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El paseante en Bolonia

Evening Standard

Un buen amigo boloñés, Marco Veglia, defiende que su ciudad es la única en el mundo que tiene la forma de las palabras. Creo entenderle: Bolonia está hecha para discurrir bajo los pórticos, bajo las galerías de soportales. Discurrir paseando, saludando a vecinos y amigos, ojeando a los desconocidos, y discurrir en la conversación apacible o el debate vivaz. Los propietarios cedieron a los pórticos una parte de sus viviendas para que los catedráticos de la más antigua y más insigne de las universidades europeas polemizaran in utroque iure, para que Dante meditara sus mejores prosas, el estudiantillo Francesco Petrarca opinara sobre la suerte final del estudiante español que había intentado violar a la hija de un notario o Boccaccio oyera ponderar los encantos de una boloñesa más hermosa que cualquier otra mujer jamás vista…, los tres siempre a resguardo del viento, la lluvia o el bochorno.

Los 40 kilómetros de pórticos son de suyo el gran monumento de la ciudad, pero a la vez ofrecen el mejor camino para admirar los otros. Bolonia no es Florencia, donde todo se apiña en un marco reducido, sino una amplia red de maravillas. El primer itinerario obligado parte de las dos inexpugnables torres de la plaza Ravegnana (es decir, de Ravena: ¡no Rávena, por amor de Dios!), las más gigantescas de las que aún restan de entre el centenar que vinieron alzándose desde el siglo XII, y en el caso de la Garisenda, con una temible, vertiginosa inclinación.

En pocos pasos por la Via Rizzoli se llega a la Plaza Mayor, presidida por la basílica de San Petronio, patrón de la ciudad, donde Clemente VII coronó a Carlos V como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico el 24 de febrero de 1530. El portón es un digno trabajo de Jacopo della Quercia, y al lado quedan los palacios del Podestà (máxima autoridad del territorio), de Accursio y de Re Enzo, con el regalo añadido de la fuente donde (diría Rubén) navega el Neptuno de Juan de Bolonia (o sea, Boulogne).

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Los soportales y las motocicletas son distintivos de Bolonia, así como las pastelerías.   Cathrine Stukhard (Laif)

A mí a menudo me apetece contemplar el panorama desde las gradas de un bar frente por frente de la basílica y, recobradas las fuerzas, seguir a la izquierda, bien para vagar la zona del viejo mercado, bien para entrar en Santa Maria della Vita, con las estupendas esculturas de Niccolò dell’Arca que representan el planto de las santas mujeres en torno a la tumba de Cristo. A Niccolò se debe asimismo el túmulo funerario de santo Domingo de Guzmán, terminado por el joven Miguel Ángel. Pero la versión más singular de una sepultura es en Bolonia una de las siete iglesias de la basílica de Santo Stefano, toda ella diseñada arquitectónicamente según se imaginaba el sepulcro que Constantino erigió a Jesús en Jerusalén: para mí el rincón más hermoso de Bolonia, perfecto para detenerse a rezar un padrenuestro y a escuchar el silencio.

Retrocediendo hasta San Petronio, invito a seguir por su costado hacia el espléndido Archiginnasio, con su rica biblioteca y la madera y mármol bruñidísimos del escalofriante gabinete anatómico, y continuar hacia la gloriosa librería de Zanichelli, donde uno se ilusiona creyendo oír todavía las voces de Carducci, Pascoli o Pier Paolo Pasolini, para desembocar en la distinguida Via Farini y mirar de reojo a sus elegantes vecinas.

