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Columna
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Internet y los autores

La historia nos enseña que siempre la realidad ha ido por delante de las leyes. Siempre ha existido un desfase entre los fenómenos emergentes, ya sean económicos, sociales o tecnológicos, y su posterior regulación. Este gap entre realidad y norma tiene características especiales en nuestro tiempo, por la aceleración de los cambios científicos y tecnológicos que producen modificaciones en la organización económica y social y en nuestra forma de entender el mundo. Estas modificaciones son de carácter global, mientras que las leyes que las regulan se aplican aún en el marco del Estado-nación.

Estos cambios, como la vida, son imposibles de parar y con regulación o sin ella se producen, y la dirección que toman puede estar determinada por intereses de distintos grupos, generalmente los más formados e informados.

En todo cambio, unos ganan y otros pierden, unas empresas surgen y otras mueren. Las leyes deberían servir para ordenar estos procesos, para evitar en lo posible que los colectivos más débiles sean expoliados y para primar lo que tiene futuro y detectar aquello que irremediablemente está llegando a su fin.

Internet ha crecido con una sana anarquía y libertad que debemos preservar, ya que de alguna manera se ha configurado como el anti Gran Hermano, una vía para eludir el control de la información efectuado por los Gobiernos, las corporaciones o los grupos de presión, de lo que el caso Wikileaks es un ejemplo vivo. Durante estos últimos años, ante la ausencia de reglas de juego, los grupos y colectivos más poderosos o más informados han actuado según sus propios intereses. Los grandes buscadores proporcionando gratis contenidos que son propiedad de otros: periódicos, editoriales, autores, etcétera. Y una multitud de distribuidores de contenidos ajenos, proporcionando música, películas y libros gratis total. De esta forma los internautas se han acostumbrado a "la barra libre".

Por el contrario, los creadores, más preocupados en las tareas propias de nuestro oficio que de cómo las nuevas tecnologías podían afectarnos al bolsillo, hemos sido los grandes perdedores de la historia.

Mientras, oímos y leemos cómo los defensores del estatus quo invocan el derecho a la libertad de expresión para defender la existencia de los portales de descargas gratuitas. Haciendo esto, tratan de equiparar la libertad de expresión que protege a un periódico, una revista o un blog con la libertad de robar los derechos de terceros.

Los humanos tenemos tendencia a considerar lo habitual como derecho adquirido y también tendemos a creer que las empresas de éxito y las formas de trabajo que han demostrado su eficacia durante mucho tiempo durarán siempre, sin darnos cuenta de que una revolución tecnológica puede hacer desaparecer a toda una industria en un plazo muy corto si no es capaz de adaptarse a los cambios. Y eso está pasando con la actual organización de las industrias culturales y de contenidos. Hace ya muchos años que Nicholas Negroponte predijo que: "Aquello que se pueda vender en bits no se venderá en átomos". Y no hay duda de que la predicción se está cumpliendo. Empezó por la música, siguió por el cine, y los libros son el próximo capítulo.

Resolver el conflicto actual no es fácil, ejemplos recientes tenemos en las dificultades de la Ley Sinde y la abolición del canon. Seguramente será un proceso de adaptación con modificaciones sucesivas. Pero hay algunas realidades que habrá que tener en cuenta: la tecnología no da marcha atrás, las industrias que no se adapten desaparecerán, los contenidos digitales de valor tendrán un precio que deberá ser muy inferior a los sustentados en soportes materiales y los Gobiernos y las instituciones supranacionales deberán tomar decisiones justas y valientes con independencia del coste electoral que pueda suponerles.

Juana Vázquez es catedrática de Literatura y escritora. Su último libro es la novela Con olor a Naftalina (Huerga & Fierro, 2008). Próximamente saldrán el poemario Escombros de los días (Huerga & Fierro) y el ensayo El Madrid cotidiano del siglo XVIII (Endymión).

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