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Las trampas de la excelencia

No importa si es hombre o mujer, tan solo que sea bueno. Esa es la respuesta estándar a por qué todavía los ámbitos de poder son mayoritariamente masculinos Pero ¿quién decide qué es bueno y qué criterios aplica?

Ashley Gilbertson

“Mujer u hombre, no importa. Solo que sea bueno”. Esta frase, en distintas variantes (apelaciones a la “calidad”, al “mérito y capacidad”, a la “excelencia”), se ha convertido en la respuesta estándar a quienes muestran su extrañeza de que, en una sociedad supuestamente igualitaria, tantos ámbitos de poder sigan siendo mayoritaria o exclusivamente masculinos. No es difícil entender por qué. Primero, porque desplaza la carga de la prueba: del “tenga la bondad de explicarme, caballero, a la vista de estos resultados, cómo han aplicado ustedes el principio de igualdad de oportunidades” al “demuéstreme usted, señora, que las candidatas tenían tanta o más calidad que los candidatos”. Segundo, porque traslada el debate del tema de la igualdad, cuantitativamente indiscutible (los números cantan), a un concepto misterioso, pero revestido de un aura sagrada, al que llamamos (como a los jefes de Estado) Excelencia. Resultado: el aludido puede lavarse las manos: “Yo solo aplico, con toda imparcialidad, el criterio de excelencia, y si el resultado es que todos son hombres…, qué le voy a hacer”.

No es tan sencillo

Pero examinemos el criterio en cuestión y veremos que las cosas no son tan sencillas. Excelencia, para empezar, ¿a juicio de quién? ¿Quién decide qué es bueno y aplicando qué criterios? Globalmente y salvo contadas excepciones, son hombres quienes tienen el poder y prefieren compartirlo con otros hombres: son sus amigos desde la juventud (el famoso old boys’ club, como se dice en inglés); tienen los mismos códigos, lenguaje, valores; se sienten cómodos unos con otros. Los hombres eligen a hombres. Pero hay que reconocerlo: las mujeres, muchas veces, también. ¿Por qué? Imaginemos, por ejemplo, a una directora literaria (yo lo he sido). Esa mujer se ha formado leyendo únicamente, en la escuela y en la Universidad, textos de hombres: está acostumbrada a su tono, a sus temas, los identifica con la buena literatura. Conoce lo bastante bien la historia para saber que escritores ninguneados en vida “resucitan” después de muertos; no así las escritoras (a las que más bien les pasa lo contrario). Sabe además, porque así es estadísticamente, que de un autor varón hablará la prensa generalista, mientras que a una autora es probable que la releguen a las revistas femeninas, y que las obras masculinas tienen más probabilidades de ser reconocidas y premiadas que las femeninas. Resumiendo, aunque nuestra directora literaria tenga poder, se mueve en un mundo donde el poder es mayoritariamente masculino: desde el director general de su propia editorial hasta los críticos, los catedráticos de Literatura, la Real Academia (en todas estas instancias, el porcentaje de mujeres es de un 15% o menos)…, y los criterios de calidad son también masculinos: así, por ejemplo, una novela de guerra será vista como más “universal” (o sea, buena) que una que hable de maternidad. No es de extrañar que nuestra directora literaria aplique los mismos criterios, si quiere tener éxito y conservar su puesto.

La riqueza de la diversidad

Pero ampliemos el foco. Hablar de “calidad”, como si se tratase de puntuación en una escala, resulta un punto de vista, bien mirado, bastante pobre: unidimensional, en blanco y negro. No tiene en cuenta la riqueza de perspectivas que solo la diversidad puede darnos. ¿Qué pensaríamos (por seguir con el ejemplo de la literatura) de un canon que solo incluyera obras francesas del siglo XVII? No dudo de que tal canon respetaría el criterio de excelencia: la literatura del Grand Siècle es muy buena; pero ¿no sería un poco estrecha la visión del mundo que obtendríamos si no conociéramos otra cosa? ¿No echaríamos de menos leer también, en sus propias palabras, a una dama japonesa medieval, a un conquistador español, a una esclava americana? Si el mismo razonamiento lo traducimos a términos políticos, contra quienes proponen un “Gobierno de los mejores” (“mejores”, repito, ¿en opinión de quién?), ¿no será preferible poder decir, como Justin Trudeau anunciando su nuevo Gobierno, paritario y con diversidad étnica: “Tengo el honor de presentarles a un Gabinete que se parece a Canadá”?

Una larga batalla

“Calidad” contra diversidad: esta es la clave de una batalla que va a ser larga. En el pasado, los hombres tenían garantizado el acceso al poder mediante un sencillo sistema de cuotas: 100% de cuota masculina en el Gobierno, la Iglesia, la Academia. Hoy las leyes exigen la aplicación de criterios objetivos (oposiciones anónimas, por ejemplo) o cuotas de entre el 40% y el 60% para cada sexo. Pero eso es solo en ciertos ámbitos. Quedan muchos, de hecho los principales (del Gobierno al Ibex 35, pasando por la composición de la Academia o a quién eligen las productoras para dirigir una película), que escapan a toda regulación, rigiéndose por criterios subjetivos. Ahí es donde el poder masculino se refugia y perpetúa… alegando siempre, claro está, que no les importa “si es hombre o si es mujer, sino si es bueno”.

Laura Freixas es escritora. Su último libro es El silencio de las madres. Y otras reflexiones sobre las mujeres en la cultura (Aresta).

elpaissemanal@elpais.es

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