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Respuestas preindustriales a la crisis del siglo XVII

La economía española recobró brío tras la crisis del siglo XVII de una manera muy desigual entre los territorios interiores y periféricos debido a las diferencias de los regímenes señoriales y de propiedad de la tierra y de las condiciones medioambientales

Óleo del siglo XVI titulado “Los cosechadores”, del pintor Pieter Bruegel el Viejo.
Óleo del siglo XVI titulado “Los cosechadores”, del pintor Pieter Bruegel el Viejo.ALAMY
CAPÍTULO II. [ Ver serie completa ]

La crisis del siglo XVII tuvo un carácter general y disruptivo en la historia europea y española. En primer lugar, como sugirió el historiador Eric Hobsbawm, la crisis fue global, pues afectó al conjunto de Estados del continente europeo y a sus incipientes imperios, así como a las relaciones entre todos esos territorios. En segundo lugar, porque de ella emergieron las primeras naciones capitalistas (Inglaterra y Holanda) que incorporaron formas más intensivas de crecimiento. Y, por último, porque fue durante esa etapa cuando España perdió posiciones respecto de las nuevas economías nacionales atlánticas. La crisis en el escenario global del imperio español estaba íntimamente relacionada con otra de carácter interior, en un imperio, como escribió García Sanz, donde “no se ponía el sol… ni el hambre”. En este artículo nos centraremos en los conflictos que condicionaron las salidas de la llamada crisis del siglo XVII en los territorios peninsulares de la Monarquía Hispánica, aunque para comprender su dinámica primero sea necesario repasar las causas de aquella.

En el ámbito interior, la crisis del siglo XVII tuvo sus orígenes en los conflictos que generaba el crecimiento extensivo característico de las sociedades preindustriales. Tras una larga etapa de expansión, las potencialidades de desarrollo en los distintos sectores económicos y regiones se fueron agotando, fruto de factores diversos. Por una parte, el descenso de los rendimientos agrícolas, el cierre de la frontera de tierras y la reducción de las reservas de pastos y forestas, y el aumento de las rentas sobre la tierra estrechaban la capacidad de inversión del sector agrícola, y también limitaban el aumento de la oferta de alimentos y materias primeras para las poblaciones urbanas.

Por otra parte, el incremento de la fiscalidad aumentaba los costes de las manufacturas castellanas y dificultaba la innovación y la capacidad exportadora del sector. A finales de la centuria diversos choques externos colapsaron el sistema. Por un lado, los fenómenos climáticos adversos (sequías e inundaciones de 1591, 1604-1606 y 1630) provocaron graves crisis agrícolas y encarecieron el precio de las subsistencias; por otro lado, el nuevo ciclo pandémico (1592-1602, y, más tarde, 1630 y 1647-1654) contribuyó a reducir la población, y, finalmente, la intensificación de los conflictos bélicos (la guerra de Flandes, la Armada Invencible, y, después, la guerra de los Treinta Años) multiplicaron los impuestos y cerraron algunos mercados a las exportaciones. En el primer tercio del siglo XVII, las reservas de que disponían la Monarquía, los gobiernos locales y las economías familiares para hacer frente al pago de rentas e impuestos se habían agotado, como reconocían los arbitristas en sus acerados y acertados diagnósticos.

Impacto demográfico

La evolución de los bautismos en las diversas áreas geográficas peninsulares constituye el indicador más fiable del citado dispar deterioro económico de la población en dichas zonas. En la España interior (las dos Castillas, La Rioja, Extremadura y Aragón), durante la primera mitad del siglo XVII, se produjo un agudo descenso de la población rural y, más aún, de la urbana; en estas regiones, la recuperación posterior fue extremadamente lenta, no recobrándose los niveles demográficos de 1580 hasta mediados del siglo XVIII. Andalucía occidental registró un menor descenso de la población, recuperando los máximos demográficos de finales del siglo XVI en la segunda mitad del Seiscientos; ahora bien, en dicha región el incremento de la población fue bastante exiguo en la primera mitad del siglo XVIII.

En la España septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra), la intensidad de la crisis fue menor y la recuperación más precoz y rápida en el siglo XVII, aunque también aquí el crecimiento se ralentizó durante la primera mitad del Setecientos. El Levante mediterráneo (Cataluña, País Valenciano y Murcia), donde las densidades demográficas de partida eran menores, y donde la expulsión de los moriscos contribuyó al declive demográfico de algunas zonas (valencianas especialmente), la depresión fue menos intensa y más breve que en el resto de las regiones; además, la segunda mitad del siglo XVII ya fue una etapa de rápida recuperación demográfica y económica, la cual dio paso a un vigoroso crecimiento en la primera mitad del siglo XVIII.

