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ARQUITECTURA

Marsella, una ciudad de estreno

Cruce de caminos y culturas. Puerta de África en Europa. Conflictiva, caótica y tranquila a la vez. Pero también capital europea de la cultura con un nuevo perfil arquitectónico que ha cambiado para siempre su fisonomía

Anatxu Zabalbeascoa
Panorámica de la ciudad de Marsella.
Panorámica de la ciudad de Marsella.LISA RICCIOTTI

“Bajad a la capital”, reza irónico el cartel que anuncia la capitalidad europea de la cultura en Marsella. Como vaticinó Alejandro Dumas, la ciudad más antigua de Francia parece querer ser, finalmente, una urbe que rejuvenece a medida que envejece. Lleva años embalsamada, caótica y tranquila a la vez, como reticente a recurrir a la cirugía plástica del urbanismo por una mezcla de pereza y miedo a salir deformada por el exceso de bótox arquitectónico. Habitada por una población que proviene de Italia en más de un 30% y de África en un 25%, Marsella respira mezcla y convivencia. Esto es, la variedad y el caos que se organizan cuando se juntan ciudadanos con costumbres muy distintas. Aquí se habla de una futura primera ciudad europea con mayoría de habitantes de origen musulmán. Pero hace décadas que este lugar con fama de rebelde apenas altera su paisaje. Este año, sin embargo, hay novedades. Nuevos edificios anuncian la capitalidad cultural 2013 –que comparte con la Provenza–, y esos inmuebles hablan más de identidad, recuperación urbana y ciudadanía que de fuegos de artificio.

La fama de rebelde y contestataria le viene de lejos. De Marsella partieron hacia París, poco antes de la revolución de 1789, tropas de sans culottes para luchar contra el Imperio Austriaco. Fueron los cánticos de esos tenderos, campesinos, artesanos y sirvientes los que dieron nombre a lo que hoy es el himno nacional de Francia, un canto violento conocido mundialmente como La Marsellesa. Aquella furia es hoy parte del mito en esta ciudad del Mediterráneo, legendaria puerta de África en Europa, que trata de abrirse al mundo sin que las bisagras chirríen. Como prueba, en el barrio portuario de La Joliette, un edificio alargado –que en 1948 se estrenó como ambulatorio para duchar, examinar y hacer pasar la cuarentena a los inmigrantes que desembarcaban cerca del Vieux-Port– ha sido transformado en la Fundación Regards de Provence, un centro documental que busca mantener viva la historia de la ciudad.

Desplegada en 57 kilómetros de costa mediterránea y envuelta en playas, Marsella no está densamente poblada. Pero el tráfico y el ruido podrían dar esa impresión equivocada. La ciudad de Zinedine Zidane ocupa casi el doble que París. Sin embargo, poblada por apenas 900.000 marselleses, la capital multiplica por siete su número de habitantes por kilómetro cuadrado. En el corazón urbano, en torno al antiguo puerto griego, la gentrificación ha reducido la población básicamente a dos grupos: los que toman té con hierbabuena y los bobos, los bohemian bourgeois, que han apostado por vivir en el barrio de Le Panier, donde todavía se vende jabón de Marsella sin envolver. Así, aunque la mayoría de los disturbios raciales tiene por escenario el extrarradio, si va a haber sitio para todos, también aquí habrá que apretarse. El alcalde, Jean-Claude Gaudin, ha contado que, encajados entre el mar y el monte, hace años que se apiñan. La trama urbana lo requiere: es raro que un inmueble del centro supere las siete plantas.

“Hacía 60 años que en Marsella no se levantaban edificios singulares”, explica el arquitecto Emmanuelle Caille, director de la revista D’Architectures. Caille cuenta que, tras la Segunda Guerra Mundial, muchos inmigrantes llegaron al casco urbano, pero se construyó poco más que un gran centro comercial. Por eso le sorprenden los cambios del último lustro: un rascacielos de Zaha Hadid, una Villa Méditerranée que parece brotar del mar o un edificio envuelto en greca metálica de Rudy Ricciotti, un arquitecto local que aspira a universal con fama de reivindicativo y epicúreo a la vez.

Hacía 60 años que no se construían aquí edificios singulares”

Desde que la fundaran los focenses del golfo de Esmirna 600 años antes de Cristo, Marsella ha vivido, vive, abrazada al puerto, el Vieux-Port. Tejida con el aire noble del XIX, a base de avenidas haussmannianas que recuerdan a un París reducido y descuidado, está también llena de edificios de color ocre con contraventanas verdes que, en el barrio de Le Panier, evocan a las ciudades italianas del Mediterráneo. Estrechamente ligada a ese puerto que durante el siglo XX se multiplicó por tres, es lógico que su transformación empiece entre dársenas.

