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Reportaje:VIAJAR LEYENDO

Zanzíbar, la historia escrita en olores

Cuando visité por vez primera Zanzíbar, en el año 1992, era una isla cochambrosa y mugrienta, con olores a cloaca, a especias y a pescado podrido. Seguía siendo muy parecida a la Zanzíbar que visitó Livingstone a mediados del siglo XIX, quien la describió así: "El hedor durante la noche es tan fuerte que se podría cortar una rebanada y abonar con ella todo un jardín".

Para llegar hasta la isla se hacía preciso tomar un viejo transbordador en el decrépito puerto de Dar es Salam y viajar durante tres horas sobre un mar verdoso repleto de tiburones, en el que faenaban barcas pesqueras de vela latina, hasta los muelles de la Ciudad de Piedra, que es el nombre con que se conoce a la capital de la isla. No se encontraba por entonces en la ciudad casi ningún establecimiento hostelero, y los que había parecían recibir con la misma hospitalidad a los humanos que a los roedores y a los insectos. Tratar de encontrar alojamiento con un baño con ciertas garantías de higiene era una aventura de resultado más que incierto. En las calles abundaban los gatos y en las terrazas aguardaban los cuervos el momento en que los habitantes humanos iban a tirar a la calle las sobras de su comida.

Muchas viejas casas omaníes se han convertido en "hoteles con encanto", pero todo en esta isla parece seguir escrito con olores
En la mar bailan los 'dhows'. Son las mismísimas naves de Simbad, que aún parecen navegar por estos mares repletos de piratas de ayer y hoy
Sus puertas son una expresión de una belleza artesanal única. Nos gustan como están, cerradas a cal y canto, cinceladas, plenas de belleza
Si quiere saber qué ocultan sus aguas, dése una vuelta por la lonja de pescado. Seguro que no volverá a bañarse en ninguna de sus playas

No obstante, Zanzíbar te atrapaba de súbito con su peculiar encanto: llegar allí era como zambullirse en un viejo zoco musulmán y caminar entre olores de especias y basuras, sentirte relajado mientras te rodeaban de sonrisas hospitalarias, escuchar con agrado el lamento de los muecines que convocaban al rezo, saborear el té de hierbabuena y percibir el perfume del clavo y la canela. Era un viaje de intensa sensualidad que te retraía a una edad de sultanes omaníes, de serrallos de Arabia, de esclavos negros y velos de mujer.

En la explanada que se tiende junto al mar delante de la House of Wonders (La Casa de las Maravillas), el palacio de los antiguos sultanes, cada noche, a la fresca, se abrían puestos en donde podían comprarse pinchos morunos de carne de cordero, pulpo seco pasado por la plancha y zumo de caña mezclado con agua de calidad dudosa. Olía a fritanga y a sudor humano. Y los vendedores pugnaban por hacerse con la atención de los pocos extranjeros que pululaban por el lugar, en su mayoría jóvenes mochileros.

Todo eso ha cambiado en cierta manera, aunque en su sustancia parece haber cambiado más bien poco. La última vez que visité la isla fue hace algo más de un año y en apariencia pareciera que un siglo hubiera transcurrido entre los dos viajes. En el casco viejo de la urbe, muchas viejas casas omaníes se habían remozado para convertirse en eso que llaman hoy "hoteles con encanto". En las callejuelas de la Ciudad de Piedra, el olor del orégano de las pizzas vencía, a la hora del almuerzo, al aroma del clavo, y el perfume de pachuli con que rociaban las mujeres sus ropas sustituía en buena medida al hedor de las alcantarillas. Por todas partes se encontraban tiendas de souvenirs y las riadas de grupos de turistas invadían cada mañana los mercadillos de baratijas. Al atardecer, en la explanada junto a la House of Wonders, los tenderetes ofrecían Coca-Cola, Sprite y cervezas heladas, y zumo de caña mezclado con agua mineral. Había mesitas en donde sentarse a disfrutar de pulpo, pinchos de langosta a la plancha, almejas y ostiones, mientras los camareros te ofrecían gentilmente servilletas de papel. Zanzíbar, la oculta y mística ciudad recluida en las soledades del pasado, parece haberse abierto definitivamente al turismo.

No obstante, se trata, en cierto modo, de una sensación algo engañosa. Zanzíbar puede haberse civilizado y no ser ya esa ciudad que Somerset Maughan bautizó como "Stinkibar", juego de palabras que, en inglés, suele traducirse como "lugar público maloliente". Pero mantiene muchas de las trazas y los hábitos que han hecho de la isla un lugar casi único en el mundo. Su historia puede seguir olfateándose en las calles de la Ciudad de Piedra y en las aldeas de la costa oriental. Porque todo en esta isla parece estar escrito con olores.

