Fallece Raymond Nakachian, el padre de la niña Melodie
En los ochenta, Nakachian y su esposa, la cantante coreana Kimera, vieron su casa invadida de policías y reporteros tras el secuestro de la pequeña en la Costa del Sol
Su rostro descompuesto, su gesto airado y su mirada azul petrificada ocuparon las primeras páginas de los diarios un día de noviembre de 1987. Han pasado casi 27 años de esa imagen en la que Raymond Nakachian, un empresario libanés afincado en la Costa del Sol española, dejaba traslucir ante decenas de periodistas su desesperación por el secuestro de su hija Melodie, una niña de solo cinco años. Ayer, Nakachian murió a sus 82 años, en Estepona (Málaga).
Nadie, excepto los asiduos a las fiestas sociales de Marbella, sabía quién era Raymond Nakachian cuando el 9 de noviembre de 1987 fue secuestrada su hija al salir de su fastuosa mansión para ser trasladada en coche al colegio. Unos hombres armados se la llevaron y desde el primer momento quedó claro que el objetivo del rapto era sacar el dinero a su padre, del que sus vecinos solo conocían que era un empresario de origen libanés.
Los secuestradores, una peligrosa banda de hampones franceses, exigían un rescate de 16 millones de dólares. El caso hizo que se encendieran todas las alarmas de la sociedad al poner al descubierto que la Costa del Sol se había convertido en un cálido nido de mafiosos, narcotraficantes y delincuentes internacionales.
Nakachian y su esposa, la exótica cantante coreana Kimera, vieron su casa invadida de policías y reporteros. En el curso de las negociaciones secretas, los padres de Melodie recibieron un día un extraño paquete que era la “prueba de vida” enviada por los secuestradores para demostrar que tenían a la pequeña en su poder. Era una coleta de la niña y una cinta magnetofónica con su voz.
Ante el estupor de los periodistas que hacían guardia ante su chalé, Nakachian salió a la calle, desquiciado, fuera de sí. Blandiendo en una mano el mechón de cabello, espetó: “Son personas completamente locas. No son humanos. Son animales. ¿Cómo es posible que gente que tiene madre, hermanas o hijas pueda hacer eso a una niña de cinco años? ¿Qué les ha hecho ella? Que me ataquen a mí si son hombres”.
Durante los 10 días que duró el secuestro, la policía logró reunir pistas hasta dar con el paradero de Melodie, que fue rescatada por un comando de los GEO cuando estaba encerrada en un apartamento de Torreguadiaro, en San Roque (Cádiz).
En aquella época, mientras el secuestro, la vida de Nakachian aparecía desdibujada. Solo se sabía que había nacido en Beirut y que muy joven se había ido a Reino Unido para estudiar. Pero, a partir de ahí, su rastro era más difuso. Se decía que había sido portero de discoteca y yudoca y que luego se granjeó la amistad y la protección de un rico inglés de vida misteriosa.
La prensa británica sostenía que había tenido un club en el Soho londinense y que después, sin saberse bien cómo, se había enriquecido haciendo negocios en Arabia Saudí gracias a sus buenas relaciones con la familia real de ese país. Petróleo, cemento, acero… Comerciaba con todo.
El paso del tiempo ensombreció la existencia de los Nakachian, de los que solo volvía a acordarse la prensa coincidiendo con un nuevo secuestro o un nuevo episodio criminal en la Costa del Sol. Pero sí transcendió que Raymond había tenido un tropiezo con la justicia en 2007, cuando la policía de Marruecos lo detuvo y lo mandó a prisión por existir contra él una denuncia en Arabia Saudí. El proceso no se sustanció y quedó libre al cabo de tres meses.
Mientras tanto, Melodie, la niña secuestrada, se había hecho mujer y se había trasladado a Estados Unidos, tras haber estudiado en la Saint Louis University de Madrid y licenciarse en Psicología y Meteorología en Denver (Colorado).
En agosto de 2011, el empresario concedió una entrevista a la revista Vanity Fair en la que se confesaba arruinado por unas inversiones inmobiliarias frustradas en la Costa del Sol. Decía que adeudaba 2,5 millones a los bancos. Pese a su angustia, aseguraba: “Toda mi vida he hecho cosas grandes con éxito. Lo volveré a conseguir. Voy a volver al trabajo. Tengo que salir como sea de esta mierda”. En la madrugada del lunes pasado, sus intensos ojos azules se apagaron para siempre a causa de una enfermedad que le diagnosticaron hace unos meses.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.