Financiación universitaria y compromiso con la ciudadanía
La capacidad de transformación social de las universidades está inevitablemente condicionada por los fondos que reciben.
El 17 de noviembre de 2017, poco antes de procederse a la firma del Pilar Europeo de Derechos Sociales en la ciudad sueca de Gotemburgo, el presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, reclamó que el texto, concebido para reforzar la dimensión social del proyecto europeo, no quedase en un bonito poema. En su primer capítulo, este documento afirma que “toda persona tiene derecho a una educación, formación y aprendizaje permanente, inclusivo y de calidad, a fin de mantener y adquirir capacidades que le permitan participar plenamente en la sociedad y gestionar con éxito las transiciones en el mercado laboral”.
Desde su nacimiento en Europa hace más de mil años, el reto de la Universidad ha sido, y es, mejorar la vida de las personas a través de la docencia, la investigación y la transferencia del conocimiento. Por desgracia, esta tarea se ha convertido para las universidades públicas españolas en una misión cada vez más complicada. No por falta de potencial, en absoluto, sino por algo tan básico como la disponibilidad de recursos. Ojalá fuese de otra manera, pero la capacidad de transformación social de las universidades está inevitablemente condicionada por la financiación que reciben.
La propia Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) admite en su preámbulo que “las universidades públicas españolas han sufrido de manera persistente una insuficiente financiación pública en el último decenio”. La reducción de los recursos disponibles ha sido tan severa que aún no se han recuperado los niveles de inversión de 2009. Los datos de EUROSTAT son demoledores. El porcentaje de gasto público en educación universitaria en relación con nuestro PIB es un 32% inferior al de la media de la Unión Europea, (0,76% frente a 1,08%) y está muy por debajo de las universidades que ocupan las 150 primeras posiciones en los principales ránquines internacionales.
Parece que en España cuesta entender el axioma de que la educación es una inversión y no un gasto. Quizá por ello, nuestro país fue de los pocos de la UE que durante la última gran crisis económica redujo la financiación pública de las universidades más, incluso, de lo que cayó su PIB. Y quizá por ello ha sido uno de los últimos en salir de ella.
Es urgente que las universidades públicas dispongan de programaciones plurianuales de financiación elaboradas con criterios de eficiencia y eficacia; con una financiación basal que garantice los costes estructurales y una financiación global por resultados que incentive el logro de objetivos. No se trata de obsesionarse con las posiciones en los ránquines internacionales, sino de que la Universidad se refuerce como institución clave en la configuración de una economía sostenible y resiliente en un territorio vertebrado y cohesionado socialmente.
Con la LOSU, debería abrirse una nueva etapa. Y aunque la nueva ley no despeja todas las incertidumbres, al menos refleja un compromiso inicial de dotar a las universidades de los recursos económicos necesarios para recuperar la suficiencia financiera que tuvieron antes de la crisis financiera. En ese sentido, es de celebrar que, en el marco del plan de incremento del gasto público para 2030, en el artículo 55 se fije el objetivo de destinar “como mínimo el 1% del PIB al gasto público en educación universitaria pública en el conjunto del Estado”. Dado que actualmente estamos en el 0,76% del PIB, hablaríamos de 3.135 millones de euros adicionales.
Las universidades siguen sin saber ni quién, ni cuándo, ni cómo les van a inyectar los recursos prometidos
Sin embargo, tranquiliza muy poco seguir leyendo y comprobar cómo, en el punto 2 del mismo artículo 55, se indica que las correspondientes aportaciones se establecerán “de acuerdo con las disponibilidades presupuestarias de cada ejercicio”. Si no se concreta la responsabilidad que asume cada Administración en la financiación de las universidades, el sistema universitario público seguirá sin contar con un marco de referencia estatal que evite diferencias significativas en la asignación de recursos; bien sea por las estrategias políticas de los gobiernos autonómicos del momento, o por los recursos disponibles por unas y otras comunidades autónomas como consecuencia del modelo de reparto financiero.
Las universidades están obligadas a implantar la LOSU, pero siguen sin saber ni quién, ni cuándo, ni cómo les van a inyectar los recursos prometidos. En este escenario, el riesgo de que todo quede en un bonito poema es demasiado alto. No se podrá alcanzar el 1% del PIB si la Administración general del estado no aporta recursos adicionales a las comunidades autónomas, y estas, a su vez, asuman la parte que les corresponde. Conviene recordar que el principio de lealtad institucional que recoge la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas obliga al Estado a compensar por los gastos estructurales que puedan suponer las actuaciones legislativas que se han generado.
Se han lanzado muchas iniciativas positivas desde el ministerio en competencias en Universidades y Ciencia (sexenios, convocatorias de captación de talento, reducción y estabilización de asociados con la LOSU…), que, a su vez, generan un gasto que las universidades no pueden asumir si no se les compensa. Urge que, desde la Administración General del Estado, en coordinación con las comunidades autónomas, se articule un mecanismo de compensación y de implantación de la LOSU. De lo contrario, la ley no se podrá aplicar.
Para evitarlo, el Gobierno central debería desplegar programas estatales de financiación al sector. Nada le impide hacerlo para avanzar hacia un modelo de financiación estructural de la investigación –además de la procedente de proyectos de investigación, que también señala la LOSU– o corregir las inequidades territoriales que se produjeron desde el traspaso de competencias de Educación a las comunidades autónomas, en aplicación del principio de garantía de un nivel base equivalente de financiación de los servicios fundamentales, con independencia de la comunidad autónoma.
Hay potencial para liderar, de manera responsable y compartida, el cambio hacia la sociedad del conocimiento
Con los recursos adecuados, las universidades podrán seguir siendo referente de un cambio social comprometido con la Agenda 2030 y sus Objetivos de Desarrollo Sostenible. Podrán mantenerse como espacio de oportunidades para la ciudadanía, seguir luchando contra las desigualdades y, también, avanzar hacia una sociedad más diversa e inclusiva.
Hay potencial para liderar, de manera responsable y compartida, el cambio hacia la sociedad del conocimiento. Por eso, y por un futuro con más oportunidades, es necesario apostar, sin ningún tipo de excusas, por las universidades. El anuncio realizado por la nueva ministra de Ciencia, Innovación y Universidades, Diana Morant, sobre la aprobación de 1.000 millones de euros en la convocatoria de talento y financiación de las universidades –que no dependerá de los fondos europeos, sino que provendrá en exclusiva de presupuesto nacional– es una buena noticia. Esperemos que contar con recursos suficientes para empezar a aplicar la LOSU sea la próxima buena noticia.
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