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La vida no es sueño. ¿Por qué dormimos mal?

Guillermo Altares

P ASAMOS UNA TERCERA parte de nuestras vidas en la cama (o debería ser así si hiciéramos caso a los médicos), pero no existe una explicación científica universal que responda a la pregunta de por qué dormimos. Todos los seres vivos lo hacen, de una forma u otra, y si dejásemos de hacerlo moriríamos. Sin embargo, las certezas se acaban más o menos ahí. Se sabe que dormir tiene que ver con el descanso, pero sobre todo con la fijación de los recuerdos y de las emociones, aunque las lagunas resultan enormes tal vez por lo recientes que son estos estudios —la fase REM, el descanso profundo durante el que soñamos y movemos los ojos, no se descubrió hasta 1953—. Los investigadores tratan de comprender ahora por qué las matriarcas elefantas africanas son capaces de dormir tan poco —unas dos horas—, asunto en el que está trabajando la sudafricana Universidad del Witwatersrand, o por qué una especie de lagarto argentino (Tupinambis merianae) mantiene tanta actividad cerebral durante el sueño, un tema del que se ocupa un equipo de la Universidad de Lyon, uno de los mejores de Europa. No son investigaciones baladíes. Conocer los recovecos que se esconden detrás de este fenómeno es esencial, un problema de profundas repercusiones médicas, sociales y económicas.

Los libros con consejos para dormir se multiplican y cada vez más hospitales abren unidades interdisci­plinares del sueño. España es además el país de la UE donde ha crecido más el consumo de ansiolíticos y somníferos, un 57% entre 2000 y 2012, según un ­estudio de la OCU publicado hace un año. Tomamos cuatro veces más pastillas para dormir que en Ale­mania: 89 de cada 1.000 habitantes los consumen a diario. El gasto en este tipo de medicamentos fue de 750 millones en 2010.

“Los problemas crónicos relacionados con el sueño afectan a un 30% de la población”.

“Dormir mal puede afectar al descanso, la relajación muscular, el crecimiento y restauración celular y de los órganos vitales, el sistema inmunológico, la restauración cerebral, el aspecto físico, el estado emocional y anímico, la personalidad y, por supuesto, el estado de alerta”, señala Reyes Haro, director del Instituto Mexicano de Medicina Integral de Sueño. Rosa Peraita, responsable de la unidad del sueño del hospital Gregorio Marañón de Madrid y una de las pioneras de estas investigaciones en España —fundó la primera unidad especializada en 1972—, señala que “la importancia de estos trastornos es un área de la patología humana con fuertes implicaciones de salud pública”. En su pequeño despacho, a pocos metros de donde Diego, un niño de seis años, duerme una plácida siesta con la cabeza llena de electrodos para medir su ciclo de sueño, prosigue: “Dormimos menos que a principios del siglo XX debido a la luz eléctrica, al trabajo en las fábricas a turnos, la televisión y, ahora, a la multiplicación de pantallas”. “Nuestros abuelos dormían una hora y media más que nosotros”, señala por su parte el doctor Juan José Ortega, vicepresidente de la Sociedad Española del Sueño (SES) y director de unidad de esta especialidad en el Hospital General de Castellón. “Actualmente la media en España está en 7,1 horas, mientras que la generación de nuestros abuelos dormía unas 8,1 horas”.

“Los problemas crónicos relacionados con el sueño afectan a un 30% de la población, aunque es un dato difícil de establecer”, explica Joaquín Terán, presidente de la SES y director de la unidad del sueño en el complejo asistencial de Burgos. La mayoría tienen que ver con el insomnio, pero también con la apnea, ese momento en el que, en medio de una tormenta de ronquidos, se deja de respirar durante unos segundos. Según datos proporcionados por la doctora Peraita, entre el 30% y el 50% de la población española ha padecido en algún momento problemas de insomnio, aunque el crónico afecta en torno al 10%. Más o menos un 5% de los españoles padecen apnea, aunque es la dolencia que más se ve en las unidades del sueño: está relacionada con el sobrepeso y puede tener consecuencias cardiovascu­lares. Uno de sus efectos es que aquellos que la padecen se levantan agotados. Luego están la narcolepsia —quienes la sufren se quedan dormidos de repente, incluso se caen en la calle sin saber por qué— y las parasomnias, como el sonambulismo o los terrores nocturnos. Son mucho menos frecuentes, pero pueden resultar incapacitantes.

