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Reportaje:BELLEZA

Versiones de mujer

Escribe Umberto Eco en su ensayo Sobre la belleza. Historia de una idea occidental que, después de un siglo revolucionado por las vanguardias artísticas, los medios de comunicación tienen hoy el poder de eliminar en una sola campaña de publicidad que durase siete días todo el trabajo experimental y vanguardista de las últimas décadas. "Los medios continúan sirviendo versiones recalentadas de los años veinte, treinta, cincuenta, etcétera; de toda la iconografía de los siglos XIX y XX... En el futuro, habrá que rendirse ante la orgía de tolerancia, el total sincretismo y el absoluto e imparable politeísmo de la belleza".

En poco más de cien años, y gracias a la revolución industrial del XIX que transformó boticas y laboratorios caseros en fábricas con nuevos recursos de distribución, la idea de la belleza y sus cuidados (cosmética, perfume, higiene) ha pasado a convertirse en una de las industrias más poderosas del planeta. Los consumidores gastan anualmente unos 250.000 millones de euros en productos de belleza. Esta cifra sube todos los años, y lo que resulta intrigante es que ni las guerras pasadas y presentes ni las crisis económicas mundiales han sido capaces de parar el increíble crecimiento de una industria ligada tanto a las modas y los iconos de belleza de cada época como a las aspiraciones y emociones de cada uno de los millones de individuos que han interiorizado la necesidad de cuidar a diario su rostro, su cuerpo y su pelo, y retrasar los signos de la edad.

En los años 20 se expandió la idea de que los humanos podían moldear sus cuerpos con ejercicio
Ya en la época de Louise Brooks, el alargamiento de la juventud era una obsesión entre las mujeres

Las pioneras en la promoción popular de la belleza cosmética fueron la europea Helena Rubinstein y la norteamericana Elizabeth Arden. Ambas crearon sus salones con la idea de expandirse. Lo que al principio fueron clubes locales para aristócratas y élites adineradas, se convirtió en poco tiempo en un gran negocio, gracias a la astucia de ofrecer tratamientos muchas veces regalados a las actrices más importantes y visibles del momento, junto a musas de artistas como Misia Sert, Luisa Casati, Alma Mahler y otras, retratadas por los pintores del momento una y otra vez. La idea de vender productos para la salud externa del cuerpo era vanguardista, al menos en Occidente, donde la belleza era una categoría de los muy ricos. La idea de vender productos para maquillar y embellecer fue todavía más revolucionaria: gracias a las celebridades y los maquilladores del cine de Hollywood (el pionero fue Max Factor), "pintarse la cara" dejó de ser una acción "inmoral", propia de mujeres vulgares. A la difusión de esta modernización democrática del concepto de cosmética como un medio de parecerse a las bellezas reconocidas popularmente ayudaron con creces las revistas femeninas que, además de promover estilos y modas, proporcionaban editoriales para que las grandes compañías publicaran allí sus impactantes anuncios publicitarios.

En los años veinte se expandió el concepto de que los humanos, además de usar cosméticos a diario, podían moldear y mejorar sus cuerpos haciendo ejercicio, siguiendo una dieta y recurriendo a la cirugía plástica. Después de la Primera Guerra Mundial, los cirujanos plásticos habían mejorado sus técnicas al reparar las terribles marcas de los heridos de guerra, de modo que la barrera entre cirugía reconstructora y cirugía cosmética se resquebrajó, y dejó de existir. Durante las décadas siguientes, las estrellas de cine, y en menor cantidad, las musicales y sociales, retocadas o no, marcaron las pautas de la belleza. Consumir el maquillaje, el peinado, la delgadez o las curvas, el vestido y hasta la actitud propia de los iconos de belleza era, y sigue siendo, una meta para quienes quieren ser guapos, visibles, reconocidos y obtener el mínimo éxito social que la industria cosmética y de los retoques quirúrgicos le garanticen. Ya en la época de Louise Brooks, quien materializó mejor que nadie el estilo garçonne de la era del cine mudo, el jazz y el voto femenino, el alargamiento de la juventud era una obsesión entre las mujeres. Llegó a circular un dictado malévolo: "Si eres fea y envejeces deprisa, es por tu culpa".

