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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hacer de la necesidad virtud

Estados Unidos necesita subir impuestos para financiar su ingente plan de estímulo fiscal, pero no lo puede hacer solo, porque teme el éxodo de los beneficios de sus multinacionales. Por eso busca un acuerdo global

El presidente de los EE UU, Joe Biden, tras una rueda de prensa en Washington, el miércoles.
El presidente de los EE UU, Joe Biden, tras una rueda de prensa en Washington, el miércoles.Pool
Jesús Sérvulo González

Steve Jobs fue un visionario. Cuando regresó a Apple en su segunda etapa convirtió a una compañía alicaída en un coloso mundial. Desarrolló el iPhone, el aparato que cambió nuestras vidas. Pero Jobs además de genio fue un oportunista. Hace 35 años, cuando empezó a tener éxito, fue de los primeros en tejer una red de filiales para aprovechar las ventajas tributarias que ofrecía Irlanda. Trasladaba el grueso de los beneficios que cosechaba en el resto del mundo a la pequeña ciudad de Cork para ahorrarse miles de millones en impuestos. No solo porque Irlanda tenga una de las tasas sobre beneficios más reducida de la UE. Desde allí utilizaba la técnica del “doble irlandés” o “sándwich holandés”–para que digan que los fiscalistas no tienen sentido del humor— para trasladar las ganancias a paraísos fiscales. Apple abrió un camino que siguieron Google, Microsoft, Facebook o Amazon. Pero no solo las grandes tecnológicas aprovechan la ingeniería tributaria. Miles de grandes farmacéuticas, bancos, y grandes corporaciones de todos los sectores montan intrincados sistemas a través de los que escaquear sus beneficios al fisco. A plena vista de las autoridades tributarias. El problema es que en la mayoría de las ocasiones estás estrategias son legales. Países como Irlanda, Holanda, Luxemburgo o Malta, por no recitar la lista de paraísos fiscales, ofrecen un trato de favor a las multinacionales que socava la recaudación allí donde realmente realizan las ventas.

La Comisión Europea ha tratado de perseguir, con poco éxito, estás prácticas que anidan en el corazón de Europa. En 2016, en una histórica decisión, obligó a Apple a devolver 13.500 millones por eludir impuestos en Irlanda. Tras años de batallas jurídicas, la compañía estadounidense ganó el pulso y acabó con las opciones de Bruselas de desmontar los alambicados sistemas tributarios mientras lo permitan los países.

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El tinglado fiscal que tienen montado las multinacionales es formidable, porque está sustentado por los países interesados con el beneplácito de Estados Unidos, que defiende a sus empresas porque sí pagan en su territorio. Son los mismos Estados que han boicoteado desde dentro cualquier intento de negociación para armonizar el sistema fiscal en el seno de la OCDE o establecer un impuesto sobre beneficios común en Europa.

Sin embargo, la pandemia parece traer vientos de cambio para lograr un reparto más justo de los impuestos. Una nueva era se abre paso después de 30 años de competencia fiscal a la baja. El G7 ha logrado un histórico acuerdo sobre un impuesto mínimo de sociedades. Un pacto que promete cambiar las reglas fiscales para frenar los abusos de los más grandes. Este giro radical es consecuencia de la guerra contra el virus. Los países occidentales han disparado su deuda para afrontar los estragos del desafío sanitario. Las grandes potencias han lanzado ingentes estímulos presupuestarios, más de 20 billones de dólares en su conjunto, para evitar que la Gran Reclusión, como denominó el FMI al periodo de confinamiento para tratar de contener la pandemia, acabase con millones de empresas y ahogara a las familias.

La nueva Administración estadounidense de Joe Biden está liderando el cambio. Necesita recursos para financiar los colosales programas de gasto que ha lanzado para apoyar a los ciudadanos y modernizar el país. Estados Unidos quiere subir los impuestos a las grandes empresas. Pero no puede hacerlo solo. Si lo hace corre el riesgo de que sus multinacionales actúen en casa como lo hacen fuera y se lleven sus beneficios a países con una fiscalidad más baja. Por eso, Washington está empujando para un pacto histórico. Propone fijar un tipo mínimo en el impuesto de sociedades a nivel global para evitar el éxodo de los beneficios de sus empresas. Europa quiere aprovechar este paso para cerrar los sumideros por los que se escapan sus impuestos. El Viejo Continente está muy endeudado, envejecido y observa con preocupación como aumenta la desigualdad social por las cicatrices que dejan dos profundas recesiones en menos de una década. Los grandes de la UE creen que esta es la oportunidad. Es la hora del acuerdo.

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Sobre la firma

Jesús Sérvulo González
Redactor jefe de Economía y Negocios en EL PAÍS. Estudió Económicas y trabajó cinco años como auditor. Ha cubierto la crisis financiera, contado las consecuencias del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, el rescate a España y las reformas de las políticas públicas de la última década. Ha cursado el programa de desarrollo directivo (PDD) del IESE.

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