A mediados del Seiscientos, la recuperación de una crisis tan profunda y desigual dependía de la capacidad de los agentes económicos y de las instituciones de incentivar, o no, cambios que estimulasen la reactivación económica y generasen nuevas sendas de crecimiento. Pero esas iniciativas afrontaban poderosas inercias institucionales, privilegios sociales y económicos y desiguales dotaciones de recursos naturales. Veamos cuáles fueron los factores sociales, institucionales y ambientales que explican las dispares respuestas al impacto de la crisis en los dos niveles en que actuaban las principales fuerzas socioeconómicas: por arriba, las políticas fiscal y comercial de la Monarquía, y, por abajo, los agentes sociales en el ámbito económico regional.

La política imperial de los Austrias exigía una continua y voluminosa movilización de recursos para sostener las guerras en defensa de sus dominios europeos. Durante la primera mitad del siglo XVII, la Monarquía estuvo atrapada entre el descenso de los ingresos fiscales, derivado de la depresión económica, el retroceso de las remesas americanas y el aumento del gasto provocado por los incesantes conflictos bélicos. Y la aristocracia y la Iglesia, sus pilares sociales, atravesaron una crisis financiera generada por el descenso de sus rentas patrimoniales.

El Gobierno y la aristocracia intentaron incrementar la presión fiscal y la renta, respectivamente, y tuvieron que recurrir al endeudamiento. Pero ambas vías, en aquella coyuntura depresiva, ahogaron las potencialidades del crecimiento y tensionaron la débil estructura institucional de la Monarquía (guerras de Portugal y Cataluña en 1640). Las derrotas militares frente a sus competidores, Inglaterra, Holanda y Francia, y la firma de los tratados de paz (en 1649 con Holanda, en 1659 con Francia y en 1667 y 1670 con Inglaterra) reflejaron la creciente debilidad política y financiera de la Monarquía Hispánica.

Los primeros intentos de reforma de las finanzas, en el último tercio del siglo XVII, implicaron la moderación de la presión fiscal y la reducción del tipo de interés de juros y censos, lo que alivió la situación financiera de los deudores. Por otra parte, los intentos de centralización del poder, a finales del Seiscientos, un paso importante hacia un modelo de Estado patrimonial, basado en el pacto y trato entre el monarca y los distintos estamentos e instituciones del Reino (nobleza, ciudades, jurisdicciones), impidieron crear un contrapoder constitucional y favorecieron la heterogeneidad en la toma de decisiones políticas. Tras la guerra de Sucesión y el cambio de dinastía, el ánimo reformador borbónico fue en parte cercenado por las presiones de la aristocracia y los cuerpos intermedios que defendieron sus privilegios fiscales y jurisdiccionales. Esas resistencias entorpecieron dos de los mayores empeños reformistas: la imposición de un sistema fiscal único que gravase a los súbditos según su nivel de renta (Catastro de Ensenada, 1754) y una efectiva integración del mercado interior eliminando todas las aduanas interiores.

Por último, la creciente debilidad de la Monarquía limitó la capacidad de proteger los mercados coloniales e interior en beneficio de la economía nacional, como habían hecho sus competidores (Gran Bretaña y Francia). Bajo esta compleja arquitectura institucional (imperio, poder regio, aristocracia, Iglesia) se articularon las salidas de la crisis de las diferentes regiones de la Monarquía. Para comprender las consiguientes disparidades de sus trayectorias cabe tomar en consideración, en cada territorio, las dotaciones de recursos naturales, las disputas sobre los derechos de propiedad y el acceso a la tierra entre los distintos grupos sociales, y los diferentes entramados fiscales que se afianzaron tras las reformas de 1714.

A mediados del siglo XVII, la Corona de Castilla presentaba un cuadro con intensos claroscuros. La zona septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra) había sufrido menos el alza de la presión fiscal y, en ella, la crisis económica había sido más liviana que en otras regiones. Hacia 1650 partía de unas relativamente elevadas densidades demográficas (25 habitantes/km2). Sus condiciones naturales (abundancia de precipitaciones y pastos) y el predomino de pequeñas y medianas explotaciones campesinas, asociadas a las tierras comunales, propiciaron una creciente intensificación del cultivo con la incorporación del maíz (y, más tarde, la patata) y otros cereales, y el aumento de la carga ganadera, básicamente vacuna. Esta intensificación sustentó el incremento de la producción agraria. Sin embargo, el crecimiento demográfico rural y la subsiguiente fragmentación de las explotaciones condujeron a un aumento del peso relativo del autoconsumo familiar en detrimento de la comercialización. Además, el escaso desarrollo urbano limitó los procesos de especialización productiva; entre estos solo destacaron las ferrerías vasco-navarras, y la industria linera y el subsector pesquero gallegos. La respuesta a la presión relativamente intensa de la población sobre la tierra fue una precoz emigración estacional y definitiva.

