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Comercio
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Autonomía estratégica o nuevo mercantilismo?

No tendremos capacidad de competir en un mundo global si no tenemos un caladero fértil para el crecimiento de campeones en nuestra economía

Comercio
MARAVILLAS DELGADO

El crecimiento económico posterior a la Segunda Guerra Mundial se basó en un acuerdo, obviamente de los países que lo aceptaron, sustentado en un reconocimiento de errores pasados cometidos en el periodo de entreguerras. El primero fue alejarse de sistemas monetarios como fue el patrón oro, que ataba con un lazo el cuello de las economías que en él participaban, generando enormes volatilidades y convirtiéndose en una cadena de transmisión de depresiones. El segundo, que el proteccionismo económico, antesala del político, debía evitarse a toda costa.

Los años cincuenta se muestran como el inicio de un periodo de liberalización comercial que perduró durante más de seis décadas. La caída del muro y la incorporación de China en 2001 a la Organización Mundial del Comercio (OMC) exacerbaron la idea de que el comercio y la globalización incentivaría a todos los países a aceptar unas reglas de juego, por imperfecto que fuera y por imperfecto que lo dejáramos ser. Además, esta globalización crearía externalidades positivas, como la reducción de la extrema pobreza ampliando mercados, aunque sin olvidar que el precio a pagar por la hiperglobalización sería aceptar perdedores entre nuestras industrias y trabajadores.

Otra externalidad vendría de hacer del comercio un instrumento de expansión no solo del desarrollo económico y del bienestar, sino de los valores occidentales (liberalismo y democracia) en aquellas naciones que se regían por dictaduras o teocracias. Pero poco de esto último ocurrió. Es obvio que ni China, alejada de los estándares económicos occidentales por la participación del estado y del uso de instrumentos no previstos en tiempos del GATT ni por la OMC, ni otros países experimentaron una metamorfosis de sus valores hacia los que rigen en nuestro rincón de naciones. Es más, buena parte de estos países, con China a la cabeza, han caminado por una senda de reafirmación cultural, política y nacionalista. Desde hace un milenio, una Rusia definida así misma como la tercera Roma, se erige como una cultura enfrentada a la occidental, sin que haya mostrado un atisbo de acercamiento a la Europa atlántica, más bien lo contrario. El comercio internacional, con el que se quería infectar a países con el virus “occidental”, fracasó.

Tales resultados y los recientes acontecimiento en los escenarios estratégicos globales han virado hacia propuestas que en lo comercial descansan en principios menos liberales, más mercantilistas, como muy bien ha analizado Federico Steinberg, analista senior del Real Instituto Elcano en sendos estudios. China ya no se ve como un potencial aliado económico, sino que se entiende que, definitivamente, adoptará una postura claramente de oposición, lo que intensifica las vulnerabilidades creadas por unas intensas relaciones económicas y dependencias estratégicas en occidente después de décadas de confianza por un cambio que nunca llegó.

Por todo ello, la postura de buena parte de los países occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, es considerar la apuesta por su industria en un movimiento que no hace mucho hubiéramos acusado de proteccionista. La excusa medioambiental, justificada o no, y la necesidad de defender lo que hemos llamado una autonomía estratégica industrial (y digital), y que muchos claramente consideran necesaria tras los avisos de la pandemia, y los ecos de la guerra, como si sintiéramos que el Apocalipsis se acercara, han impulsado las apuestas nacionales por sus campeones en un movimiento que gira las miradas hacia lo propio frente a lo ajeno.

Ante esto se erige la necesidad de una postura europea. La doble transición, tecnológica-digital y medioambiental, exige que la Unión Europea cuadre el círculo con dos grandes restricciones. Por un lado, debemos favorecer el desarrollo de campeones europeos que sean capaces de competir globalmente en ambos escenarios. En esto vamos realmente tarde, sobre todo en la revolución digital. Pero es absolutamente necesario que este propósito se logre sin menoscabar los principios liberales, apoyando un comercio internacional justo y sin barreras, pues sabemos que esto beneficia no sólo nuestro estilo de vida sino además nuestro bienestar.

En este sentido, sin embargo, no debemos errar en nuestra percepción de los instrumentos más apropiados para lograr tales objetivos. El problema de Europa es complejo, pero si me atreviera a centrarme en uno de ellos que condicionara su futuro en este contexto es el de que aún, sí, aún estamos lejos de crear las condiciones necesarias para cultivar grandes campeones en una economía que mantiene claramente mercados separados por cada país. ¡Y es que en la misma España la regulación ensucia el concepto de mercado único creando 17 taifas dentro de sus límites! Sin una economía de 500 millones de habitantes no podremos competir con el exterior.

Esto exige que, mientras defendemos la competencia a nivel global en sus términos más puros debemos reorientar el concepto que sobre ella tenemos a nivel interior que permita tamaños mayores en ciertos sectores facilitando, y no impidiendo, el aprovechamiento de las economías de escala. La competencia puede balancearse con otros instrumentos, pero a nivel global no tendremos capacidad de competir si no tenemos un caladero fértil para el crecimiento de campeones en nuestra economía.

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