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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cueste lo que cueste

Para evitar que los costes económicos de la crisis crezcan exponencialmente se necesita una auténtica iniciativa europea

Maravillas Delgado.
Maravillas Delgado.maravillas delgado

El coronavirus es un tragedia humana cuya dimensión solo nos la acabarán aclarando los datos clínicos y epidemiológicos. Hoy por hoy, la única decisión sensata es que sean la ciencia y los expertos quienes diseñen las mejores políticas posibles para tratar de mitigar y, en última instancia, superar la pandemia. El resto de ciudadanos debemos limitarnos a cumplir con rigor y responsabilidad todas las recomendaciones que nos están haciendo, evitando contribuir desde la histeria, la ignorancia o la maldad a la propagación de la incertidumbre y del miedo, algo que no haría sino agravar el sufrimiento, la duración y, por tanto, los costes de esta emergencia sanitaria global.

Los economistas aprendimos con Mario Draghi en la crisis del euro que a veces hay que tomar decisiones drásticas cuesten lo que cuesten. La crisis del coronavirus es el mejor ejemplo de este tipo de situaciones. Ahora bien, de la misma forma que la minimización del riesgo sanitario ha desempeñado un papel no despreciable en la propagación de la pandemia, sería un gravísimo error no entender que la epidemia es un importantísimo shock a la economía global ante el que hay que reaccionar con contundencia y rapidez. Y, lo que no es menos importante, que esos costes económicos no se reparten homogéneamente entre sectores, empresas y familias. De ahí la necesidad de mutualizarlos.

La primera ronda de efectos económicos es un shock de oferta que afecta a los cimientos mismos del sistema económico mundial: la división del trabajo. La reducción del número de personas en disposición de trabajar, la ruptura de las cadenas de valor o, directamente, el cierre de empresas y mercados reducirán —sustancialmente— la producción de bienes y servicios de la economía global. Inicialmente los sectores más afectados han sido el turismo y el transporte, pero cuanto más duradera sea la emergencia y exigentes las medidas para contenerla, los impactos inevitablemente se extenderán a otros sectores. En paralelo, y hasta que la epidemia no ceda, se producirá un shock de demanda derivado del aumento de la incertidumbre, del incremento del ahorro precaución y de la reducción de la capacidad de gasto e inversión de trabajadores y empresas que, si no se remedia, reducirá el gasto agregado de la economía. El tercer escalón, que hay que evitar a toda costa con la provisión por parte de los bancos centrales de toda la liquidez que se necesite, sería el colapso del sistema de pagos.

Las consecuencias económicas del coronavirus no son, en absoluto, una broma. El virus es global y destructivo, y sus efectos económicos también lo son. La autocomplacencia es un enorme error. Sabemos que las recesiones sincronizadas de la economía global son más intensas y duran más que las que se producen en un solo país. Por eso, la coordinación de las respuestas sanitarias y económicas de los países es imprescindible, algo que desafortunadamente no parece estar ocurriendo con la velocidad y la intensidad adecuada. Por ejemplo, en la UE la dotación presupuestaria a la iniciativa de respuesta al coronavirus para invertir en sistemas sanitarios, pymes y mercados de trabajo parece abiertamente insuficiente.

Las respuestas nacionales son hoy las predominantes. Obviamente, la indiscutible es el aumento de los recursos sanitarios. Las otras descansan, al menos en los países europeos, hasta ahora en los mecanismos del Estado de bienestar —bajas por enfermedad, desempleo, medicamentos…— y en propuestas de mutualización temporal de los costes y riesgos económicos. Per se, un mayor gasto público o unos menores tipos de interés no van a restaurar las cadenas de valor o reabrir los negocios que se han visto forzados a cerrar. Precisamente por eso no es el momento de políticas fiscales de brocha gorda, sino de las medidas fiscales y monetarias bien enfocadas y definidas, con objetivos concretos y especialmente dirigidos a los sectores y colectivos más afectados por la pandemia y sus efectos indirectos. Es decir, entre otras, de los esquemas de transferencias de rentas, de los aplazamientos fiscales, de hacerse cargo de los salarios de los trabajadores enfermos o aislados, o de que el balance del BCE conjure los riesgos de una crisis en los bonos soberanos.

Todas estas medidas focalizadas son imprescindibles, pero no serán suficientes si el horizonte temporal de la crisis se extiende. Para evitar que los costes económicos temporales de la crisis crezcan exponencialmente y se hagan pandémicos, en Europa no nos bastará con coordinar los planes nacionales. Necesitaremos una auténtica iniciativa europea. Ahí es donde la UE se juega, si no su futuro, sí lo que le queda de prestigio ante sus ciudadanos. Porque si ante una crisis como esta no reacciona, ¿cuándo lo hará?


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