Crimen y culpa

A esta hora en Barcelona, sin embargo, el atentado no sólo ha agitado debates existentes sino creado algunos nuevos y excitantes.

MANU FERNÁNDEZ / AP

Una de las teóricas costumbres de los sucesos excepcionales es que obligan a reacciones de excepción. Después de un atentado, por ejemplo, los países buscan refugio en un eufemismo alentador: unidad de los demócratas. Es un necesario ejercicio de hipocresía social que se da en todos los órdenes, no solo en los que afectan a la vida pública. Esa unidad tiene la obligación de blindar la discusión y protegerla del terror; esa unidad es un instrumento muy útil para separar a los asesinos del resto.

El último gran ejercicio en España se produjo en 1997 tras la muerte de Miguel Ángel Blanco: ...

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Una de las teóricas costumbres de los sucesos excepcionales es que obligan a reacciones de excepción. Después de un atentado, por ejemplo, los países buscan refugio en un eufemismo alentador: unidad de los demócratas. Es un necesario ejercicio de hipocresía social que se da en todos los órdenes, no solo en los que afectan a la vida pública. Esa unidad tiene la obligación de blindar la discusión y protegerla del terror; esa unidad es un instrumento muy útil para separar a los asesinos del resto.

El último gran ejercicio en España se produjo en 1997 tras la muerte de Miguel Ángel Blanco: su secuestro y asesinato fue el origen y el final de cualquier debate. No hubo más reacción que la reacción a un asesinato. No hubo sobre la mesa más asunto que los propios de un chico atado y tiroteado en medio de un monte. Un crimen tratado en sus primeras horas como un suceso de enorme magnitud protagonizado por delincuentes, no como parte de un debate político y social según el cual los independentistas tenían que hacerse mirar lo suyo y la sociedad, en general, tratarse en el diván para que la chavalada no descarrilase.

De este modo los terroristas son actores criminales, no políticos. No interfieren en los asuntos de los gobernantes, no ponen más cuestiones en la agenda que las obligadas: entierros, actos de rechazo y seguridad pública. En último caso, su acción sabotea su propio objetivo; para las cuestiones de fondo se busca un contexto distinto, una distancia higiénica respecto a los muertos. Si es verdad que los terroristas no consiguen nada, entonces no puede haber nada detrás de su acción, más allá de aquello que tenga que ver con la prevención. Un asesinato tratado como lo que es, incluso con frialdad de laboratorio, no como un artefacto político que incrustar en el debate poniéndolo todo perdido.

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En Barcelona el atentado no solo ha agitado conflictos existentes sino creado algunos nuevos y excitantes, como si los muertos legitimasen cualquier tipo de munición en lugar de prohibirla. Ante un suceso excepcional se han conseguido reacciones perfectamente estándar sobre el procès, la extravagancia del idioma catalán en Cataluña, la monarquía y hasta la Iglesia, que ha mandado a un cura CSI para estudiar la participación de la alcaldesa; un regidor del PP ha acusado directamente a Colau basándose en un bulo. Tantos frentes que, como dice Gistau recordando el 11-M, solo falta que los terroristas reclamen su parte de culpa, haciéndose notar para que alguien repare en ellos.

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