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Cambio climático
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que los números pueden hacer por la sostenibilidad

Los contables están llamados a protagonizar uno de los cambios más significativos de la transición verde de las empresas, pero la falta de precisión regulatoria no se lo está poniendo fácil

Campaña de Greempeace cerca de Copenhague para concienciar sobre el cambio climático.
Campaña de Greempeace cerca de Copenhague para concienciar sobre el cambio climático.AFP

Por sorprendente que parezca, la lucha contra el cambio climático tiene en la contabilidad empresarial uno de sus pilares. Y es que los contables desempeñan un papel fundamental en tres impulsores clave de la sostenibilidad: la exigencia de que las empresas divulguen periódicamente su riesgo y desempeño ambiental, lo que se conoce como reporting sostenible; la consolidación de los sistemas de derechos de emisión, que fijan el precio que deben pagar las que contaminan, y el establecimiento de unos estándares de medición y reporting comunes para todas ellas.

Es indudable que la presión para que las empresas rindan cuentas de su huella de contaminación e impacto ambiental va a ir en aumento, de ahí la importancia de la transparencia. Sin embargo, existe una asimetría de la información entre lo que ocurre dentro de cada compañía y lo que se percibe desde fuera. La contabilidad puede contribuir decisivamente a acortar esa brecha con más y mejores informes de sostenibilidad.

Todas las empresas cuyo impacto en el medio ambiente sea negativo tendrán que pagar un coste por ello. La clave aquí es la fijación de ese coste, es decir, cómo se le pone precio a la contaminación. En la actualidad existen dos mecanismos: el impuesto al carbono y los regímenes de comercio de derechos de emisión con fijación previa de límites máximos, como el de la Unión Europea, el mercado de carbono más líquido y desarrollado del mundo.

En esencia, este tipo de sistemas crea un coste por contaminar y, a tal fin, impone un tope a las emisiones de gases de efecto invernadero, obligando a las empresas a informar sobre las suyas con datos verificados y a obtener derechos para cubrirlas. Tras asignar gratuitamente a los participantes del mercado un número determinado de derechos, el resto se subasta a un precio que fijan los postores con sus pujas.

En el mercado secundario, las compañías pueden vender los derechos que hayan acumulado a otras a las que les cueste más reducir su huella de contaminación. La idea es que la compraventa de derechos ayude a conocer el precio de la contaminación, un precio que cambia dinámicamente a medida que el regulador baja el tope y las empresas actúan para reducir sus emisiones.

Pero hay un problema. Lo he detectado junto a Donald N’Gatta y mi colega del IESE Robert Raney tras examinar una amplia muestra de empresas del mercado europeo de derechos de emisión. En nuestra investigación comprobamos que las que tienen necesidades de liquidez son proclives a venderlos. Asimismo, observamos que otras lo hacen para aumentar sus ganancias y evitar así las pérdidas contables, un comportamiento que se da especialmente cuando el precio del carbono está más alto y a finales de año, de cara al cierre del ejercicio fiscal.

El origen de estas fricciones financieras —así las hemos denominado— es la falta de claridad regulatoria sobre cómo contabilizar los derechos de emisión en los estados financieros. Evidentemente, los derechos son un activo nuevo, pero ¿de qué tipo? Sin una definición precisa, las empresas no se ponen de acuerdo: para unas es un activo financiero, para otras un intangible y para las demás, inventario.

En medio de esta confusión, y gracias a una forma particular de contabilidad, algunas compañías han creado una bolsa de derechos fuera de balance, es decir, activos que pueden vender para mejorar sus resultados. Esta venta oportunista es preocupante porque distorsiona el precio de la contaminación y reduce la eficacia del sistema. A lo que hay que añadir que el resquicio provocado por la falta de directrices claras da pie a que los informes de sostenibilidad de las empresas sean inconsistentes.

Ha llegado el momento de que el regulador corrija este problema y puntualice cómo deberían contabilizarse los derechos de emisión. En algunas investigaciones académicas se aboga por hacerlo a valor razonable en cada periodo de presentación de resultados.

Cuando los derechos se contabilizan a su coste histórico, como el regulador los adjudica a coste cero, se convierten en activos invisibles en los estados financieros. Pero si se contabilizan a su valor razonable o de mercado, las empresas lo tendrán más difícil para hacer públicas las ganancias obtenidas con su venta cuando más les convenga. ¿La razón? Si, por ejemplo, vendieran los derechos el mismo día que los reciben, el precio de la operación se podría observar directamente en el mercado: ese sería su valor razonable. Algunas ya contabilizan así sus derechos, lo que visibiliza el impacto de estos en su posición financiera y les impide “gestionar” sus ganancias cuando tienen un mal trimestre.

En la otra cara de la moneda, el valor razonable complicaría la introducción de estándares de medición y reporting, imprescindibles porque facilitan el seguimiento y control de las iniciativas verdes de las compañías, además de ayudar a los inversores a valorar los riesgos asociados al cambio climático. El reporting basado en el valor razonable conllevaría una mayor volatilidad ligada al precio de la contaminación, y este escapa al control de las empresas. Pero, por duro que resulte el cambio, sigue pareciendo la solución más sólida.

También ayudaría, por otro lado, que el regulador arrojara más luz sobre el mercado. Actualmente, los datos del registro de la compraventa de derechos se publican cada mes de mayo, pero tres años después del cierre del periodo de cumplimiento. Así, una venta que se efectuara hoy se haría pública en mayo de 2027. Tal lapso de tiempo dificulta la oportuna supervisión de las transacciones de las empresas.

En definitiva, no es nuestra intención dictaminar cómo debe ser la contabilidad de los derechos de emisión. Simplemente queremos llamar la atención sobre una carencia importante. Como el sistema de la Unión Europea es un modelo para el resto del mundo y el cambio climático, una realidad global, la falta de claridad regulatoria podría extenderse a otros mercados. Y dado que muchos no son tan líquidos como el europeo, tendrían problemas aún mayores si las fricciones financieras perturbasen el normal funcionamiento de su propio sistema.

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