No sin cierta desazón, tomo a veces a la derecha para acercarme al Real Colegio Mayor de San Clemente de los Españoles, que desde el mismo portal del Formigine y el fresco de Annibale Carracci es todo él un delicioso paseo por otros tiempos (en más de un sentido). Constituido en fundación benéfica privada, vive, a su aire, de las rentas del copioso patrimonio que le legó su fundador en 1364, el cardenal Gil de Albornoz. Entre sus becarios han figurado no ya multitud de relevantes jurisconsultos, los famosos bolonios, sino también otro buen número de varones ilustres. Varones y solo varones, porque sus estatutos continúan vedándoselo a las mujeres. No es esta su única insuficiencia: el Real Colegio ha vivido demasiado tiempo un tanto de espaldas a la realidad cultural de la ciudad y sin asomos de promover el conocimiento de la española. Por fortuna, cambios recientes auguran nuevas orientaciones.

Bolonia, por el contrario, está más que atenta a las cosas de España y Latinoamérica: basta ver la proporción de libros de esa procedencia en los escaparates de la Feltrinelli o comprobar cómo los becarios Erasmus de vuelta en Italia han transfigurado la noche de la capital. La universidad, “Alma Mater Studiorum”, guía y decana de las europeas, no solo tiene y ha tenido siempre un excelente departamento de español, sino que ha abierto sede propia en Buenos Aires y alienta la cooperación entre las dos penínsulas: de ella ha surgido, en particular, una revista de ámbito internacional, Ecdotica, publicada conjuntamente con el Centro para la Edición de los Clásicos de la Real Academia de la Lengua Española y que desde su nacimiento contó como consejero y colaborador con el más prestigioso catedrático de la casa, el inabarcable Umberto Eco.

¿Universidad he dicho? Oficialmente sita en el Palazzo Poggi, en el 33 de la Via Zamboni, vale la pena recorrer toda la calle, atestada de estudiantes que van y vienen por las galerías e invaden los bares de la plaza de Rossini, ignorados por los zánganos o indigentes que toman el sol y acaso espulgan a un inmenso perro manso en el pórtico del soberbio Teatro Comunale. Quien no se decida a gustar las delicatessen de las instituciones y los museos universitarios hará bien en continuar un poco hacia abajo y apreciar primero los notables frescos de San Giacomo Maggiore y luego, alargándose algo, los tizianos, tintorettos o plurales carraccis de la opulenta Pinacoteca Nazionale.

El epíteto inevitable para Bolonia es “la grassa”, vale decir –exactamente– “la pingüe”. Hay quien piensa que la cocina italiana más popular en todas partes es más bien una técnica para no cocinar (incluidas las recientes y malhadadas verduras a la plancha), menos una composición que una yux­taposición. No estoy muy lejos de asentir. Con todo, verdad es que en un local como el de Anna Maria, en la Via delle Belle Arti, pero incluso en trattorie más modestas, suelen darle a la pasta una sazón y un punto óptimos. Platos ­menos folclóricos, pero no menos boloñeses, son los tortellini in brodo (mejores con ración doble de caldo) o el bollito misto (lengua y carnes variadas simplemente cocidas con alguna verdura) que sirven en el clásico restaurante Diana, en la arteria principal de la ciudad, la Via ­dell’Independenza, a tiro de piedra del Arena del Sole, el teatro bicentenario en constante renovación de espec­táculos populares.

Ojo en cambio con pedir un gin tonic sin controlar su elaboración: la regla general es que de su ingrediente básico, el hielo, pongan solo una muestra, salpicada con la única ginebra (de marca ignota) que tienen en el bar y regada con una tónica dulzona y sin fuerza.

No, olvidemos los tragos exóticos. Para despedirnos de Bolonia con un sabor castizo, mejor volvamos a la Plaza Mayor, y allí, donde se inventó, pidamos el que algunos han iden­tificado como “l’elisir d’amore” y que el vate y poeta decretaba “liquor delle virtuti”, y tomemos un chupito de Amaro Montenegro mientras dejamos caer una furtiva lágrima “por Gabriele D’Annunzio, por Gabriele D’Annunzio”.

Francisco Rico es académico de la

Lengua y uno de los mayores expertos

en la obra de Miguel de Cervantes.

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