No tener claro por qué dormimos es la primera paradoja del sueño. Pero la segunda tiene que ver con lo que explicaba la doctora Peraita: aunque puede parecer el acto más íntimo posible, de pérdida de conexión con el mundo, todo lo relacionado con el sueño tiene un contenido social. Podríamos decir que, más que los individuos, son las sociedades las que duermen. “Prácticamente nada relacionado con la forma en que dormimos existía en el mundo hace dos siglos”, explica Benjamin Reiss, profesor de literatura e historia de la salud en la Universidad Emory (Atlanta), que publicó recientemente Wild Nights: How Taming Sleep Created Our Restless World (Noches salvajes. Cómo la domesticación del sueño creó nuestro mundo insomne).

Uno de los pioneros en estos estudios fue Roger Ekirch, profesor de la Universidad Virginia Tech (Estados Unidos), que en 2001 publicó un influyente estudio que cambió nuestra visión de la historia del sueño. Basándose en 500 referencias documentales, demostraba que durante gran parte de la existencia de la humanidad, hasta la revolución industrial en el siglo XIX, dormíamos por fases, de forma segmentada, y no de un tirón. En muchas obras literarias se hablaba de un primer y de un segundo sueño. En el capítulo LXVIII de El Quijote, titulado ‘De la cerdosa aventura que aconteció a don Quijote’, Cervantes escribe: “Cumplió don Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al segundo, bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba el sueño desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena complexión y pocos cuidados”.

“Tenemos un negocio multimillonario dedicado a controlar los ciclos del sueño”.

“Se trata de una necesidad universal, pero no una constante universal. Ha variado de forma tremenda a lo largo del tiempo y del espacio”, explica el propio Ekirch por correo electrónico. Su libro At Day’s Close. Night In Times Past (Al final del día. La noche en el pasado) identificó claramente el primer y el segundo sueño de los que hablaba Cervantes. La gente se dormía al caer la noche y al cabo de unas horas se despertaba, hacía cosas y luego volvía a la cama. Dormir de un tirón, como Sancho, era una anomalía.

“La iluminación artificial, primero el gas y luego la electricidad, tuvo un impacto enorme sobre la forma de dormir en Occidente a partir de la revolución industrial”, prosigue Ekirch. “Pero la transición fue lenta y errática”. Pero descansar de un tirón —al menos los afortunados que pueden lograrlo— no fue el único cambio radical que se produjo en los siglos XIX y XX: hacerlo en soledad o en la intimidad de la pareja es también muy reciente. Durante gran parte de la historia de la humanidad, la inmensa mayoría de las familias dormían juntas. Así sigue sucediendo hoy en muchos lugares del planeta. Las habitaciones propias son un lujo muy reciente, incluso las camas individuales.

La doctora Rosa Peraita, y la unidad del sueño en el hospital madrileño Fundación Jiménez Díaz.

“Uno de los aspectos más destacados del sueño en las sociedades contemporáneas es que nos han educado para tratarlo como algo que no es social”, señala Benjamin Reiss. “Los niños duermen solos; los adultos, como mucho, con otra persona. Pero en una habitación especial, lejos de las miradas de los demás”, prosigue este historiador. Preguntado sobre cuál cree que es la mayor característica del sueño a principios del siglo XXI, Reiss responde: “En Estados Unidos existen más de 2.500 clínicas especializadas, tenemos un negocio farmacéutico multimillonario dedicado a controlar los ciclos de sueño y vigilia, existen miles de productos en el mercado dedicados a optimizar el sueño (desde almohadas contra el ronquido hasta aparatos electrónicos que lo controlan) y cientos de libros sobre cómo dormir bien. Creo que no me equivoco si digo que la obsesión por dormir ha superado un nuevo nivel”.

Obsesión o problema de salud pública, una visita a dos unidades del sueño en Madrid —las de los hospitales Gregorio Marañón y Jiménez Díaz— permite comprobar la complejidad de los problemas relacionados con estas patologías. Estas unidades tienen dos funciones básicas: por un lado, los pacientes duermen allí, monitorizados, para comprender sus ciclos de sueño. Por otro, grupos de médicos de diferentes sectores estudian los problemas que casi siempre desbordan una especialidad. En España existen 25 centros de medicina del sueño, pero si se incluyen también los hospitales que cuentan con médicos especializados dedicados principalmente a ver casos relacionados con el descanso, la inmensa mayoría neumólogos, el número sube hasta los 50.

Hasta la revolución industrial, dormíamos de forma segmentada, nunca de un tirón.

