Usted no me conoce
USTED, Lidia Falcón, no me conoce. Aun así, se sirvió de mi foto, nombre, apellidos y detalles personales para sostener una tesis: la suya. Cuando yo era una joven modelo, a inicios de los ochenta, usted envió anónimamente a dos de sus colaboradoras a entrevistarme en mi casa. Respondí con candor a sus previsibles preguntas. Usted firmó como coordinadora un artículo en el que las modelos éramos descritas como estúpidas muñecas, “caperucitas” hechizadas por su propia imagen y la admiración pública, totalmente inconscientes de los “peligros” de la profesión. Entre otras falsedades, sugirió que yo cobraba por mantener relaciones sexuales con los publicistas (que, erróneamente, dio por supuesto eran únicamente hombres). Se refirió al pequeño piano familiar y a mi viaje a Nueva York como prueba de mis supuestas actividades. Ignoró mis declaraciones, desautorizó mi experiencia, manipuló la información y me injurió.
Cuando quise denunciar su abuso, mi agencia me desanimó apuntando a nuestra desigualdad: mientras que yo no era más que una inarticulada modelo adolescente, usted era una mujer fuerte, educada y poderosa, una influyente abogada feminista que “se me iba a comer viva”. Manifesté mi frustración tirando su revista a la basura y poniendo en mi book de modelo y en mi moto unas pegatinas rosas fluorescentes que gritaban “Me gusta ser una zorra”, el título de la canción punk de Las Vulpes. Al cabo de los años, tuve ocasión de acusarla públicamente en Vostè jutja (usted juzga), un programa muy popular de TV3. Rehusé. ¿Para qué prestarse a una ficción televisiva de justicia?
Aprendí algo que usted no hizo: a distinguir entre la modelo y su imagen.
Emigré a Reino Unido, me licencié y me doctoré en Sociología del Género. Aprendí algo que usted no hizo: a distinguir entre la modelo y su imagen. Es decir, entre la mujer profesional que ejerce un trabajo corporal, emocional y estético, y su figura pública: un ser ideal. El ser ideal es una ficción elaborada por un sofisticado equipo del que la modelo es la pieza más visible, pero no la única. Este ideal, este sueño, esta ficción, se sostiene –y esto es muy importante– gracias a la mirada de una población deseosa de experimentar la belleza y el bienestar que asociamos con ella.
Hoy quiero decirle que sufrir su mentalidad pacata, su falta de rigor analítico y de ética periodística no me sirvió absolutamente para nada. Quizá por eso nunca le guardé rencor. El peligro de las arengas ideológicas es resultar banal. Lo interesante, señora Falcón, no era –ni es– arremeter contra unas profesionales generalmente precarias e indefensas, sino analizar sociológicamente cómo se define, constituye, comercializa, comunica, desea y consume lo que denominamos belleza. ¿Por qué nos seduce? Investigar en profundidad nuestra compleja cultura del cuerpo, la identidad y el deseo es políticamente más útil que la desautorización y la condena.
Hoy sigo creyendo en el periodismo honesto, en el debate íntegro sin enfrentamiento, en la concordia, en el juego limpio y en la claridad de pensamiento. Creo, incluso, en el feminismo y en el diálogo desde la diferencia. Llámeme ingenua.