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Ana Jessen, la sanadora de libros

Sofía Moro

MIRA, ¿lo ves?”. Ana Jessen señala con el índice un diminuto punto negro apenas visible entre la costura de dos páginas de un libro. “Es un huevo. Y si no se quitara, el bicho en el que se convertiría devoraría el papel”. Podría ser un pececillo de plata o una cucaracha, los más comunes. Apenas unos milímetros de vida que terminarían con la existencia de un ejemplar del siglo XVI, una preciosa Biblia hebrea de 1528 que Jessen (Madrid, 1955) sostiene en sus manos y a la que hace un somero chequeo: “Portada renacentista sobre tabla. No hay que desmontarlo. Solo limpiar, injertar piel y restaurar los broches que cierran el libro”. Proviene del monasterio de Leyre, en Navarra, que, además de la sepultura de los primeros monarcas del reino de Pamplona, acoge una biblioteca ahora en reconstrucción. Es el último proyecto de esta restauradora, una sanadora de libros dedicada desde hace años a buscar mecenazgo para curar los males de los códices. “Los peores”, comenta, “los insectos y roedores, y el mal uso”.

Este, como el resto de los trabajos que tiene en marcha, es un proyecto llave en mano: se pone en contacto con las bibliotecas y, obtenido el permiso, busca financiación por un monto global que incluye su trabajo, los materiales, los seguros y los impuestos. Así, ha conseguido ya 480.000 euros de fundaciones y Administraciones, y ha devuelto la vida, entre otros, a más de 400 libros de la biblioteca de San Millán de la Cogolla, cuna del castellano.

“Allí empezó esta historia”, dice Ana Jessen en su taller madrileño. Habla sentada en su mesa de trabajo mientras con un bisturí rasca sin parar (“chifla”, en su jerga técnica) la mugrienta piel de una cubierta. “Preparo los bordes para hacer un injerto”, dice sin levantar la vista. “Yo era restauradora de la Biblioteca Nacional y fui a visitar el monasterio de Yuso con unos amigos. Me llamó la atención el estado de deterioro que tenían los libros. Me reuní con los agustinos recoletos que dirigen la biblioteca, me puse a buscar fondos y los conseguí pronto. Entonces [2001] eran muy buenos tiempos y no había crisis”. A restaurar los libros de San Millán han contribuido cinco instituciones, entre ellas las fundaciones más importantes. Es su proyecto más antiguo, y el más grande. Y, como el resto, aún está en marcha. “En San Millán”, dice, “hay 10.000 volúmenes”.

Material de trabajo y detalle de una de las minuciosas operaciones de restauración. / SOFÍA MORO

Los libros llegan a su taller en transportes especializados en obras de arte. Previamente se han asegurado y ella misma los ha envuelto en papel de seda y burbujas. Lo primero que hace al recibirlos es observarlos página a página y anotar sus males. Según sean estos, así serán los remedios. El que tiene delante deja ver sin ningún pudor sus más de 400 años. Es una piltrafa cuyas tapas necesitan un nuevo cartón neutro, sin acidez; restaurar la cubierta, coser los nervios vistos con cordel o piel de zumaque (piel de cabra de color natural); poner los tiros, que son papeles-barrera contra hongos que sirven también como contrapeso de la cubierta para que el libro no se quede abierto, y, por último, rematar la decoración perdida.

Ha vuelto a rascar la mugrienta piel. Solo se detiene de vez en cuando para frotar el bisturí con un afilador de viejo barbero –“lo prefiero a la piedra”– o mostrar alguno de sus trabajos. “Este es una joya, aunque no es muy antiguo, de la primera mitad del XVIII. Es de la Universidad de Cádiz. Y mira este otro: estaba tan deformado que el lomo, en vez de cóncavo, era convexo, así que hubo que meter cuadernillo a cuadernillo en cámaras de humectación, prensarlo y coserlo”. Una labor que puede durar hasta dos meses.

Jessen pasa la palma de la mano por las grandes hojas. En realidad, las acaricia. Las ha limpiado y remendado, y ahora las mima. Cuida su cuerpo e intenta no tocar el alma, lo que transmitieron en su día, que es lo que pretende conservar. “Siempre hay que dejar ver qué está restaurado y qué es original, y la estética de la restauración siempre tiene que ir en consonancia con el libro”. Por eso no utiliza blanqueadores de papel y rastrea los mercados de Londres y París en busca de los mejores curtidos. Y por eso también deja las anotaciones y dedicatorias que los libros tienen. “Forman parte de su historia”, dice. No recuerda ninguna que la haya sorprendido y tampoco siente especial curiosidad. “Si acaso, miro algunas de la generación del 98 o del 27 en los ejemplares de la Residencia de Estudiantes”, cuya biblioteca también contribuye a conservar. Un viaje de varios siglos para esta profesional que trabaja sola mientras escucha a Mozart y que en su mayor parte, casi el 80%, aplica sus terapias a libros que pertenecen al Patrimonio Nacional.

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