Una vez a la semana, a las ocho de la mañana, en la Jiménez Díaz se reúnen al menos 15 médicos en una pequeña sala. Entre ellos hay neumólogos, psicólogos, psiquiatras, neurólogos, cirujanos maxilofaciales, odontólogos, otorrinos… Al frente se encuentra Nicolás González Mangado, el responsable de la unidad, y tres neumólogas, Teresa Gómez, Paula Rodríguez y María Fernanda Troncoso, que solo trabajan con esas patologías. González Mangado tiene 64 años y cuando estudió no existía su especialidad actual. Pero las doctoras que forman parte de su equipo, entre los 33 y los 42 años, tampoco lo estudiaron en la carrera: lo aprendieron durante la residencia. Se enfrentan todos los días a problemas muy complejos, algunos de ellos nuevos, y que influyen profundamente en la vida cotidiana del paciente. “Una buena calidad de sueño es una buena calidad de vida”, señala Teresa Gómez.

Esta mañana, los facultativos hablan de un hombre de 72 años que “se levanta hecho polvo” pese a que la calidad de su ciclo de sueño es muy buena. Padece apnea. Sufrió una depresión, tomó orfidal —un hipnótico que casi todos los expertos desaconsejan consumir de forma continuada—. Otro caso es el de un hombre que tiene un horario nocturno, y otro, el de un sonámbulo que incluso ha llegado hasta su coche completamente dormido. Los pacientes comienzan a ingresar a las 19.30. Pintada de azul, que consideran más relajante que el blanco habitual, pasarán allí la noche, monitorizados con sensores, para detectar las diferentes fases del sueño —1, 2, 3 y luego REM—. Un técnico estará ante un ordenador lleno de gráficas y los datos serán estudiados al día siguiente por los médicos.

Esmeralda González, una paciente de la Jiménez Díaz que padece narcolepsia.

Esmeralda González, cartera de 36 años, padece narcolepsia, se encuentra cansada todo el día, se duerme en todo momento y está de baja. “No descanso nunca, aunque haga tres horas de siesta me levanto agotada”, asegura. Su narcolepsia le ha provocado problemas laborales y personales: no es fácil explicar a una pareja por qué se queda dormida en mitad de una conversación. Concepción Tobío, funcionaria de 56 años, padece insomnio crónico, no logra conciliar el sueño. Participa en el ensayo clínico de un nuevo medicamento. “Dormir sería una maravilla”, asegura.

En el Gregorio Marañón, los casos también reflejan la complejidad de los problemas del sueño. Luis San Román, de 32 años, es entrenador personal y vigilante nocturno. Sus horarios son caóticos, pero el motivo de su visita es, sobre todo, su sonambulismo, durante el que padece brotes de violencia. Aunque se queda dormido inmediatamente, asegura que nunca descansa. El niño que duerme plácidamente la siesta tiene seis años, pero ronca, y eso puede ser indicio de problemas respiratorios o incluso apnea infantil. Rosa Peraita explica que el sueño de los niños debe ser vigilado de cerca, “porque la hormona del crecimiento se libera en las primeras horas”. Uno de los casos más interesantes y complejos que ha tratado en el hospital es el de una familia de Madrid en la que 12 de sus miembros padecen narcolepsia.

“Vivimos en una sociedad abierta 24 horas 7 días a la semana. No hay forma de desconectar”.

“El déficit de sueño no es una enfermedad, es un ­hábito de vida. El insomnio sí es una enfermedad”, ­explica González Mangado. También asegura que no todas las patologías tienen cura, pero sí tratamiento que ­permite controlarlas, por ejemplo con máquinas que ayudan a respirar en los casos de apnea. Aunque, a veces, estas enfermedades ocultan problemas mucho más profundos y difíciles de arreglar. “Un entorno laboral poco amigable puede perjudicar mucho”, explica el médico. “Se habla de la conciliación familiar y muy poco de la conciliación personal. Basta con ver los ­horarios del prime time en la televisión española: en ­España se duerme menos que en el resto de Europa. Nos levantamos a la hora de los europeos, pero luego nos acostamos mucho más tarde”.

Desde 2008, a causa de la crisis, los trastornos de sueño se han multiplicado. Se trata de casos más difíciles de resolver porque muchas veces reflejan una situación personal desesperada. “El paro y los problemas económicos son la principal causa de insomnio entre casi 4 de cada 10 españoles con dificultades para dormir”, explica Rosa Peraita.

Reunión de médicos en torno al sueño en el hospital Fundación Jiménez Díaz de Madrid.

Entre la economía y dormir existe una relación ­profunda, primero porque la industria del sueño es un negocio fabuloso, pero también porque los problemas del sueño hacen perder miles de millones. Según ­estudios de la Cátedra de Investigación del Sueño de la Universidad de Granada-Grupo Lo Monaco, un laboratorio de investigación sobre estos temas inaugurado en 2016, los trastornos del sueño generan un gasto de 2.800 millones de euros al año en España. La Rand Corporation publicó en noviembre de 2016 el informe más completo realizado hasta ahora sobre las consecuencias económicas de la falta de sueño en cinco potencias industriales: Canadá, Estados Unidos, Reino Unido, Alemania y Japón. Según sus datos, en EE UU las pérdidas fueron del 2,28% de su PIB, 411.000 millones de dólares al año, mientras que en Alemania alcanzaron los 60.000 millones, un 1,56% de su PIB. La falta de sueño se traduce en bajas, accidentes laborales, descenso en la atención, lentitud, problemas que, en su conjunto, afectan a la productividad.

