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Columna
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Me dejaste conocerte

HAY UNA dedicatoria en mi última novela, Cuando llega la luz, que dice “A mi padre (in memoriam), por haberle prestado su corazón a Julián”. Julián es el anciano protagonista –junto con la joven Sandra– de este libro y de su predecesor, Lo que esconde tu nombre, que ya no pudiste leer porque apenas veías. Poco tiempo después nos dejaste para siempre. Pero quiero que sepas que a Julián no solo le prestaste tu corazón maltrecho, sino también tu medicación, tus camisas, tu fragilidad física y tu entereza interna, tus lentillas, las gafas de culo de vaso que usabas cuando te quitabas las lentillas por la noche, tu manía de estar siempre superafeitado. Aun en los momentos más extremos de hospitalización, lo primero que nos preguntabas era si habíamos llevado la maquinilla de afeitar. Siempre la usaste eléctrica, una Philips con muchas ruedecillas. Eras tremendamente presumido y pulcro, y te encantaba ir de compras y combinar la ropa. Uno de tus grandes descubrimientos fue Massimo Dutti. Decías que su ropa te caía como un guante. Hace ya cuatro años que nos dejaste y aún no nos hemos atrevido a deshacernos de ella. Sería como desprendernos más y más de ti sin ninguna necesidad.

La jubilación supuso una época gloriosa. Fue salir de las paredes del despacho y empezar a hacer bricolaje.

También te encantaba tu coche, la libertad que te daba ir de aquí para allá, sobre todo al jubilarte. Cuando ya no pudiste conducir, tuvimos que llevarnos tu querido Audi del garaje porque decías que “su resplandor plateado” te hacía daño. A veces involuntariamente eras poético, como a veces involuntariamente eras terriblemente gracioso. Inolvidables tus legendarias imitaciones de todo el mundo. La jubilación supuso una época gloriosa. Fue salir de las paredes del despacho y empezar a hacer bricolaje, plantar tomates en el jardín, montar en bici por el campo. Tú que eras un hombre de números, de pronto te propusiste convertirte en un manitas y colocaste todas las cerraduras de la casa al revés, por lo que nos volvíamos locos para entrar, aunque, eso sí, era prácticamente imposible que nos robaran. Me llegan al corazón las librerías y las mesas hiperartesanales que te empeñaste en construir con tus propias manos inexpertas.

Me dejaste conocerte, no mentías y te importaba un bledo no caer bien. Exhibías cierta aspereza que obligaba a la gente a querer gustarte. Tus hijos te agradecemos que pasaras de hacer las típicas tonterías patriarcales, como castigarnos. Cuando te ponías serio, todos te llamábamos don José, en plan de broma, y ahí acababa todo. Y si hubieses leído mi dedicatoria, estoy segura de que te habría emocionado, pero al mismo tiempo me habrías recriminado que Julián no fuera más joven. Seamos sinceros, nunca te gustó estar entre viejos. Lo más horripilante que podría haberte sucedido en la vida habría sido embarcarte en una excursión de la tercera edad, lo que siempre me pareció muy arrogante por tu parte. Y, sin embargo, no consentías que, salvo tus nietos, alguien desconocido te llamara “abuelo” ni que te hablara con condescendencia ni mucho menos que te besara. Preferías que te describieran como un hombre viejo. En los últimos años, aunque te asaras de calor, te vestías con camisas de manga larga para que no se te viera la delgadez de los brazos. Te asqueaba dar pena. Por eso Julián te debe tu corazón maltrecho, pero lleno de vida y mala leche contra la impostura y la blandenguería.

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