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Crítica:JAZZ | Wynton Marsalis
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El embalsamador impecable

Lo anotaba con gracia un trompetista local de jazz, justo antes de dar comienzo el espectáculo: "La pregunta clave es si Wynton ha venido esta noche a trabajar". Porque Marsalis figura entre los jazzistas más activos e irrefutables de las tres últimas décadas, pero a veces queda la duda, integrado en su demoledora Jazz at Lincoln Centre Orchestra (JLCO), de si su figura señera no se diluye en exceso.

El genio de Nueva Orleans arrancó anoche con ganas de hacerse notar en Puerta del Ángel. Se sitúa Marsalis en la tercera fila de su orquesta, parapetado en una esquina tras los trombonistas, pero aprovechó la pieza inaugural -una composición de Duke Ellington fechada en 1938- para marcarse cinco minutos de solo delicioso, agradecido y juguetón. Fue su momento más ostentoso de la velada, que dedicó a mayor gloria de sus músicos mientras él sonreía, presentaba las obras y asumía un papel discretísimo para un instrumentista de su enjundia.

La JLCO funciona como un reloj suizo, con un poderío incuestionable. El latido rítmico del contrabajista cubano Carlos Henríquez lo salpica todo, pero ni uno de los doce encargados del viento metal desperdició su oportunidad de lucirse en los fraseos. La mayor sorpresa llegó cuando en I left my baby (standing in the back door crying), apoteósico blues que Count Basie interpretaba en los años treinta, el joven trombonista Christopher Crensaw ejerció de muy apreciable cantante. A su vera, su compañero de instrumento Vinçent Garner se marcó el mejor solo de la noche.

Queda, sin embargo, la duda de si tanta excelencia y pulcritud son los mejores argumentos que Marsalis podría aportar al mundo. El trompetista relee con maestría las partituras de Rodgers & Hart, el bebop de Thelonious Monk o el hard bop de Joe Henderson, un repaso que casi parece una clase magistral acelerada del jazz en el siglo XX. Pero insiste en considerar que casi cualquier obra rubricada a partir de, digamos, 1965 carece de interés. Su visión rigurosamente canónica de una música que, por esencia, crece y se reinventa cada noche tiene algo de paradoja. Y no variará su posicionamiento: Wynton se siente cómodo en el papel de embalsamador impecable, de hombre que conserva las esencias para que perduren tal y como se concibieron en su día.

Por todo ello, seguramente, sus escasos solos siempre le acercaron más a Louis Armstrong o Clifford Brown que a Miles Davis. Extraña que no asuma más riesgos. Cuando lo hizo, como en Tree of freedom (un movimiento de su al fin rematada Vitoria Suite), nos reencontramos con ese compositor deslumbrante que es capaz de integrar un piano de cadencias flamencas, dos flautas de trino señorial y un delirio final con las trompetas en sordina. Talento puro de un embalsamador demasiado pudoroso.

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