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el pulso
Columna
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No somos tan diferentes

Era el vecino con una bandeja llena de pescado. Lo traía para regalárnoslo

Kirmen Uribe
Niños y adultos se relajan en una playa en Argel (Argelia) en 1999, a orillas del Mediterráneo.
Niños y adultos se relajan en una playa en Argel (Argelia) en 1999, a orillas del Mediterráneo. Raymond Depardon (Magnum)

Regalar pescado era lo habitual en los pueblos de la costa. La gente iba con un pañuelo en el bolsillo al puerto, y se lo traía a casa anudado y lleno de peces. Mi padre, que era pescador, también lo hacía. En su vida regaló pescado a mucha gente. Hace años que se jubiló y, poco tiempo después de dejar la mar, falleció. Se acabó el pescado en casa a partir de entonces. Casi nadie nos lo regalaba. Hasta que vino a vivir al piso de al lado una pareja de jóvenes argelinos a una vivienda de alquiler social. El marido trabajaba de marinero en alta mar y la mujer se quedaba en casa, sola. Las mareas eran largas, el marido podía estar fuera de casa hasta meses. Al cabo de un tiempo, la mujer se quedó embarazada.

Una noche alguien tocó el timbre de casa. Dudé por un momento en abrir la puerta o hacer caso omiso, absorto en alguna lectura. Al final, me levanté y abrí la puerta. Era el vecino con una bandeja llena de pescado. Lo traía para regalárnoslo: una merluza, cangrejos y algún que otro sargo. Todo un manjar. “Sé que habéis ayudado mucho a mi mujer durante el embarazo”, dijo. Y siguió regalándonos pescado en cada marea. La verdad, tampoco habíamos ayudado demasiado a su mujer, lo normal entre vecinos que tienen niños pequeños en casa. Ahora pienso que, más que un agradecimiento, era otro tipo de gesto. Nos estaba pidiendo que no la dejásemos sola.

La mujer del pescador argelino llevaba mal estar tantos días sola. Se la veía pasear sin compañía

Pensé en mi niñez. Cuando mi padre tocaba el timbre al llegar a casa de la mar yo corría por el pasillo para abrir la puerta. Mi padre nunca tuvo las llaves de casa. Los marinos no llevan llaves. Le gustaba tocar el timbre sonoramente, para que nos diésemos cuenta que, tras 20 días de faena, había regresado. Y con él, la alegría.

La mujer del pescador argelino llevaba mal estar tantos días sola. Se la veía pasear sin compañía, no tenía muchas amistades aquí. Faltaron unos días de casa. Volvieron con el recién nacido. Estaban contentos. Sin embargo, pronto ella se quedaría sola otra vez con el niño, ya que el marido tuvo que volver a faenar. Cuando nos la cruzábamos en el portal nos contaba que echaba mucho de menos a su madre y a su hermano. Un día desapareció con el bebé. Se cansó de estar sola. Dejó a su marido y se volvió a su tierra. El pescador vació la casa y él también se fue.

Estos días he pensado en nuestro vecino el argelino. Estos días en los que el islam parece incompatible con las ideas de Occidente. O, por lo menos, es lo que se dice. Pero, en realidad, no somos tan diferentes. Mi padre, cuando regalaba pescado, se preguntaba si alguien de los que recogían su regalo se acordaría de él cuando dejase la mar. Nunca hubiera adivinado que un joven argelino sería la persona que seguiría su tradición. Creo que este también se preguntará si alguno de nosotros se acordará ahora de él. Yo sí lo hago, y por eso escribo estas palabras.

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