_
_
_
_
_
PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Foto fija de verano

Todos conservamos imágenes que grabamos en nuestra memoria un día de verano, al final de las vacaciones. Un instante que permanece indeleble porque, en aquella ocasión, fuimos conscientes de la fugacidad de la estación, de la atropellada carrera del río que nos arrastra, del flujo de la sangre, y de la belleza de ciertas melancolías.

Puede ser una ventolera barriendo las servilletas de papel en un merendero de playa, o gotas de lluvia en la arena, compitiendo con un mar súbitamente encrespado. O una pareja que se abraza y se despide en una parada de autobús, u otra, lluvia que cae a chorros sobre la ciudad y se lleva consigo, con las hojas resecas de los árboles, el hedor a comida podrida en los contenedores y a meadas de borrachos que entraron en el día sin haber conocido el amanecer.

"Los tres muchachos jugaban con un balón con gracia brasileña, a lo Pelé"

Mi álbum mental de recuerdos recoge estampas como las que les he contado, y todas se produjeron antes de que el estío finalizara oficialmente, como si fueran un regalo anticipado de esos que a veces recibimos antes del cumpleaños, tal que si la vida nos dijera: "Quería aguantarme hasta la fecha señalada, pero no he podido, estaba deseando ver la cara que pones".

Ayer tuve delante de mí la escena que marcará este verano que he pasado en la urbe. Pues para mí, como para la mayoría de quienes tenemos la suerte de tener trabajo, el curso empieza a primeros de septiembre: vuelve la columna de última en este periódico, reabren la editorial en la que publico mis libros, se reanudan las llamadas. En fin, la rutina, que nunca lo es. Pero decía que ayer fijé en una imagen este verano mío.

Estaba paseando a Tonino a cámara lenta, y mientras él investigaba una pista de orines -caninos, para variar- con senil obsesión, yo contemplaba la siguiente escena: un coche, en la acera de enfrente, con el capó abierto, y un hombre en bermudas, esbelto, con el tronco metido dentro, examinando el desperfecto. Piernas morenas, mulatas. Entreteniéndose, mientras tanto, tres muchachos jugaban con un balón de plástico inflable. Uno era de color chocolate 90 por ciento; el otro, de color café con leche, y el tercero, de eso que hemos dado en llamar blanco, y que tiene muchos matices. Movían el balón con gracia brasileña: usando cabeza, pecho, manos y los talones, a lo Pelé. En la parte posterior del coche, tres mujeres jóvenes -ellas eran todas de piel clara-, también con atuendo veraniego, inspeccionaban entre risas el contenido: la nevera, las bolsas, sillas plegables. Estaba claro que iban a la playa de Barcelona, y que su coche, con matrícula barcelonesa, se había averiado en el camino. Sin ponerse nerviosos, disfrutaban de esa parada.

Si hubiera sido una conductora, me habría detenido a su lado: "¿Necesitan algo?". Al carecer de conocimientos de mecánica, me abstuve. Como caminante que soy, me limité a hacer lo único que deseaba: admirar, retener el momento. Estoy tan cansada de automovilistas que cuando sufren un percance, gritan, salen del coche pegando un portazo, rezongan... Aun en agosto, aun en verano, las mandíbulas prietas y los labios adustos no se dan vacaciones.

De modo que continué plantada junto al castaño a cuyos pies Tonino proseguía con sus pesquisas. Detrás de la escena, con todos sus integrantes armónicamente en movimiento, y el balón yendo de uno a otro, sin violencia, como en un baile, se encontraba una agencia de viajes tan selecta que los vecinos normales de mi barrio apenas sabemos para qué sirve: parece que ofrece grandes viajes, exquisitos safaris y cosas por el estilo. Por tanto, ninguna palmera se entrevé tras los férreos barrotes que protegen los escaparates.

Pero no hacían falta palmeras. Iban con ellos. Mentalmente cambié el auto -sencillo, de color blanco muy roto, como nosotros los blancos- por uno de esos Chevrolet o Cadillac cubanos de colores vistosos: un color de caramelo de fresa, por ejemplo. Detrás apareció el Caribe. Y entre el Caribe y el vehículo, el Malecón de La Habana.

Ya ven qué imagen tan guapa para recordar este último verano y dejar sus zozobras en el desaguadero. Porque haberlas, las ha habido y las hay. Pero hoy no toca.

www.marujatorres.com

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_