El cine ha fabricado las divas más icónicas y las modas más invasivas de la historia contemporánea. Gracias a las filmotecas, las revistas, la televisión y el vídeo, toda clase de mujeres sublimes y míticas (y algunos hombres) han entrado en los hogares y en las fantasías de la civilización moderna. Y gracias a la cultura pop y al showbusiness, ya nunca jamás pasarán de moda, sino que serán retomadas periódicamente como modelos de belleza contemporánea capaces de convivir entre ellos gracias al frenesí del revival mix, esa orgía estética definida más arriba por Eco, donde ya no hay fronteras entre la moda, la cosmética, la cirugía y la tecnología genética. Si hasta hace poco las mujeres iban a la peluquería o al salón de belleza con la foto de su ídolo pidiendo el mismo color de pelo e idéntico maquillaje, ahora hacen lo mismo cuando van a la consulta del cirujano estético. La industria de la belleza no vende solo belleza, vende estilo de vida e incluso identidad a quien no la tiene, es decir, al creciente mercado de personas muy jóvenes que no luchan contra la edad, sino contra el anonimato.

No deja de ser curioso y a veces paradójico que en el pasado cada década produjera sus propios iconos de belleza y que en esta segunda década del siglo XXI la misma industria, a pesar de sus grandes avances tecnológicos, se esmere en reproducirlos sin crear realmente otros nuevos. En lo que va de siglo, se han reeditado los cánones estéticos de los años treinta con Marlene Dietrich, Greta Garbo y Katherine Hepburn; los de los cuarenta con las pin-ups a lo Betty Grable y las muy interesantes Bette Davis y Joan Crawford; los de Marilyn Monroe, Brigitte Bardot o Sophia Loren, que fueron el emblema de una generación de bombas sexuales de los años cincuenta, al contrario de la siguiente, encarnada por las aniñadas Jane Fonda, Audrey Hepburn y Twiggy; los de los setenta, cuando las mujeres se soltaron la melena y blanquearon sus dientes, como Farrah Fawcett, y los de los ochenta, divididos entre Madonna, reina absoluta del pop, Lady Di, princesa de corazones, y Naomi Campbell, diosa de ébano que al fin representaba un modelo de belleza negra que interesaba a la industria. En los noventa apareció Kate Moss, casi imprevisiblemente, y su aspecto de eterna adolescente delgada pero capaz de transformarse en una pantera traspasó los límites de lo efímero y produjo un modelo de mujer apto para todas las edades, y un estilo basado en el pantalón vaquero igualmente apto, incluso para las celebridades más glamurosas. Un tipo y un estilo que a finales del siglo XX ya estaba totalmente globalizado.

La industria elige modelo en función del producto, y suma al estilo de vida la sexualidad, la provocación, la etnicidad, la serenidad y hasta la emoción de seguir los pasos de, por ejemplo, la muy latina treintañera Penélope Cruz o la hermosa y bien retocada cincuentona Sharon Stone. Las caderas se han estrechado, los culos han subido, los pechos han crecido y los muslos se alargan. Las cantantes pop como Lady Gaga, Katy Perry, Christina Aguilera, Beyoncé o Rihanna así lo bailan en el escenario. Los pómulos, la nariz y la barbilla se moldean y el entrecejo se paraliza. Los labios adquieren forma de corazón y los ojos, de almendra, agrandados por pestañas postizas y recortados los párpados. El pelo, teñido y con extensiones. Y el maquillaje y los tratamientos hacen el resto. Lo que hace unos años todavía parecía ciencia-ficción es hoy lo habitual. La calle está transitada por miles de mujeres inspiradas en otras... Lo raro es que, en muchos casos, la inspiración es mero revival de épocas pasadas, o, lo que es más raro todavía, es pura ficción.

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