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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El gran cambiazo

El fraude ya no consiste en maquillar unas estadísticas de vergüenza, por ejemplo, que uno de cada cinco alumnos españoles no entiende lo que lee, sino cambiar la naturaleza y orientación de la escuela

Andreu Navarra
Clase de un instituto público en Aragón.
Clase de un instituto público en Aragón.Carlos Gil-Roig

En los cómics de Mortadelo y Filemón, hay un motivo recurrente: el del “cambiazo”. Se produce cuando un caco o un malhechor se acerca por detrás a su presa y cambia, con un rápido movimiento, un collar de perlas por una berenjena colgada, o un reloj de oro por una tira de choricitos. Eso es “dar el cambiazo”, realizar un truco y dejar algo inadecuado en el lugar que antes ocupaba algún tipo de objeto valioso.

A raíz de lo que ha escrito Xavier Massó en su nuevo libro (El fin de la educación. La escuela que dejó de ser, Akal), parece que eso es lo que acaba de pasar en España con el sistema educativo. El fraude ya no consiste en falsear o maquillar unas estadísticas de vergüenza, por ejemplo, que uno de cada cinco alumnos españoles no entiende lo que lee, sino cambiar la naturaleza y la orientación final de una institución que servía para universalizar los ideales de la Ilustración para que desempeñen una función diferente: mantener a las clases subalternas ancladas en la marginalidad.

Y esto mientras se van atribuyendo a la escuela cada vez más funciones para las que no está preparada, para que colapse, para que todos olvidemos para qué nació nuestro sistema educativo originalmente y cuele esta red de asistencia infrafinanciada que tendremos a partir de ahora.

La idea es tonificante e inquietante a la vez: tonifica porque alguien explica, por fin, y por medio de amenas demostraciones filosóficas, el descuartizamiento que se acaba de consumar; inquietante, porque no parece que exista ningún tipo de freno en la operación de compra y venta de nuestra educación pública. El problema no consiste ya en determinar qué pedagogía es mejor para homologar España a los países de su entorno. No se trata de una diatriba más contra la novolatría magufa actualmente en boga. Me temo que el problema sea bastante más profundo.

La cosa ya va de cómo nos hemos dejado arrancar el sentido igualitario de la educación por el sentido igualador por abajo, la cosa va de que, por ejemplo, “si unos van a aprender más física que otros, y saber física proporciona ventajas desiguales frente a los que no saben, entonces que nadie aprenda física”. Así lo plantea Massó: nos acaban de dar el cambiazo. La cosa va de que el pedagogismo postmoderno encarnado en leyes y decretos persigue el conocimiento factual. Parece surrealista, pero está pasando, y no lo podemos frenar, porque esta política antidemocrática forma parte de un rodillo globalizador que afecta, en menos o mayor medida, a todos los países de nuestro entorno.

El problema es que si nos homologamos con los Estados europeos, caeremos en sus mismos errores, porque el antiintelectualismo populista y utilitario les ha afectado también de lleno. “Ocurre entonces”, continúa Massó, “que en nombre de la igualdad de oportunidades se suprime, se niega, la realidad que la hacía posible. No es un problema de colectivismo, es un problema de totalitarismo”. Como no todos podían, o como no todos querían, aprovechar las oportunidades de un sistema académico universal, nos quedamos todos sin oportunidades. Y se impone la equivalencia entre élite económica y élite cultural y científica. Sólo podrán estudiar los ricos porque a los pobres se les ha convencido de que estudiar y pensar es una opresión. Y que, por lo tanto, su única opción es conformarse completamente con las condiciones de vida que les impongan quienes sí han tenido acceso a estudios y a herramientas de control y gobernanza.

En el lugar en el que había un sistema educativo democrático e igualitarista, leyes como la LOGSE, la LOMCE y la LOMLOE han dejado una berenjena o una cadenita de choricitos. Allí donde deberíamos tener una escuela exigente adaptada a las necesidades de la sociedad del conocimiento, tenemos una red asistencial que victimiza y marginaliza a los condenados a empleos infrahumanos, o al paro. Pero no hay modo de que un adefesio infrafinanciado parezca un sistema potente, faltan las plantillas sólidas, faltan los espacios e iniciativas paradisíacas que se describen en las teorías: estamos legislando contra natura, porque estamos obligando a la escuela a dejar de educar.

La educación academicista jamás se olvidó del desarrollo personal del alumnado. Siempre han existido tutores ejemplares, clases de ética, literaturas que ponían al alcance del estudiante los grandes problemas de la vida y de la sociedad. Lo que ocurre hoy es que una burocracia abstrusa ha convertido las clases en centros de día exclusivamente lúdicos. La clase política y sus clientes han hecho zas y han cambiado la transmisión de saberes por la autoayuda infantil. En primaria estas reformas no me parecen del todo mal, siempre que no culpabilicen ni residualicen a nuestras maestras. En secundaria ya me parece demasiado evidente que nos están dando a todos gato por liebre, y que el objetivo (el “fin”, diría Massó) es que el alumnado español de clase media o baja no sepa desenvolverse suficientemente en el mundo que le rodea. Y por eso tenemos que dejar de engañar, y tenemos que plantearnos seriamente un regreso a la realidad.

Mi preocupación principal es: ¿lo saben las familias? ¿Se informa a las familias españolas de qué tipo de subeducación fracasada se imparte contra el futuro de sus hijos? Lean El fin de la educación para darse cuenta de dónde estamos, para juzgar qué hay de aprovechable tras tanta demagogia. Y acaso algún día empezaremos a organizarnos contra tanta hipocresía disfrazada de humanitarismo para reclamar de una vez políticas responsables.

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