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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Espejos

Tal vez usted sea uno de esos tipos que cuando se miran al espejo colocan la punta de la lengua sobre el labio superior mientras se atusan el pelo. No le gusta reconocerlo y se molesta si alguien se lo advierte, sobre todo si es ella, con sus bromitas de colegio de monjas. Pero, a pesar de sentirse ridículo, pillado como de niño mirando una revista porno, se lo toma bien y saca su vis cómica: ¿no dicen que hay que aprender a reírse de uno mismo?

Su furtiva relación con los espejos no acaba ahí. En el gimnasio, sin sentirse dueño de sus actos, más de una vez se topa con su imagen levantando unas pesas de cuarenta kilos, postureando, la papada en alerta, el pecho hinchado. Lo advierte y se dice a sí mismo: “Menuda mariconada”. Pero el espejo tiene imán y la vista se le va, igual que hacia un escote. Cree que disimula bien en el vagón de metro, cuando esquiva las cabezas de los pasajeros en busca de un hueco para pasar revista y comprobar cómo le queda el cuello de la camisa. Con los años, se ha acostumbrado a vestir siempre igual para no sentirse torpe, aunque ha acabado por creer que no hay mejor forma de hacerse visible que pretender ser invisible.

No se ha permitido pensar si le gusta mirarse, y eso que cuando está solo en casa o en un hotel anda en bolas y se pellizca la grasa como tantas veces le ha visto hacer a ella, con el índice y el pulgar: “Mira, mira”, dice lacónica. Usted sabe que lo imperfecto es morboso y lo perfecto, aburrido. Pero eso de compensar los defectos propios con un agudo sentido del humor le resulta otro bodrio de la psicología de masas. Abomina esas teorías como el síndrome de Napoleón, que, en definitiva, es una formulación pretenciosa del “pequeños pero matones”. Y más cuando está comprobado que de un hombre cotiza más el atractivo que la belleza. O el bolsillo. Está harto de ver a tipos nauseabundos con mujeres hermosas, y a chicos guapos con mujeres horrendas, aunque bien se cuida de no juzgar: “Vete a saber, no siempre es tan sencillo”.

Pero lo importante es usted y su relación con el espejo esos días en que no acierta a encontrar su perfil, ni una pista para reconocer al muchacho que deseaba conducir un tren a medianoche; el que sentía que todo era posible, incluso susurrarle a las ballenas. ¿Qué pasó? ¿Cuándo se torció todo? Muchos le dicen que es un tipo con suerte, cuando secretamente usted se siente un impostor. Una mentira andante, un espejismo de lo que los demás creen que es. A veces llega a pensar que algún día quedará al descubierto que es un fraude, un incompetente. Pero hasta que nadie levante la liebre, ha decidido que callará. Y seguirá observándose de reojo en cualquier espejo.

Si todo eso le sucediera a usted, amable lector, sepa que lo único que le diferencia de las mujeres es que nosotras en lugar de lamernos el labio superior con la punta de la lengua ponemos morritos.

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