien es bueno, y además, ¿cómo voy a negarle nada a Diana? ¿Quieres saber por qué no puede resistirse cuando ve un vestido mío llevado por Naomi? No lo sé, nunca se lo he preguntado. Pero pienso que si yo fuese mujer tampoco podría resistirme. Creo que hago vestidos bonitos, pero sé que Naomi les añade algo. Exactamente ese algo que hace saltar a Diana. Para ella, Naomi y yo somos una mezcla irresistible.
"¿Que si me gusta mi oficio? Claro. Me sigue divirtiendo. Aunque me he vuelto más reflexivo. Más tranquilo. En el mundo hay otras muchas cosas además de la moda. Los cuadros. Si pudiera los compraría todos. En el trabajo, ya te lo he dicho, he cambiado. En tiempos me sentía en competición, en primera línea, todo el día. Ahora soy más prudente, me acaloro menos. Me pidieron que hiciera el vestuario de Valeria Marini para el festival de San Remo. Dije que no. Hace años me habría lanzado de cabeza. Ahora no. No tengo nada contra la Marini o San Remo. Pero no es mi mundo, ya no me interesa. Son cosas agotadoras, que ya no quiero hacer. Diez o quince días de trabajo, una tensión enorme. Veinte millones de personas que miran cómo has vestido a la Marini, dispuestas a criticar, a decir sí o no. ¿Quién me obliga a aguantarlo? A mí me gusta estar tranquilamente en mi taller pensando en mis trajes, en mis modelos, seguir el hilo de mi inspiración. Y en cuanto he terminado me gusta escaparme a una de mis casas. Quizá, por fin, he comprendido que soy Gianni Versace. Hace años aún no era Gianni Versace, pero ahora lo soy".
"¿Quieres saber por qué me gusta tanto Miami? Hoy es la más importante encrucijada del mundo para alguien como yo. Allí sientes las cosas que llegan de Latinoamérica, que se cruzan con las del Norte. Allí sientes el clima, te parece tocar las nuevas modas, las nuevas tendencias. En Miami sientes que estás dentro de las cosas que se mueven. Es una sensación extraordinaria. Nueva York es distinto. Allí están los amigos de verdad. Los talentos importantes. Las exposiciones que no puedes dejar de ver. Allí está lo que más me gusta". "¿He cambiado? Sí, mucho. No es que ya no quiera competir, arriesgar. A veces me gusta estar apartado, pensar, hacer las cosas con más calma. Te diré que la moda, a veces, se me empieza a quedar un poco estrecha. Quisiera cambiar. Hacer cosas nuevas. Aunque no es fácil. Hay reglas. ¿Quieres saber si también yo estoy harto de las top models? No. Para el próximo desfile volveré a llamar a Naomi, Claudia y todas las demás. Ahora está de moda criticarlas, pero, ¡Dios mío!, qué bonitos son los vestidos sobre esas chicas. Conque las llamaré, seguro. Pero quiero eliminar la pasarela. Me he cansado. Odio la pasarela, ya no la soporto. El símbolo del desfile. Me tiene harto. La haré desaparecer. Pondré sillas, sofás para que la gente se siente, y las modelos desfilarán por allí, darán vueltas, se moverán entre los invitados. ¿Qué dices? ¿No soy ahora lo bastante grande para eliminar la pasarela en los desfiles? Claro que sí, en mi casa mando yo, hago lo que me apetece. Ahora me lo puedo permitir, quiero hacer la moda que me interesa. En el fondo, soy Gianni Versace, ¿o no?".
Su hermano Santo, allí cerca, escucha en silencio. "¿Te acuerdas de hace veinte años? No éramos casi nada. Todo lo que teníamos era Gianni. Gianni y su talento. Hemos trabajado más de veinte horas diarias. Hemos llegado a ser grandes. A veces hablo con la gente, oigo que dan cifras. Pero no entienden que lo que ellos indican como facturación son, en cambio, los beneficios. Ahora facturamos más de un billón. Y seguimos creciendo, ampliándonos. ¿Sabes que en los últimos meses una de las plazas donde mejor marchamos es Moscú? Ya somos grandes, conocidos, somos una marca. Ahora las cosas funcionan casi solas. Estamos pensando en cotizar en Bolsa. Pero no haremos una cosa de pueblo, aquí, con los cuatro gatos de Milán. Quiero buscar un buen banco de negocios internacional, importante. Y quiero que la Versace cotice simultáneamente en las principales bolsas del mundo. Somos mundiales ya. Y todo se debe a Gianni. Es el mejor."
