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Bilingüismo en lengua de signos: el colegio de Madrid que apuesta por la integración de los alumnos sordos

El centro Ponce de León cuenta en cada clase con dos profesores fijos que hablan con todos los estudiantes la lengua oral y la lengua de signos en castellano

Ponce de León
Una maestra y una especialista en lengua de signos imparten una clase en el colegio Ponce de León, en Madrid.Álvaro García
Clara Angela Brascia

En un contexto escolar cada vez más marcado por la enseñanza en castellano y en inglés, hay un centro en la periferia de Madrid que ha optado por otro tipo de bilingüismo: la lengua de signos. Hace tres décadas que el colegio Ponce de León, que acaba de celebrar su 50º aniversario, se convirtió en un referente de inclusión para el alumnado sordo. En el mismo edificio —inmerso en un oasis de jardines, huertos comunitarios y grandes superficies para practicar deporte al aire libre— se juntan los centros de educación ordinaria y especial. Es una diferencia sobre todo administrativa, ya que en los pasillos y en el patio de recreo la integración es total. “La decisión de instaurar el bilingüismo en lengua de signos es fundamental para que todos participen juntos y en las mismas condiciones”, explica Montserrat Pérez, directora de este centro concertado financiado por la Fundación Montemadrid. “Ha sido lo mejor que nos ha pasado”.

La vuelta de tuerca para este colegio se dio a mediados de los años noventa, cuando tras haberse consolidado como un centro especial para niños sordos, se incorporó por primera vez a alumnado oyente. Primero se empezó con los cursos de secundaria y, conforme pasaron los años, todas las clases de infantil, primaria y secundaria se volvieron mixtas. Hoy en día, cada aula cuenta con dos profesores que trabajan de forma simultánea y para todos los niños: uno habla la lengua oral y el otro la de signos. No importa si los alumnos son sordos o no, todos tienen que aprender a comunicarse en lengua de signos para poder hablar tanto con los compañeros como con los educadores.

La presencia de tantos monitores es seguramente uno de los factores clave para el éxito de este centro. Gracias a la presencia fija de dos docentes, se pueden permitir tener clases compuestas en un cuarto por alumnado sordo en el centro de educación ordinaria (cinco alumnos tienen algún grado de sordera y 15 son oyentes), cuando el ratio normalmente es de dos alumnos sordos en un aula de 30. Hay incluso momentos de la jornada en los que dos profesores dejan que sea un especialista en lengua de signos quien tome el control de la clase para llevar a cabo actividades dirigidas al aprendizaje de este idioma.

“Hay niños que cuando llegan al colegio se mantienen al margen de las actividades, pero a los pocos meses de estar en clase cambian completamente de actitud. Pero es importante que la integración no se limite a las actividades académicas, tiene que seguir fuera del centro”, afirma Pérez, que está a la cabeza del Ponce de León desde hace 20 años. Por esta razón, el colegio organiza cursos de lengua de signos para todos los padres, para facilitar las interacciones entre las familias fuera del horario escolar.

Nada en este centro es ordinario. No lo son los pasillos, repletos de carteles y dibujos de los proyectos que los alumnos trabajan con autonomía, ni las puertas de las aulas, que lucen unos pictogramas con gestos en lengua de signos para agilizar el aprendizaje. En cada planta hay una sala de logopedia, donde los estudiantes que lo necesitan trabajan en grupos pequeños sus capacidades comunicativas. La música es otro pilar en la educación de estos niños, que gracias a la danza consiguen dejar a un lado la timidez y comunicarse con sus compañeros, aunque sea solamente a través de un paso de baile.

También cuenta el centro con una imprenta donde los alumnos sordos pueden aprender un empleo y tener sus primeras experiencias laborales. Entre pilas de papel y máquinas para encuadernar, se mueve Pape Faye (28 años), un antiguo estudiante del centro que llegó a España en una patera desde Senegal hace 10 años. Nació con sordera profunda y no tenía forma de comunicarse, ya que tampoco hablaba la lengua de signos de su país de origen. Primero pasó por el colegio —donde los profesores se volcaron en enseñarle la lengua de signos en castellano y le ayudaron a encontrar un piso donde vivir una vez que alcanzó la mayoría de edad— y luego acabó trabajando en la imprenta. “Ha sido un acierto contar con él. No hay nadie con más ganas de trabajar y seguir aprendiendo”, comenta uno de sus responsables, también sordo, que le ayuda a comunicarse con los demás trabajadores en las raras ocasiones en las que aún lo necesita.

