Paradojas de Carlos Berlanga
Un musical quiere recuperar el rutilante cancionero del fundador de Pegamoides y Dinarama. Diez años después de su muerte, el personaje sigue dolorosamente presente en la memoria de los veteranos de los ochenta
Retrocedo a una noche de 2002, durante una actuación de Carmen Paris, en la Clamores. Un conocido me hace señales urgentes, el móvil en la mano. Me acerco. Está consternado, al borde de las lágrimas: "Carlos acaba de morir". Carlos Berlanga, bicho raro de la movida, un artista renuente al directo, y nos pilla en un local de conciertos. "¿Recuerdas? Hubo épocas en que quería quedarse tocando detrás de las cortinas. Prefería evitarse el trago del escenario". Sacó cuatro discos como solista, pero nunca hizo una gira bajo su nombre; Bruce Springsteen no era su modelo.
Abandonamos la sala y caminamos hacia la Gran Vía, compartiendo anécdotas, tragando el vinagre de la frustración. Carlos era imposible, repetía mi compañero mientras le ardía la indignación: "Tenía tanto talento que no se valoraba a sí mismo. En 10 minutos se le ocurría una canción maravillosa o un dibujo espléndido". Tendía a ser vago, cierto, pero también supo encajar en situaciones altamente productivas: la colaboración con Nacho Canut generó un cancionero sublime. Era Carlos el responsable de las melodías, a veces derivadas de éxitos foráneos; la alquimia se manifestaba al sumarse el ingenio de Canut para las letras y las historias.
Esa aparente facilidad para la creación explica el posterior mito romántico del músico pop que abandonó ese oficio por la pintura. En realidad, Carlos continuó esbozando canciones hasta el final, aunque se sentía desilusionado por el escaso eco de sus discos en solitario (Indicios sí alcanzó unas ventas respetables, en 1994). Pero tampoco se puede afirmar que se esforzara en el competitivo mundo del arte: solo protagonizó dos exposiciones individuales, en Granada y Madrid, con mejores críticas que ventas.
Presionado por su galería, tenía que entregar unos cuadros con destino a Arco, edición 2002. Para acelerar el proceso, alguien le llevó a su taller. Todo parecía proceder de acuerdo con el plan previsto. Hasta el día en que el anfitrión levantó la bolsa de basura y advirtió que aquello pesaba más de lo habitual. Carlos había ido dejando allí las botellitas de vodka que consumía clandestinamente. Gran bronca y Carlos no se achantó: "Soy mayor de edad, no necesito una nueva madre que me controle".
Un inciso. La madre, María Jesús Manrique, andaba empeñada en buscar un parentesco con el autor de estas líneas. No lo había pero ella insistía en invitaciones -"Ven a bañarte a nuestra piscina"- que quizás ocultaban la necesidad de asegurarse una valoración del futuro profesional de su hijo. "Debería haber estudiado una carrera", aseguraba. Como estudiante frustrado de Derecho, yo no era precisamente un buen ejemplo. Sí comprobé su tacto: cuando me enteré de la muerte de Antonio Carlos Jobim, uno de los maestros de Carlos, llamé veloz a la casa familiar para comunicárselo. María Jesús lo agradeció pero me avisó: "Está un poco decaído, así que no voy a decírselo. Mejor que se entere mañana por los periódicos".
Solo los íntimos conocen la verdadera dinámica del clan García-Berlanga, presidido por un padre genial que, curiosamente, prefería prescindir de la música en sus películas. Carlos intentó independizarse e incluso alquiló una buhardilla, como buen bohemio. Desdichadamente, su único ingreso regular eran las liquidaciones por derechos de autor de la SGAE, inevitablemente fluctuantes. Tuvo éxitos considerables, aunque todos correspondían a la etapa de Pegamoides o Dinarama: Bailando, Rey del 'glam', Ni tú ni nadie, Un hombre de verdad, A quién le importa.
Esa última precisamente da título a un musical que se estrenará este año en el madrileño teatro Arenal. Un proyecto que parte, se nos anuncia, del guión que estaba preparando uno de sus hermanos mayores, Jorge Berlanga (fallecido en junio del pasado año). Conviene cruzar los dedos. Hablo ahora como colaborador de Jorge: evoco el intento de montar un espectáculo musical, a principios de los ochenta, encargado para el Casino de Madrid y pensado a mayor gloria de Bibi Andersen; aquello quedó en el limbo de las ideas locas de una década particularmente desquiciada.
La muerte de Carlos dejó tocados a amigos y familiares. La versión trágica de sus últimos años asegura que, debido a sus problemas hepáticos, estaba en la cola para recibir un trasplante de hígado. El protocolo, sin embargo, era muy estricto y él "no se portaba bien". Los médicos terminaron desestimando su petición.
Nos dejó un vacío inmenso, una sonrisa quebrada. Todavía me ocurre estar leyendo o escuchando algo y pensar "a Carlos le va a encantar esto". Así, descubrí ayer que su padre aparece en las viñetas de una nueva novela gráfica, Unidos en la División, de Hernán Migoya y Bernardo Muñoz. Hasta me imagino su respuesta: "¿Lo de la División Azul? Bah, qué cansancio que vuelvan con eso".
La guillotina de la crisis
- La catástrofe económica ha cortado las alas a diversos planes de celebrar la obra de Berlanga. La exposición Viaje alrededor de Carlos Berlanga, diseñada como itinerante, pretendía incluso cruzar el Atlántico; solo se presentó en Madrid y Valencia. El disco de homenaje, Viaje satélite alrededor de Carlos Berlanga, de cuidadísimo contenido y envoltorio, coincidió con el declive de los soportes físicos y solo ha vendido tres mil copias.
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