La meseta norte había padecido los efectos devastadores de la crisis económica y demográfica. La recuperación fue muy lenta. La mayor parte de sus ciudades manufactureras se había hundido bajo la presión fiscal, el descenso de la demanda y los privilegios comerciales que habían obtenido los mercaderes franceses e ingleses. En Madrid, la corte concentraba gran parte de la demanda de productos manufacturados de gama media y alta, y actuaba como centro que atraía recursos y población, pero sus efectos dinamizadores sobre la agricultura y la industria castellana fueron débiles. Las explotaciones campesinas seguían sometidas a una elevada presión fiscal sobre la comercialización de sus productos, y la enajenación de comunales y realengos favorecía la concentración de la propiedad en manos de los privilegiados. El control del poder local por parte de estos actuó como freno a la extensión y a la diversificación del cultivo, procesos que, sin embargo, se abrirían paso en la segunda mitad del siglo XVIII.

En Extremadura y Andalucía occidental, el peso del latifundio y las restricciones sobre el acceso a la tierra limitaban de otra manera el desarrollo agrario. La especialización oleícola, cerealista o ganadera que incentivaban los mercados urbanos del sur (Sevilla y Cádiz) y la exportación hacia América y el Atlántico no tuvo los mismos efectos que en otras regiones, ya que la gestión agraria de la aristocracia terrateniente imponía un modelo que situaba la producción muy lejos de su horizonte potencial: un uso marcadamente extensivo de la tierra generaba una demanda de trabajo muy concentrada en ciertas labores estacionales (siega) y deprimía los salarios de la mano de obra jornalera. Por ello, el producto por habitante siguió siendo relativamente bajo hacia 1750, y los procesos de especialización no adquirieron la profundidad que alcanzaron en el litoral mediterráneo.

Pujanza mediterránea

El rápido crecimiento y la especialización económica que caracterizó al área mediterránea fue fruto de la combinación de diferentes factores. Por una parte, esta tenía algunas ventajas de partida: unas densidades demográficas bajas (entre 11 y 17 habitantes/km2), una frontera de tierras relativamente abierta, una sólida tradición manufacturera y comercial, y la pervivencia de importantes infraestructuras de regadío en las zonas húmedas del litoral; y, por otra, también alguna desventaja, unas condiciones agroclimáticas (clima seco y precipitaciones escasas y concentradas estacionalmente) poco propicias a la introducción de los nuevos cultivos, como el maíz. El crecimiento se asentó sobre un sistema de tenencias familiares o intermedias (campesinado acomodado) que habían afianzado sus derechos de propiedad frente a la nobleza tras la crisis bajomedieval; y, sobre modalidades contractuales que facilitaban el acceso a la tierra y la permanencia de colonos y arrendatarios en el usufructo de las parcelas que explotaban. La intensificación del cultivo y la especialización agraria encontraron sus oportunidades en la asociación de los cultivos leñosos (olivos, vides, avellanos, almendros, etcétera) con los cereales y las legumbres de secano, y también, donde era posible, en la reutilización y ampliación de los viejos sistemas de regadío para el cultivo de moreras, barrilla y arroz). Además, algunos de los nuevos cultivos escaparon del diezmo y la implantación de la nueva fiscalidad única (tallas, catastro…) pronto se volvió más liviana que en otras regiones, contribuyendo así a ampliar el margen de ganancia de los campesinos.

Esos cambios en el mundo rural favorecieron una mejora en la distribución de la renta e impulsaron los procesos de especialización agrícola. A la vez, se desarrolló una malla comercial intermedia que finalizaba en las ciudades costeras (Málaga, Barcelona, Alicante, Alcoy, Valencia). Estas villas y urbes, a su vez, creaban impulsos hacia fuera, hacia los mercados internacionales (exportación de vino, seda, aguardiente, etcétera), y hacia dentro, organizando distritos industriales. Las manufacturas catalanas y valencianas se beneficiaron de la eliminación de las aduanas interiores, creando redes comerciales que atravesaban Aragón y llegaban a Madrid y Sevilla. En estas regiones mediterráneas, los niveles de producto por habitante eran los más elevados de la Península a mediados del siglo XVIII, y la distancia respecto de las regiones interiores y septentrionales se incrementó en la segunda mitad de la centuria.

Hacia 1750 la posición de España se había debilitado frente a Inglaterra y Francia; además, los diferentes modelos de crecimiento, durante la última centuria, habían aumentado notablemente las desigualdades económicas entre las diversas regiones españolas. Esa fragilidad del crecimiento y las crecientes desigualdades quizás estuvieron relacionadas con la incapacidad de implantar una fiscalidad más justa, promover una mayor integración de los mercados y facilitar un acceso más amplio y menos oneroso a la tierra. La segunda mitad del siglo XVII queda muy lejos. Sin embargo, los retos a los que se enfrentaban los habitantes de la España de entonces pueden sentirse como próximos cuando pensamos en los desafíos del presente: globalización, desigualdad, cambio climático, innovación técnica y políticas públicas.

Gabriel Jover es profesor de Historia e Instituciones Económicas en la Universitat de Girona.


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