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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Todas esas víctimas calladas

Rosa Montero

El otro día vi un interesante documental de televisión sobre un conocido impostor, Frédéric Bourdin, El Camaleón, un francés nacido en 1974 que dice haber asumido 500 identidades falsas a lo largo de su vida y que alcanzó la celebridad porque se hizo pasar una y otra vez por diversos niños desaparecidos. Lo más chocante es que Bourdin, claro está, iba envejeciendo, de manera que fingía ser un adolescente cuando en realidad era mucho mayor. En su caso más sonado se hizo pasar por un chico norteamericano de 16 años, aunque él ya había cumplido los 23. Y lo hizo con éxito, o al menos con relativo éxito, porque engañó a la gente durante cierto tiempo. Al final, sin embargo, siempre le pillaban; en Estados Unidos le metieron en prisión durante seis años, una pena desmesurada y brutal para alguien que, como Frédéric, es evidentemente una persona con problemas emocionales y psíquicos, un peter pan incapaz de crecer que, pese a su paso por la cárcel, no cejó en su obsesión y siguió haciéndose pasar por otros chavales (volvió a ser detenido, juzgado y condenado, esta vez en Francia y sólo a cuatro meses de cárcel). Hace un par de años incluso se hizo una película con su historia.

Siempre me han fascinado los impostores, esa compulsión por ser otro, esa identidad líquida y mudable, capaz de adaptarse a cualquier cosa. En el documental, Bourdin inquietaba. No era del todo simpático; te conmovía su necesidad de reconocimiento y de afecto, pero había algo flagrantemente narcisista en él, un exhibicionismo un poco rechinante, un placer en el síntoma como a veces muestran los anoréxicos crónicos: te compadeces de ellos y al mismo tiempo te irrita su obsesión, tan egoísta y ciega a cualquier otra cosa. Pero, en cualquier caso, no era de Bourdin de quien quería hablar en este ar­tícu­lo, sino de un modesto letrerito que aparecía en pantalla al final del programa de televisión. Y el letrero tan sólo decía: Frédéric Bourdin se casó y tiene tres hijos.

Siempre he echado de menos una sensibilidad social para hablar de la violencia contra los niños

Una escueta información que me impactó.

Googleé Bourdin y, en efecto, comprobé que se había casado con una francesa en 2007, tenía tres hijos y vivía cerca de Le Mans (Francia). Verán, creo que Frédéric El Camaleón puede ser el mejor padre del mundo; quizá sepa dar a sus hijos todo el amor que a él no le dieron. Pero lo que no pude evitar pensar, una vez más, fue: con qué facilidad se tienen hijos; con qué increíble ligereza permite la sociedad que cualquier padre, cualquier madre, tenga niños pequeños en su poder. En ese poder absoluto que la paternidad otorga, en la oscuridad impenetrable de la vida privada, del hogar. Un ámbito cerrado en donde puede suceder cualquier cosa. Hablamos mucho de la violencia de género contra las mujeres, y con razón. Pero siempre he echado de menos una sensibilidad social equiparable para hablar de los grupos más desprotegidos: de la violencia contra los ancianos y, sobre todo, contra los niños.

Qué indefensión absoluta la de un niño frente a sus padres: cuando son muy pequeños, ni siquiera saben que el mundo no es así y en este así podemos imaginar todos los infiernos que atraviesan demasiados críos de este planeta. Golpes, maltrato psicológico, a veces directamente torturas, abusos sexuales o incluso la muerte, como sucedió con el horripilante caso de José Bretón, ese monstruo que asesinó y quemó a sus hijos de seis y dos años, o como tal vez haya ocurrido con esa niña gallega, la pobre Asunta, quién sabe si envenenada por sus padres (cuando escribo este artículo, que tarda un par de semanas en imprimirse, esta escalofriante historia aún está sumida en la confusión).

Demasiadas veces los progenitores feroces y abusivos son personas aparentemente normalísimas, ricas, asentadas socialmente y exitosas, como Bretón o como serían los padres de Asunta si se demuestra su culpabilidad. De modo que soy sincera cuando digo que, paradójicamente, tal vez Bourdin sea un padre maravilloso. Pero esa frase final del documental me hizo pensar una vez más en la incoherencia de nuestra sociedad. Necesitamos hacer test psicotécnicos para sacar el carnet de conducir, y también, como es lógico, para adquirir un arma. Pero, ¿para tener hijos no se pide nada? ¿Para esa responsabilidad tan colosal, para dejar a una criatura totalmente indefensa sometida a lo que puede ser el horror más completo, no hay que hacer ni una prueba? Todos esos combatientes antiabortistas tan activos deberían trasladar sus energías en defender a los niños, en vez de a los fetos. Que no sacralicen tanto a la familia, que puede ser estupenda, desde luego, pero que también puede ser un entorno peor que Auschwitz. Algo habría que hacer para defender a los críos. Todas esas víctimas calladas @BrunaHusky

Twitter: @BrunaHusky

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