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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Mi anciano ídolo

Javier Marías
Sonia Pulido

Entre los reproches más frecuentes de nuestro tiempo y que encuentro más incomprensibles están el de ser “eurocéntrico” y el de adoptar un punto de vista masculino. Hace ya muchos años leí un fragmento de una novela mía en Múnich, que empezaba diciendo algo así como “Cuando uno vive solo, y además en el extranjero …”, y luego seguían unas consideraciones que, en efecto, valían lo mismo para un hombre que para una mujer. En el coloquio posterior una señora me echó en cara que el texto dijera “uno”, dando por sentado que eso equivalía a “un hombre”, en vez de “una persona”, lo cual habría incluido también a las mujeres. Le respondí que el narrador era un varón –como el autor, aunque esto era secundario– y que habría resultado inverosímil que no pensara en sí mismo y en su experiencia al decir lo que decía, o que en una novela –no en un escrito burocrático o periodístico– se hubiera afanado por utilizar un léxico “neutro” e “incluyente”. La gente habla y piensa desde su subjetividad, normalmente, y por ello es lógico que un europeo sea “eurocéntrico”, no va a esforzarse en mirar la realidad con ojos chinos o panameños. Eso ya lo hacen el chino y el panameño, como debe ser, y probablemente nadie los regañe por eso.

Felipe de Edimburgo es mi ídolo porque a us 95 años sigue preservando su subjetividad heroicamente

Pero lo que se exige hoy a todo el mundo es que renuncie a su perspectiva, o que la deforme o la adapte. Que nunca condene lo que le parece bárbaro si pertenece a una religión, etnia o esfera distintas de las suyas. Que no se burle de lo que le resulte chocante; es más, que ni siquiera manifieste extrañeza ante lo que le es ajeno y absurdo. Que respete cuanto hay y se da en el mundo, así lo encuentre disparatado, estrafalario o de una comicidad irresistible. O incluso atroz, en ocasiones. Tanto se nos ha forzado a todos a poner cara de póker ante cualquier costumbre que nuestra subjetividad juzgue extravagante, tanto se nos presiona para que prescindamos de ésta, que cuando alguien no hace caso de estas imposiciones soltamos la carcajada que llevamos años reprimiendo. Los dignatarios que viajan deben de pasarse media vida aguantándose la risa, sofocando el rubor y aplacando la irritación que han de causarles las numerosas ceremonias ridículas a que los someten sus anfitriones, no se sabe si para honrarlos o más bien para vejarlos. Cada vez que veo que salen unos a bailarle algo a reyes o a políticos o al Papa, por ejemplo, observo sus expresiones serias o atentas y me imagino que están pensando: “¿Cuándo va a terminar esta tabarra?”, o “Esperemos que no me den un puntapié en la cara, estos danzantes disfrazados de jenízaros (o de lo que toque)”. Al parecer tampoco pueden negarse a que les encasqueten gorros y sombreros raros, allí donde vayan, con el innegable propósito de que hagan el memo y salgan en las fotografías feos de cojones, como se dice muy vulgarmente. Mi retina se resiente cada vez que se le reaparece la imagen de Felipe González con un gorro peruano calado (de esos que tapan las orejas), alcanzado sin duda por su peor enemigo. Yo hace años que me juré no aceptar doctorados honoris causa, sobre todo en España, al ver que se humilla a los homenajeados colocándoles un espantoso birrete con cortinilla que hasta a Brad Pitt o a Beckham convertiría en adefesios.

Por todo esto es mi ídolo el marido de la Reina de Inglaterra, Felipe de Edimburgo, que a sus noventa y un años lleva sesenta y cinco preservando su subjetividad heroicamente, gastando bromas amables y soltando lo que se le antoja. Hacía tiempo que no me reía yo solo leyendo la prensa hasta que la corresponsal Brenda Otero nos hizo un resumen de sus salidas en este diario. A la actriz Cate Blanchett, al informarle ésta de que se dedicaba al cine, le consultó cómo arreglar su DVD; a un jefe aborigen de Australia le preguntó si todavía seguían lanzando flechas, y comparó el atuendo tradicional del Presidente de Nigeria con un camisón. A un hombre que había perdido una pierna lo instó a pasar ginebra de contrabando dentro del pie artificial; a unos estudiantes británicos en China les advirtió que si permanecían demasiado tiempo en ese país se les acabarían rasgando los ojos, y en una gala benéfica se tapó los oídos, atronado, durante la actuación de Alicia Keys. A una nonagenaria en silla de ruedas que se protegía del frío con un material parecido al aluminio no pudo evitar soltarle “¿La van a meter a usted en el horno?”; y al oírle decir a un parlamentario que representaba a la ciudad de Stoke-on-Trent, sólo se le ocurrió responderle: “Qué lugar más espantoso”. La Reina, aunque mucho más comedida, por fuerza ha de compartir su sentido del humor impertinente, y alguna vez lo saca a relucir: en la visita del Papa a Londres, al ver el “papamóvil”, se preocupó por Su Santidad y los suyos: “Ese es un coche muy pequeño”, le dijo. “¿Está seguro de que caben todos?”

Cuando vemos a alguien así en privado o en la ficción (el personaje de Maggie Smith en la popular serie Downton Abbey, por ejemplo), nos reímos y lo celebramos y lo agradecemos. Ya va siendo hora de recuperar un poco la subjetividad, de no ser tan ecuánimes con todo, de no poner cara de interés y respeto ante lo que a nosotros nos resulte excéntrico, chocante o risible. Me imagino la respuesta de mi anciano ídolo cuando lo riñeran por su comentario sobre el Presidente nigeriano: “Bueno, a mí me recordó a un camisón, qué quieren”.

elpaissemanal@elpais.es

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