_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Pis de gato

Me desconcierta. Siempre que voy por primera vez a un peluquero, pone a caldo al peluquero anterior. Siempre. No falla. Qué mal elegidas las mechas, madre de Dios, estas capas están fatal hechas, hija, las puntas te las cortaron con un hacha, ¿verdad? Una se queda mirando al peluquero con cara de sapo, con la angustia de descubrir que ha sido víctima de una estafa y de que ha estado haciendo el ridículo por la calle durante meses. Pero con el tiempo, he dejado de castigarme. Me he dado cuenta de que lo que pasa no tiene nada que ver conmigo, ni con mis mechas, ni mis puntas. Lo que pasa sólo es una muestra más del conocido efecto pis de gato. Sí, señor. Es eso.

Cuando alguien llega a un sitio nuevo, ocupa un cargo nuevo, necesita marcar territorio. Orinar en círculo, como los gatos, para que conste que ha llegado y que está ahí para quedarse. Necesita cambiar las cosas, todas, incluso las que estaban bien, para reforzar su identidad y gritarle al mundo que su presencia única y singular es imprescindible en ese lugar. Es algo muy llamativo, porque pasa siempre y en todas partes. Lo hace el peluquero con tu peinado, pero también lo hace el fontanero, el empresario, el maestro y el hostelero.

Te pasas la vida tomando café en tu bar de cabecera, un bar humilde que funciona bien. De repente, el local cambia de propietarios y lo primero que hace el nuevo dueño, si tiene posibles, es cambiar la barra de sitio. No importa que antes estuviera mejor, no importa que ahora quepan la mitad de mesas y que haya que entrar al baño de canto o haciendo el pino puente. La barra se cambia y se cambia. Y punto. Pasa igual cuando en una empresa ponen jefe nuevo. Indefectiblemente, se sabe hará un montón de cambios, la mayoría absurdos. Reestructurará el organigrama, a pesar de que funcionaba como un reloj, pero también renovará el uniforme de las mujeres de la limpieza y cambiará la marca de café de la máquina. Hay algo enfermizo en esta necesidad de dejar huella y borrar los rastros anteriores a cualquier precio. Para poder evolucionar, necesitamos por fuerza conservar las cosas buenas que hicieron los que vinieron antes que nosotros y beneficiarnos de ellas. Francamente, a veces me sorprende que hayamos conseguido salir de las cavernas.

Ahora que vamos a estrenar gobierno, estoy esperando con ansia ver qué cambios nos traerá, hacia dónde apuntará el chorro de pis de gato. Son tiempos malos malísimos, probablemente nunca hizo tanta falta una buena dosis de pis de gato. Pero esperemos que el chorro no salpique a lo loco, destrozando lo bueno y lo malo indiscriminadamente, por pura necesidad egomaníaca de decir "yo estuve aquí".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_