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EL PULSO
Columna
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Póngame un chato de Ningxia

Somos un poco más chinos cada mañana Sus industrias, sus ejércitos, sus dineros, sus productos crecen cada día En 2013, la República Popular China se convirtió en el mayor mercado mundial del vino tinto

Martín Caparrós

Seremos chinos. Nos hacemos los suecos porque quizá tengamos la suerte de morirnos antes, pero el mundo avanza sin pausa hacia la sinización –y que la palabrita empiece con sini es el signo de un sino siniestro.

Seremos chinos: lo somos un poco más cada mañana. Sus industrias crecen, sus ejércitos crecen, sus dineros crecen sin tasa. Sus productos invaden el mundo; los productos del mundo mueren por invadirlos. Las compras chinas –soja, minerales, máquinas, petróleo– cambiaron las economías de muchos países; nadie imaginó que cambiarían, también, uno de los comercios más occidentales y cristianos. En 2013, la República Popular China se convirtió en el mayor mercado mundial del vino tinto.

Para eso tuvieron que beber –comprarse, por lo menos– en esos 12 meses 1.860 millones de botellas. Parece inmenso; en un país con 1.370 millones de habitantes, es poco más de una botella por año y por persona. En realidad, hay cientos de millones de chinos que no vieron un vaso de vino en su vida. Para los que sí, el vino se convirtió en un objeto aspiracional: un modo de proclamar que son lo que –les dicen que– hay que ser.

Lo propio de los nuevos ricos es mostrar que son ricos. Y la forma más fácil de mostrarlo es haciendo lo que el resto no puede: tomar vino, algo que a los chinos nunca se les había ocurrido, es una forma clara y, al tiempo, accesible. Hay que ser nuevo muy rico para comprarse un Ferrari; alcanza con ser nuevo bastante rico –o tener una buena cuenta de gastos, de la compañía o del partido– para presumir frente a una botella de Château Lafitte: todo está en hacerlo en un entorno que sepa distinguir ese vino de 500 o 1.000 o 2.000 euros la botella de tantos que cuestan 20 o 30. Pero también estos significan algo.

La condición es que sean tintos. El rojo es el color más chino: el color del país, el color del partido, el color del poder, el color de la suerte; beber rojo es beberse todo eso. Por eso, por ahora, el vino blanco no tiene mucho impacto: el blanco en chino es el color del duelo –y quién quiere apurar ese mal trago.

(Lo cual permite que EE UU todavía sea el primer consumidor mundial de vino en general, seguido por Francia, Italia, Alemania, China, Reino Unido, Rusia, España, Argentina, Australia –en ese orden).

En cualquier caso, el vino ha pasado a ser una presencia en China. Jerarcas y burócratas están cuidando más las formas –hay malestar y campañas contra sus corruptelas–, pero los nuevos yuppies toman el relevo: buscan maneras de mostrar su diferencia, y les salen muy occidentales. Ahora muchos chinos toman café, veneran las hamburguesas y las pizzas, beben vino.

Que sigue siendo, en general, importado. Pero los nuevos mandarines no solo compran vino hecho; han empezado a hacerse con más y más viñedos en los terruños franceses elegantes. En Burdeos ya son el segundo grupo de inversores extranjeros: no solo adquieren la posibilidad de hacer esos vinos sino, sobre todo, la de desentrañar cómo se hacen. Los viñateros europeos arden por venderles todo lo posible aquí y ahora: saben que, en pocos años, los chinos harán sus propios caldos. Ya empezaron; todavía les salen, por fortuna, levemente infumables –pero, eso sí, rojos muy rojos.

Seremos chinos. Terminaremos de reconocerlo cuando, cautivos y desarmados, nos bebamos un chato de Ningxia –y creamos que es bueno.

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