“En los países estudiados, un tercio de la población trabajadora no duerme las horas recomendadas”, explica Marco Haffner, responsable del estudio de la Rand Corporation titulado ¿Por qué dormir es importante? Cuantificando las consecuencias económicas de la falta de sueño. “Vivimos en una sociedad abierta 24 horas siete días a la semana, lo que genera estrés entre los empleados, que deben estar siempre disponibles y que no encuentran una forma de desconectar de sus aparatos electrónicos”.

Concepción Tobío, paciente de la unidad del sueño del hospital Fundación Jiménez Díaz de Madrid.

La holandesa Els van der Helm se dedica precisamente a convencer a las empresas de la importancia del sueño entre sus empleados. Es una sleep coach, una entrenadora para dormir, que cuenta entre sus clientes con importantes compañías, entre ellas Spotify. Estudió neurociencia en Holanda, luego en Harvard y finalmente en Berkeley (California), que dispone de uno de los mejores laboratorios de estudio del sueño del mundo. “Mucha gente no duerme lo suficiente, incluso están pegados al teléfono en la cama. Creen que dormir es una pérdida de tiempo y no son capaces de romper ese ­círculo negativo”, explica Van der Helm desde Ámsterdam. “Las últimas investigaciones, que no existían cuando yo estudié, indican que dormir tiene varias funciones, pero que sobre todo es esencial para limpiar la mente”, prosigue esta científica y emprendedora, quien cree que si las empresas se tomasen más en serio el sueño de sus empleados, ganarían mucha productividad.

Sus consejos, por otro lado, se parecen bastante a los que difunde la Sociedad Española del Sueño (SES): mantenerse lejos de las pantallas, no hacer comidas pantagruélicas antes de irse a dormir, relajarse, huir de los ruidos y refugiarse en la oscuridad, 7/8 horas de sueño en adultos (entre 8 y 10 en adolescentes), ­horarios sensatos que respeten los ciclos circadianos (el reloj interno del cuerpo), evitar alcohol y tratar de consumir por la tarde alimentos ricos en triptófanos (precursor de la melatonina), como plátanos, piña o aguacates… Las nuevas tecnologías también pueden ayudar —Van der Helm está trabajando en una aplicación que ayude a dormir y ya existen varias en el mercado, sobre todo para medir los ciclos—, así como los propios elementos físicos: colchones, camas o almohadas. “El mercado del colchón ha vivido una gran revolución en los últimos años y existe una gran variedad de tecnologías”, señala un portavoz de Asocama, que reúne a los 15 principales fabricantes de equipos de descanso en España, donde gastamos 514 millones de euros al año en estos productos. La SES aboga también por que se modifique la hora en España para que se acerque a los ciclos solares y a los ritmos circadianos, y defiende la utilidad de la siesta.

Diego, un niño de seis años, se somete a una prueba de sueño en el hospital Gregorio Marañón de Madrid.

Antonio Vela Bueno, catedrático de psiquiatría jubilado de la Universidad Autónoma de Madrid y otro de los pioneros de estos estudios en España, presentó su tesis doctoral en Bolonia en 1972. Entonces todo era nuevo. “La evolución de estos estudios ha sido enorme porque no se les había prestado la atención suficiente”, señala. “Había un prejuicio, ya que mucha gente pensaba que el sueño no valía para nada, que era un tiempo perdido. Los bebés duermen 16 horas, así que nos deberíamos preguntar, más que por qué dormimos, por qué estamos despiertos”, prosigue este psiquiatra, cuya dilatada experiencia en problemas de sueño le ha llevado a la conclusión de que el insomnio, por ejemplo, es un “problema crónico complicado que siempre puede volver”. “No hay que prometer soluciones mágicas que no existen”, apunta.

Tal vez muchos de estos problemas lleguen a resolverse cuando se comprendan todos los mecanismos que nos llevan a los animales a dormir: las ventajas de ese acto tan sencillo tienen que ser descomunales porque perder la conciencia es una desventaja brutal, un momento de debilidad total ante los depredadores. Pero la parte social siempre estará ahí. Rosa Peraita relata una conversación con un colega sobre los problemas que generan los ronquidos. Este, un médico de Lisboa, le interrumpió y le dijo: “Un portugués que no ronca y que no es del Benfica no es portugués”. Efectivamente, somos lo que dormimos.

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Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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