A las nueve de la mañana hace frío, pero los pescadores anuncian la merluza al corte en primera fila, junto a los barcos. El puerto es el de siempre, pero parece otro. Los marselleses han ocupado el espacio que antaño invadían sus coches. La peatonalización del puerto ha sido apoyada por casi todos los ciudadanos, los mismos que conducen los coches. Tal vez por eso, el paisajista parisiense que ha firmado esta obra, Michel Desvignes, comenta que su intervención está “hecha a mano y es para siempre”. La reconquista de Desvignes es lo contrario de la arquitectura espectáculo. Y este ejercicio de limpieza lo ha coronado Norman Foster con una pérgola high tech demasiado exquisita para un lugar donde el pescado se toca con las manos. Así, en el punto más emblemático de la ciudad, en el Vieux-Port, se dan la mano dos intervenciones contrapuestas. Desvignes es todo lo contrario a Foster. “Buscábamos llegar para quedarnos. Y apostamos por una arquitectura hecha a mano, de piedras en lugar de asfalto”, cuenta. E insiste, tocando uno de los adoquines: “A mano se pusieron”, como los romanos hacían sus calzadas. Es difícil saber si los olores son cultura, pero en la nueva capital cultural europea, el puerto vuelve a oler a mar.

Marsella está llena de gente que uno no entiende, a primera vista, qué hace por la calle. No van a ningún sitio. Simplemente están allí. Eso mismo sucede con las calles. No las organiza una retícula. El barrio antiguo de Le Panier, en torno al puerto, es un lugar decadente; es decir, con pasado. Aquí hay gente con el día por delante. Se palpa el tiempo libre de los obreros, que es muy distinto del de los burgueses, más alejados del agua. El agua, la orilla y, sobre todo, las playas son el lugar por donde respira Marsella. Allí es posible la convivencia en biquini de ciudadanos que se desvisten de parte de su identidad para meterse en el agua bajo la democracia del sol que tanto fascinaba a Albert Camus, otro pied-noir.

La imperfección es el denominador común en esta ciudad. La arquitectura se beneficia de ese guiso con edificios esforzados, estrechos, y calles de recorridos inciertos que, como en Cádiz, descubren el mar al final del asfalto. El contexto es tan variopinto que parece capaz de absorberlo todo. Esa podría ser la mejor cualidad de esta urbe: tiene espacio, tiene sol y no tiene prisa. Es la segunda ciudad de Francia y no parece tener ningunas ganas de luchar por el primer puesto.

En la topografía marsellesa, o en el antiguo puerto industrial, ubicó Robert Guédiguian los escenarios de sus películas Marius y Jeanette y, más recientemente, Las nieves del Kilimanjaro. En esta última, uno de los protagonistas vive en un desolador bloque de pisos en el extrarradio. Son muchas las torres de apartamentos que salpican, como granos muy visibles, el paisaje urbano de la ciudad. Esa invasión en una urbe no muy densamente poblada delata el triunfo de los epígonos arquitectónicos dando la mano a la especulación. Sobre todo porque el magnífico bloque de pisos L’Unité d’Habitation,que levantó Le Corbusier en 1952, sigue siendo modélico, un lugar privilegiado para vivir, con sol y sombra, una calle comercial en la planta central, una guardería y una gran zona de recreo con piscina para los niños en la azotea. El mirador es un salón para quienes habitan los apartamentos, pero también un jardín abierto a los visitantes. Nadie nos ha prohibido subir. Todo lo contrario, el conserje invita a hacerlo.

Como Guédiguian, otro de los hijos insignes de la villa es el polémico arquitecto Rudy Ricciotti (1952). Nacido en Argel, pero educado en Marsella, es autor del Musée des Civilisations de l’Europe et de la Méditerranée (Mucem),el plato principal de la transformación que acompaña la capitalidad cultural. El de Ricciotti será el primer museo nacional alejado de la centralista París. Se acaba de inaugurar, pero lleva ya meses cubierto por un velo metálico horadado que en el futuro lo protegerá del sol y hoy lo ha convertido en un edificio misterioso. Y fotogénico.

La vista del puerto pacifica cualquier problema”

Zaha Hadid

Caballero de la legión de honor con oficinas en Seúl y despacho en el puerto pesquero de Bandol, cerca de Marsella, Ricciotti ha conseguido desbancar a Jean Nouvel en el campeonato de arquitectos carismáticos, apostando por la simpatía y la cercanía frente al glamour y la sofisticación distante del parisiense. Ricciotti es demasiado listo para ser cool. Da la mano a cada uno de los 20 periodistas congregados frente a su edificio. Y sonríe. Radical y manierista, se define por oposición: “Contrario a la modernidad y dispuesto a luchar contra el imperialismo cultural”. Vestido con un jersey azul de marinero y unos impecables zapatos de piel negra, no es, ciertamente, un hombre uniformado. Aunque podría llegar a serlo en su afán por evitar el estereotipo de sus colegas. Tiene fama de locuaz, de comprometido y de rojo. Aunque… nadie que construya con los presupuestos que él maneja (160 millones de euros ha costado el Mucem) puede estar, ni siquiera un poco, enemistado con el poder.

