Regeneración ‘sine die’
Si no se actúa rápido corremos el peligro de caer en la demagogia y el populismo
Como decía acertadamente Javier Tajadura en estas mismas páginas, la desafección hacia el sistema institucional se ha trocado en un amplio cuestionamiento de nuestro modelo de democracia representativa. Y en buena parte, esta crisis de legitimidad es debida al funcionamiento oligárquico de los partidos políticos, que siguen ostentando un papel hegemónico y asfixiante, diseñado en pleno posfranquismo, por razones obvias. Pero también a la creciente colonización que estos mismos partidos hacen de las instituciones. No hay más que observar los nombramientos que se han producido en algunos de los más altos órganos de la justicia ordinaria y constitucional o de otros órganos constitucionales o reguladores. Por otra parte, el carácter basal del combate contra la corrupción en la arquitectura institucional debería ser un incentivo para la articulación de instrumentos que permitan atajar eficazmente el problema. Y no lo es, como veremos. El resto lo hace la débil institucionalización de mecanismos de participación directa en nuestro sistema político: se sigue hurtando a la ciudadanía la capacidad de decidir tanto sobre cuestiones de especial trascendencia política como otras que afectan a la cotidianidad.
Por ello, si no se actúa con celeridad corremos el peligro de deslizarnos pavorosamente por el tobogán demagógico y populista, como en Francia, Italia o Grecia: se empieza por presentar la democracia como algo fallido y se acaba reclamando un poder más fuerte y centralizado si cabe, un cirujano de hierro. En cambio, parece que PP y PSOE han acordado trasladar al Parlamento el grueso de las medidas de regeneración democrática propuestas por el Gobierno, excluida la reforma de la ley electoral y la polémica elección directa de alcaldes: la reforma de la iniciativa legislativa popular, la reducción de gastos electorales o la unificación de los criterios sobre el momento del proceso penal en el que un cargo político debe abandonar sus responsabilidades públicas. Y todo ello, se dice, en aras de un mayor consenso político. Se propone postergar además la disminución del número de aforados por la aparente dificultad que ello comporta, puesto que, en algunos casos, se requieren reformas constitucionales y estatutarias, aunque no en el caso de jueces y fiscales.
Así las cosas, a un año para que finalice la legislatura, habrán quedado aprobadas la ley de transparencia y, probablemente, las leyes de control de la actividad económico-financiera de los partidos y la de regulación del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado, esta última para evitar, se supone, conflictos de intereses del estilo Arias Cañete. Y, ciertamente, la ley de transparencia viene a subsanar una injustificable carencia, pero adolece del defecto de no fundamentar su regulación en el derecho fundamental a recibir libremente información veraz, colocando su regulación en clara desventaja cuando entren en juego otros derechos, en este caso fundamentales, como el de protección de los datos personales. Además, subsisten elementos opacos que impedirán hacer un seguimiento exhaustivo de la labor de los decisores públicos. Asimismo, la ley abusa del silencio negativo, con lo que se corre el peligro de que las solicitudes de información sean rechazadas de plano y sin razón aparente.
Por otra parte, con el proyecto de ley orgánica de control de la actividad económica-financiera de los partidos políticos se propone prohibir las donaciones de personas jurídicas, pero continúa sin prohibirse que las entidades instrumentales vinculadas a ellos (fundaciones o asociaciones) lo hagan, directa o indirectamente, incluso en el caso de empresas privadas que, mediante contrato vigente, presten servicios o realicen obras para las Administraciones públicas. Y, aunque se introduce un procedimiento para que los partidos puedan rechazar las donaciones ilegales o dudosas, no se establece responsabilidad alguna en caso de donaciones anónimas. Por lo demás, las reformas del Tribunal de Cuentas que incorpora el proyecto no aseguran en absoluto su plena despolitización.
Por lo que respecta al proyecto sobre el ejercicio de alto cargo de la Administración, dentro de la exhaustividad que lo distingue, no se precisa el órgano responsable, en cada caso, de la verificación de la “idoneidad” de las personas candidatas a alto cargo, ni el alcance de la sospechosa expresión “persona interpuesta”. Además, se echa en falta una mayor armonización de la declaración de bienes y derechos del alto cargo prevista con la actualmente vigente Ley 5/2006. Asimismo, en lo referente a la Oficina de Conflictos de Intereses, convendría consolidar determinados aspectos del régimen y el procedimiento sancionador con las previsiones de las vigentes Leyes 19/2013 y 5/2006.
A lado de esto, claro está, quedarán en el tintero otras medidas anunciadas que afectan a la tipificación penal y a los aspectos procesales de los delitos de corrupción. Además de que, dejando de lado que el alcance de estas reformas es calculadamente ambiguo y escaso en muchos casos, se descarta toda reforma constitucional, operación imprescindible, por ejemplo, para acometer una reforma sustantiva de los indeseables aforamientos. Y, aunque el criterio recalcitrante del Gobierno respecto a la intangibilidad de la Constitución pueda derivarse de otros conocidos asuntos de la actual coyuntura política, lo cierto es que pone de manifiesto límites injustificados a su cacareado compromiso con la regeneración democrática.
Joan Ridao Martín es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.
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