Respetar la diversidad

Elena López, maestra del centro, acabó en el Ponce de León un poco por casualidad. Descubrió la lengua de signos a través de unas compañeras de curso que la usaban para copiar durante los exámenes. “Para mí era algo muy extraño, pero decidí empezar a estudiarla porque me pareció una gran herramienta pedagógica y acabé haciendo las prácticas en este centro”, explica. Le gustó tanto el modelo de enseñanza que se adopta en el colegio —no solamente el bilingüismo, sino también el trabajo por proyectos que se hace en primaria y la división en grupos por ritmos de aprendizaje en las clases ordinarias— que decidió quedarse. “Me tuve que poner a estudiar en serio la lengua de signos, pero merecía la pena. Mis hijos también estudian aquí, aunque sean oyentes. Hay muchas cosas que se pueden aprender aquí, además de esto. La diversidad y la sensibilidad son aspectos mucho más importantes que saber sumar y restar”, añade.

El centro de educación ordinaria tiene clases para cubrir todas las etapas educativas obligatorias, desde infantil hasta cuarto de la ESO. Lo más común es que los alumnos pasen por todos los niveles de enseñanza —de hecho, el colegio solo abre las matrículas para la clase de tres años, ya que los otros cursos están casi siempre completos—, aunque en el caso de los talleres de formación profesional hay muchos estudiantes que vienen de otros centros del barrio. “Se trata sobre todo de jóvenes que han experimentado problemas de integración o que abandonaron los estudios, y que aquí tienen una segunda oportunidad para aprender la profesión”, recalca Pérez.

Montserrat Pérez, directora del colegio Ponce de León, en Madrid.
Montserrat Pérez, directora del colegio Ponce de León, en Madrid. Álvaro García

Mientras se prepara a aplicarle la cera a un compañero tumbado en una camilla de un salón estético, Ana Torres (18 años) explica que llegó al Ponce de León hace dos años, cuando la orientadora de su antiguo colegio, en el cercano distrito de Latina, le recomendó este centro para seguir con sus estudios. “Allí había peleas todo el rato, no me llevaba bien con mis compañeros. Aquí la gente es más amable y dispuesta a ayudarte”, reconoce. También en los talleres de formación profesional —además de estética, se puede elegir electricidad o jardinería— la enseñanza es bilingüe en lengua de signos, y Torres tuvo que aprenderla desde cero. “Al principio es difícil, pero acabas acostumbrándote. Es una buena oportunidad, es una herramienta más. Si un día me toca un cliente sordo, voy a poder atenderle”, se alegra.

También hay casos de exalumnos, como le pasó a Alex Rodríguez (30 años), que tras pasar por todos los cursos se quedaron en el centro como empleados. Él trabaja en la huerta comunitaria, un espacio al límite del recinto escolar que es utilizado tanto por los alumnos como por varias asociaciones del barrio, que alquilan algunas de las parcelas. Con la ayuda de la directora, que hace de intérprete mientras Rodríguez habla en lengua de signos, recuerda que cuando entró en el colegio con tres años tenía muchas dificultades para relacionarse con sus compañeros. Las barreras comunicativas, sin embargo, tardaron poco en caer gracias a la implantación del bilingüismo, que empezó justo cuando él se matriculó.

Tras pasar por los talleres de formación profesional primero, y el centro ocupacional después, Rodríguez consiguió un contrato de media jornada para quedarse trabajando en la huerta. Se pasa las mañanas quitando las malas hierbas, plantando pimientos y tomates en el invernadero, pero lo que más le gusta es tener un trabajo que le permita quedarse en el entorno donde ha crecido. “Me gusta todo lo que hago aquí”, asegura antes de volver a sus tareas. “Pero sobre todo me gusta ayudar a los otros a mejorar en la lengua de signos. Así nadie es excluido”.

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Sobre la firma

Clara Angela Brascia
Reportera italiana asentada en Madrid desde 2019. Después de pasar por las secciones de Local y Sociedad, ahora escribe reportajes de Tecnología y Salud. En eldiario.es ha escrito sobre temas sociales y económicos. Graduada en Literaturas Comparadas por la Universidad de Turín y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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