Además de la pieza estrella de Ricciotti, algunos de los cambios ya han empezado a transformar el skyline de la ciudad. Por el Oeste asoma el rascacielos azulado de la naviera CMA CGM que Zaha Hadid ha concluido ya en el puerto industrial, muy cerca de los cinco kilómetros que está transformando el proyecto de La Cité de la Méditerranée, en el que el Ayuntamiento ha invertido 240 millones de euros (el 40% del coste total del proyecto). Entre todas las obras que revolucionan ese puerto, la torre de 147 metros de altura proyectada por Hadid es el primer edificio que le ha plantado cara a la Bonne Mère, la virgen dorada que corona Notre-Dame-de-la-Garde, sobre la colina que durante siglos ha vigilado la ciudad. Así, también visible desde casi toda Marsella, el nuevo rascacielos es un volumen roto, con una doble piel de vidrio que actúa como pantalla solar y que, al llegar a la cima, se separa en dos desplegando la fluidez que caracteriza la arquitectura de la iraquí. A Hadid le gusta Marsella. Dice que el contexto ruidoso y deslavazado de la zona es, en realidad, “rico”. Y añade que “en las alturas, las vistas sobre la bahía y el puerto pacifican cualquier problema”. El edificio de Hadid no repara en la antigua fábrica de tabaco La Friche, en el barrio obrero de Belle de Mai. Sin embargo, desde la azotea de esa factoría convertida en centro de arte experimental sí se ve la nueva torre del puerto.

El circuito experimental es el plato fuerte de esta ciudad convertida en laboratorio creativo. Eso busca ser La Friche, que ha bendecido una iniciativa vecinal. Los ciudadanos se movilizaron para salvar la antigua fábrica. También apoyaron la peatonalización del puerto. Ese peso cívico convierte los cambios de Marsella en un caldo de cultivo para la convivencia tan real como las playas cuando llega el verano. Más allá de la reivindicación mediterránea, en boca de todos los políticos, la idea que hay detrás de la transformación de esta urbe es agarrarse al turismo cultural.

El proyecto de Kengo Kuma para el Fonds Régional d’Art Contemporain (FRAC), en la Rue Vincent Leblanc, recuerda más a un diente de oro que a un implante dental. Puestos a no asimilar su edificio al marco urbano, el japonés le ha roto la fachada en mil pedazos de vidrio. Así, desde fuera llama la atención, casi molesta. Pero dentro desaparecen los juegos de op art y aparece un espacio inesperado en una esquina que se intuía mucho más estrecha.

También la Villa Méditerranée que el italiano Stefano Boeri ha levantado entre el puerto viejo y el de La Joliette resulta extraña. Es un edificio contenido que decide llamar la atención. Eso cuesta entenderlo. Parece una pérgola al pie de la catedral neobizantina de La Major, pero marca el umbral a la nueva zona de negocios, la más transformada de la ciudad, donde destaca la torre de Hadid. En la visera de la Villa Méditerranée, 40 metros sobre el agua, el italiano habla de “llevar un pedazo de mar al suelo”. Sin embargo, la arquitectura tiene más de aterrizada que de atracada. El objetivo del edificio es informar, mostrar y fomentar la discusión: servir de mesa de diálogo y convertirse en símbolo de “la fraternidad entre la gente del Mediterráneo, algo más pertinente que nunca tras la primavera árabe”, asegura el socialista Michel Vauzelle, presidente de la región Marsella-Provenza y antiguo ministro de Justicia de Pierre Bérégovoy, que nos acompaña en la visita.

Las calles cerca del puerto viejo son tranquilas y, sin embargo, están tan llenas de vida desde temprano por la mañana que uno entiende que tantos inmigrantes se hayan querido quedar ahí. Puede que haya civilización y cultura a la orilla del mar, la mediterraneidad de la que tanto hablan, pero está claro que también hay vida. Hay una cultura de vivir junto al mar. En Marsella están poniendo a prueba la prueba. De momento, han sumado nuevos edificios notables y caros. Pero lo que más ha alterado la ciudad ha sido una resta: el 60% de los coches ha desaparecido del centro.

Algunas imágenes de la nueva Marsella.

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