La belleza como fuerza
Aquella tarde, en la pasarela de Gianni Versace, las muchachas más bellas del mundo aparecieron de repente como un vuelo alarmante y seductor de criaturas sombrías y brillantes, súcubos dominadores: cuerpos estatuarios embutidos en fundas de raso negro, largos cuellos sedosos ceñidos por collares tachonados de diamantes, brazos cargados de cadenas de oro transformaban los susurros pecaminosos de un sadomasoquismo imaginario en un acontecimiento de la elegancia, de la moda.
Era en 1992 y el estilista de origen calabrés había aparecido hacía ya años en el mundo refinado y bienpensante de la moda italiana para contraponer a la idea de la gran señora, de la chiquilla en flor y también de la hechicera pomposa la de una mujer que no sólo descubría el poder de la belleza explosiva y exhibida, sino también la de un erotismo políticamente incorrecto que hasta entonces había sido obligado ocultar.
El primer impacto lo consiguió Gianni Versace al inventar en 1982 un tejido de malla de metal brillante y suave, con una caída como de seda sobre los cuerpos de las mujeres, a los que transformaba en armas amenazadoras y deseables, convirtiéndolas en guerreras dispuestas a cualquier batalla y a cualquier rendición. Hasta ese momento, las mujeres habían perseguido una imagen tranquilizadora, adaptada a su vida competitiva, a la par con los hombres. La moda podía ser extravagante y descarada, mas debía mantener su feminidad al resguardo de intrusiones indeseadas, ocultar su sensualidad para evitar molestias y poder conquistar el mundo del trabajo sin pagar aduanas demasiado gravosas. Lo ideal era difuminarse tras las señales de la elegancia llamada "de gran clase", parapetarse bajo chaquetas que acorazaban también contra una misma, dando una sensación de poder.
Gianni Versace sembró la inquietud entre las mujeres, que descubrían cuán deseable sería para ellas recobrar la fuerza de su belleza y utilizarla, y transformar un modo de presentarse tachado de vulgar en el placer imperioso y autorizado de la elegancia avalada por un gran modista. Para Versace, la belleza era una fijación: y mientras los otros modistas buscaban modelos que fueran el más evanescente soporte de su moda, a ser posible planas por delante y por detrás para mejor valorar sus creaciones, o bien con aire de damas inalcanzables, de señoras de absoluta respetabilidad, de jóvenes bonitas; de mujeres, en suma, a las que había que respetar, él las prefirió únicas en perfección: cuerpos largos, musculosos, de senos y nalgas marcados y rostros impregnados de la seducción más turbia, y con una forma de moverse de total sensualidad.
Con sus vestidos, las guapas están guapísimas: Naomi Campbell, Claudia Schiffer, ChristyTurlington y Linda Evangelista se crecían, el placer de mostrarse las volvía arrogantes en la pasarela de sus desfiles. Con él la moda descubrió de nuevo el erotismo y el uso del traje como estuche de belleza. Para él, las faldas de las señoras irreprensibles nunca eran lo bastante cortas ni los escotes lo bastante turbadores ni los colores lo bastante brillantes. En la más reciente colección de alta costura, Naomi, Kerstin y Carla vestían como trajes de noche desorbitada ropa interior sibarita, rasos, encajes y bordados enemigos de toda castidad. Pero nada cansa tanto en la moda como la belleza conocida. Para la última campaña publicitaria, fotografiada por Richard Avedon, Versace había elegido a una chiquilla inglesa de dieciocho años, Karen Elson, capaz de enojos, miradas crueles, sonrisas violentas, gestos despreciativos, vestida con modelos llevados desordenadamente, lanzando un nuevo lolitismo imperioso de vampiresa adolescente.
