_
_
_
_
_
Rayos y centellas
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los soldados discretos

Durante los años del apartheid, el escritor John Maxwell Coetzee se libró de la censura por ser demasiado inteligente

Ilustración de Pep Montserrat.
Ilustración de Pep Montserrat.

Durante los años del apartheid, el escritor John Maxwell Coetzee se libró de la censura con un argumento demoledor: era demasiado inteligente.

El informe del Gobierno sudafricano sobre uno de sus libros decía al pie de la letra:

–No hace falta prohibirlo porque sólo será leído por gente de profesión literaria. Su obra carece de atractivo popular. Es sólo para lectores sofisticados y entendidos de obras de arte. Su problema es universal y no se limita a Sudáfrica. El encuadre geográfico e histórico (de la obra) vuelve aceptable (su publicación). Sólo lo leerán los intelectuales.

El libro en cuestión era Esperando a los bárbaros, una feroz alegoría del sistema político sudafricano que, gracias a ese informe, circuló por el país libremente. Los censores tenían razón. Coetzee era inteligente.

Modiano se dedicó a escribir sobre las culpas, las individuales y las de Francia, con especial énfasis en el peso de la II Guerra Mundial

Conocí a Coetzee –Cot-zía-a se presenta él– en agosto de este año, en la feria Ulibro de Bucaramanga, Colombia. Es un setentón discreto de modales exquisitos y barba blanca perfectamente recortada. Tuvo problemas con Estados Unidos por oponerse a la guerra en Vietnam. Y logró convertirse en el sudafricano más impopular al nacionalizarse australiano. Pero en Bucaramanga, hablando de tenis y de bicicletas, parecía no haberse enfadado nunca.

Entre los actos feriales, el Nobel presentó la edición de su biblio­teca personal –editorial El Hilo de Ariadna– en entrevista con el ­laureado escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez. Coetzee resultó el entrevistado más difícil del mundo. Las preguntas más obvias le suscitaban largas disertaciones analíticas. Parecía mentira que precisamente este cortés apátrida hubiese retratado con la mayor crudeza la violencia de Sudáfrica. La desgarradora escena de la violación en Desgracia o la vulnerabilidad extrema de la Sra. Curren en La Edad de Hierro no combinaban con ese sobrio profesor. Los atroces despliegues de violencia contra los animales que pueblan sus páginas parecen productos de una cabeza más caliente.

Ese día, sin embargo, Coetzee sí demostró pasión sobre un tema: los otros escritores. Habló de Tolstói, de Flaubert, de Nathaniel ­Hawthorne, editados en su biblioteca personal. De Dostoievski, al que había reinventado como personaje en El maestro de Petersburgo. De Borges, a quien admitió admirar más que ­a García Márquez, porque había leído al colombiano después que a su maestro Faulkner.

La inteligencia que burló la censura vino de los libros. Coetzee solo contempla el mundo a través de ellos. Su mirada pone el dedo en las llagas de su país porque se ha nutrido con Heinrich von Kleist y Robert Musil. Con los mimbres de esos maestros de la ficción, él ha tejido el retrato más crítico de su realidad.

El próximo 10 de diciembre se entrega el nuevo Premio Nobel de Literatura, a Patrick Modiano, que también puede presumir de que el Estado lo ignora. La ministra de Cultura Fleur Pellerin ha admitido en televisión que no ha leído nada del premiado, y ha añadido que lleva dos años sin leer ningún libro, precisamente desde que es ministra de Cultura.

Mientras la ministra no lo leía, Modiano se dedicó a escribir sobre las culpas, las individuales y las de Francia, con especial énfasis en el peso de la II Guerra Mundial en el subconsciente francés. Sus novelas cortas y misteriosas como Barrio perdido, El horizonte o la Trilogía de la Ocupación escarban en las cosas que su país intenta olvidar pero lleva dentro, como un tumor de la memoria.

Los grandes narradores son soldados discretos, que denuncian las sombras de sus sociedades con la única arma de su inteligencia. A menudo, eso los enfrenta al poder. Pero en ciertos casos, el poder no es muy inteligente. Los Gobiernos ni se enteran de que estos escritores existen. A veces sí los leen, pero no los entienden. Y por eso les permiten convertirse en los clásicos de nuestro tiempo.

@twitroncagliolo

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_