El nuevo talento del ‘rap’ europeo odia su nombre
A Baloji le sacaron de Congo con tres años para criarse en Bélgica. Hoy, es la gran promesa del 'hip hip' francófono
Baloji (38 años, Congo) odia su nombre. “Más que odiarlo, lo detesto profundamente”, certifica. “Intenté cambiarlo, pero era demasiado caro”. Lo curioso es que lo mantuviera también a la hora de escoger nombre artístico, ocasión perfecta para rebautizarse gratis. “No encontré nada mejor. Al final preferí asumirlo”, añade este músico de origen congoleño. El motivo: en lengua kiswahili, Baloji significa “hechicero que inspira el terror”. El equivalente cristiano sería llamarse Belcebú.
“Me parece vergonzoso que se pueda llamar así a un niño”, se enfurece. Pero ese pavoroso nombre de pila no le ha impedido convertirse en uno de los puntales del rap francófono. Hoy está en un pequeño estudio al sur de Bruselas, con un primo cantante lírico y un técnico de sonido que también le hace de chófer. Baloji llegó aquí a los tres años, procedente de su Lubumbashi natal. “Era el único negro de mi clase, pero fue más un motivo de atracción que un problema”, recuerda. Rememora también lo iluminadas que estaban las calles. El blanco fluorescente de la nieve. Su primer plato de salchichas, que dice seguir cortando “como un niño hambriento que teme que mañana no haya más”.
"Mi madre no se puso en contacto conmigo por amor. La suya fue una llamada de socorro”, dice sobre un encuentro tardío y traumático con su madre
Su padre, belga, un hombre de negocios arruinado, le apartó de su madre, con quien había tenido una aventura, prometiéndole que en Europa su hijo gozaría de mejor educación. Un buen día, tras 25 años, ella lo descubrió en su televisor. En ese rapero de mirada melancólica distinguió los rasgos de su hijo. El reencuentro no fue como esperaba. A su madre le pareció una vergüenza que se ganara tan mal la vida (un “universal antropológico”, que diría Foucault).
“Fue una catástrofe. Durante dos o tres años me quedé muy tocado. Me dije que había fracasado en todo”, recuerda. “Ahora lo entiendo mejor. Mi madre no se puso en contacto conmigo por amor. La suya fue una llamada de socorro”, dice con cierto temblor. En su primer encuentro, Baloji le llevó de regalo su primer disco en solitario. “El problema es que, en África, un regalo es un sobre con un fajo de billetes. A mi madre, la música no podía importarle menos”, añade con estoicismo.
Sus credenciales hablan por sí solas. Damon Albarn (líder de Blur y Gorillaz) lo embarcó en su proyecto Africa Express. Saul Williams ha remezclado uno de sus últimos temas. Gilles Peterson contribuyó a alentar su éxito al pasar sus canciones en la BBC. Y Questlove le mandó algo parecido a la carta de una groupie. Sus temas alternan la programación electrónica con los ritmos congoleños. Dan cuenta de su doble cultura.
De la situación política en África. Y, cada vez más, también de su vida privada. De encuentros, rupturas, y vuelta a empezar. Pero Baloji dice no sufrir ningún problema de identidad. “Contengo multitudes, pero unidas bajo una sola entidad. En tiempos de dicotomía obligatoria, yo he elegido no elegir. En 2017, decir algo así es un mensaje importante. El mundo se vuelve cada vez más conservador, en la política y en la música”, afirma.
Por ejemplo, denuncia la ideología subyacente bajo todo lo que engloba la world music. “Es un término reductor y racista. Cultiva un exotismo y una idea folclórica de lo que es África”, se indigna. “En el fondo, se incita a quien consume esa música a actuar como la Madre Teresa. Se trata de ayudar a esos pobres africanos que sonríen y visten cinturones hechos con plátanos”. Es decir, el buen salvaje de toda la vida, pero con una Fender Stratocaster en bandolera. Durante mucho tiempo, rechazó por esta razón todo lo que llegaba de su continente natal. “Tampoco a los jóvenes belgas les apetece mucho escuchar a Jacques Brel. La música congoleña era la música de mis padres”, relativiza. Hasta que descubrió a Manu Dibango y se le abrió un mundo. “Como esos chicos que descubren el hip hop de los ochenta gracias a Kendrick Lamar”. En la década larga que lleva de carrera, Baloji ha aprendido una lección: “Mis primeras giras fueron delante de sillas vacías. Eso te enseña a ser humilde. Ahora, cuando la sala no está a tope, veo el vaso medio lleno. E intento aplicar esa filosofía al resto de cosas”.
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