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EL PULSO
Columna
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El Tour del Porvenir

Nuestro amigo Rudi, que a sus 78 años, con su pelo blanco, corto y tupido como plumón, venía en una bicicleta de su sobrino

Atravesaba los campos como un proyectil. Bajaba a toda velocidad por el sendero de arena y piedrecillas. Pronto, desde nuestro observatorio en lo alto, pudimos ver quién era. Nuestro amigo Rudi, que a sus 78 años, con su pelo blanco, corto y tupido como plumón, y su metro ochenta y dos de estatura, algo menguada ya por la vida, venía en una bicicleta de su sobrino, sin frenos, sin sillín. Traía, entre los dientes, un ramo de crocosmias que iluminaban el verde de los prados con el naranja de sus tépalos que huelen a azafrán, emitiendo señales intermitentes. Como luciérnagas buscando pareja.

Trepó el promontorio, un antiguo nido de gaviotas en el que él mismo construyó el torreón que nos sirve de morada, subiendo los altos escalones de piedra al borde del precipicio tal y como había venido desde su casa, al otro lado del pueblo, entre las cuevas que horadan la zona. A lo bestia, de dos en dos. Con sus botas del 45 y las flores en una de sus manazas, fuertes, ásperas, tostadas por el sol de tanto trabajar al aire libre. Apareció en la terraza justo a tiempo de ver cómo se hundía el sol en el horizonte, desapareciendo en el mar. Como si tuviera 19 años. No le gusta perderse ni una sola puesta de sol.

Sonrió, me dio las flores y me estampó dos besos, levantando las manos enormes con cuidado, como quien teme dejar a una mariposa sin el polvo que la ayuda a volar. Y, sin dejar de sonreír, se bebió una lata de cerveza, como siempre, sin vaso. Después de cenar y charlar unas cuantas horas bajo las estrellas, regresó a su casa en la bicicleta canija, sin frenos, sin sillín, sin luces. Sin luna. Con una linterna encendida en la boca. Cuesta arriba, alumbrando los campos y el bosque.

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