Gianni Versace no fue, por supuesto, el único responsable del exceso de belleza que se precipitó sobre las mujeres sumiéndolas en el pánico. Pero supo mostrársela del modo más cautivador, haciéndolas responsables de su cuerpo, obsesionadas por su imagen, por su piel, aterradas por el paso de los años o hasta de los días, por estar en forma. Pero también ansiosas de adueñarse de una personalidad y un poder de seducción que a menudo era un fin en sí mismo: porque en la medida en que la comunicación ha invadido el campo de la belleza convirtiéndolaen virtual, la belleza real se ha vuelto más frágil y sin metas, esto es, dirigida a hombres cada vez menos dispuestos a dejarse seducir por la fuerza de una hermosura tan invasora y controlada.
Gianni Versace fue, con seguridad, quien despojó de reserva, y sobre todo de reticencia, a la belleza del hombre. La moda masculina temió durante años el malentendido homosexual; hoy viste a los modelos con tacones de aguja, collares y faldas en un delirio de afeminamiento. Versace, en cambio, reveló a los hombres el poder de la belleza viril, como había hecho con las mujeres. El vínculo establecido entre el modista, los grandes fotógrafos y los maravillosos modelos jóvenes transformó el gusto y la imagen homosexual en un hecho de comunicación y de mercado: jovencitos con las manos en los calzoncillos para venderlos, musculosos muchachos desnudos luchando entre sí para lanzar perfumes, otros bellísimos con el sexo a la vista para invitar a comprar sus colchas de raso con dibujos fúnebres para las camas más movidas.
Versace utilizó la belleza para construir una poderosa industria que vive de las ilusiones y el descontento de quien se entrega a la moda. Se sirvió de ella para inventar una comunicación que comercializó la seducción, incluso la homosexual. Hasta Diana de Inglaterra se convirtió en un testimonio suyo en el momento de máxima confusión emotiva y sentimental, pues sus vestidos ceñidos y escotados, claros y brillantes, esenciales y absolutamente nada regios, la consolaron, devolvieron el valor a un cuerpo de muchacha joven y humillada.
Donatella: heredera del imperio
"No tiene miedo a nada ni a nadie, ni siquiera a estar equivocada. Sus diseños tienen mucha fuerza, incluso yo puedo parecer anticuado a su lado". Donatella era la musa de Gianni Versace. Ahora él está muerto y ella hereda un imperio que factura 150.000 millones de pesetas anuales. Donatella, la hermana rubia y extravagante del genio, parece la más indicada para retomar las riendas creativas del grupo. En los dos últimos años ya había ocupado el puesto de Versace, aquejado de un cáncer de oído que parecía haber superado recientemente. La relación entre ambos era casi enfermiza. Desde que Versace comenzó su imparable ascenso, Donatella, de 40 años, estuvo al lado del modista. En un principio, su papel era una pura comparsa. Fumadora empedernida, era la más firme militante del estilo Versace, y en los ambientes de moda no se la tomaba demasiado en serio. Pretendía ser tan exquisita como Gianni, pero en ocasiones su estilo rayaba en la vulgaridad. Era "la preferida" del creador, y tan sólo él apostaba por ella. La puso al mando de la división de accesorios del grupo y hace tres años tomó las riendas de la colección Versus. El éxito de la colección joven de la línea Versace cambió la imagen de la pequeña de la familia, que empezó a pisar firme en el mundo de las pasarelas. La última colección que presentó en Nueva York fue considerada la mejor de la temporada. La relación de ambos con Santo, el hermano mayor del clan, físicamente idéntico a Gianni, era mucho más fría. Cuando aún vivían en Reggio Calabria, en el sur de Italia, Donatella y Gianni cogían el coche de sus padres y se iban juntos a las discotecas, dejando en casa a Santo, el hermano bueno y diligente de ojos azules. Era más sobrio que los dos menores, pero tenía ojo para las finanzas, así que Versace lo puso a dirigir los negocios. El actual presidente de la Management Finanziaria Versace, S.p.A. (líder de la división de compañías controladas por la familia), fue condenado en mayo a un año de cárcel, acusado de soborno para evadir impuestos. Recurrió la sentencia alegando ser víctima de una extorsión. Tenía previsto sacar a Bolsa parte de las acciones del grupo en 1998, aunque ahora la operación podría verse interrumpida, ya que los inversores tendrán que ver si la firma continúa siendo rentable. Todo dependerá de la capacidad de Donatella y Santo para salvar la marca, la imagen y el imperio de su hermano.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.