Hasta 1832, Zanzíbar fue un establecimiento de escaso interés comercial o geoestratégico. Tan solo los portugueses habían mantenido allí y en la vecina isla de Pemba, entre finales del siglo XVI y comienzos del XVIII, una pequeña guarnición militar, para proteger la Ruta de las Especias, que cubría la costa del Índico africano hasta la India. Pero en 1832, un sultán omaní, Seyyid Said, decidió trasladar su corte a la isla. La razón era muy poderosa: se trataba de un enclave ideal, por su posición geográfica, para convertirse en centro de concentración y de subasta de los esclavos capturados en el interior de África. En esos años, a causa de la demanda de mano de obra que llegaba desde las colonias europeas de América y desde las inmensas plantaciones del sur de Estados Unidos, la esclavitud era un excelente negocio. Seyyid y sus sucesores amasaron una inmensa fortuna con la trata y también descubrieron el valor de la tierra zanzibarí para el cultivo de las especias, en particular de la canela y, sobre todo, del clavo.

Seyyid, que era un hábil diplomático, toreó a los ingleses, empeñados en acabar con el tráfico de esclavos, durante varias décadas. Y entre otras cosas, ofreció cobijo y dio todo tipo de facilidades a los exploradores ingleses que organizaban las expediciones hacia el interior de África desde mediados del siglo XIX. Livingstone, Speke, Burton, Baker, Thompson, Stanley y otros cuantos desembarcaban en Zanzíbar viniendo desde Europa, contrataban en la isla a los guías y porteadores, compraban sus vituallas para los largos viajes de exploración y, mientras se encontraban en la Ciudad de Piedra, eran agasajados con toda suerte de primorosos detalles por el sultán de turno. A la postre, se convertían sin quererlo en una suerte de embajadores de los aristócratas omaníes ante el Gobierno de Londres.

Durante aquellos años, las historias palaciegas de la corte de los sultanes parecían salidas de un exótico folletín en el que se mezclaban los amores prohibidos con las disputas por el trono. Al morir Seyyid, fue nombrado sultán su hijo Majid, un joven poco inteligente. Y uno de sus hermanos, Bargash, bastante más dotado intelectualmente que el heredero, decidió organizar un complot para arrebatarle el poder. Sus hermanas Salme y Khole, hijas de dos concubinas de Seyyid, le respaldaban y cuando el complot fracasó, le ocultaron en sus aposentos y le ayudaron a escapar de Zanzíbar, en donde hubiera sido ejecutado por traidor. Bargash logró asilo en Bombay, protegido por los ingleses. Y allí disfrutó de un confortable exilio hasta que su hermano Majib murió y pudo regresar y ocupar al fin el ansiado trono.

Eso acontecía en 1870. Pero Salme ya no estaba en Zanzíbar cuando Bargash regresó. En 1866 se había enamorado de un comerciante alemán llamado Ruete. Y como consecuencia de sus encuentros clandestinos, había quedado embarazada. Su hermana Khole, con la ayuda de un oficial británico, la ayudó a escapar, pues según las leyes de palacio su castigo por mantener amores con un extranjero no era otro que la decapitación. A bordo de una nave inglesa, Salme huyó a Europa con su amante, con el que se casó en Alemania.

Unos meses después de que Bargash ocupase el trono, la princesa regresó a Zanzíbar en calidad de ciudadana germana. Y el sultán no la decapitó, contra lo que podía esperarse a tenor de la rigidez de las leyes islámicas, sino que la recibió con toda suerte de parabienes. Todo hubiera terminado con un colorín colorado típico de los cuentos felices si no fuera porque a Khole, la hermana solterona de Salme, la envenenaron poco después, quizá por orden del propio Bargash y quién sabe por qué oscuras razones.

Aquel imperio de aire medieval en pleno siglo XIX no duró mucho tiempo, claro está. Las presiones de Londres lograron la prohibición de la esclavitud en Zanzíbar en el año 1873, bajo el sultanato de Bargash, uno de los hijos de Seyyid, y la clausura del mercado el día 9 de junio de ese año. En 1890, la isla era declarada protectorado británico, con un sultán en el trono bajo la tutela de Londres. No obstante, en 1896, una flotilla inglesa bombardeaba la House of Wonders, después de que el sultán de turno intentara zafarse del dominio inglés y recuperar el negocio de la esclavitud. Los británicos lo exiliaron y colocaron a otro sultán en su lugar.

Y así continuaron las cosas hasta que, en 1963, Londres concedió la independencia a la isla. Los omaníes respiraron aliviados y creyeron llegada la hora de reconstruir el viejo imperio de Seyyid. Vana ilusión. Apenas un año más tarde, la revolución se declaró en la Ciudad de Piedra y, en cosa de semanas, se extendió por todo Zanzíbar. Los descendientes de los esclavos negros se rebelaban contra los antiguos amos árabes y los miles de omaníes que aún quedaban en la isla hubieron de embarcarse a toda prisa rumbo al norte, a la tierra de sus orígenes, al reino de Omán. Poco después, la isla y la recién nacida república de Tanganica se unían en una nueva nación que llamaron Tanzania, bajo la presidencia de Julius Nyerere, uno de los padres del África moderna y quizá uno de los grandes estadistas del continente, después, claro está, de la figura gigantesca de Nelson Mandela.

Pero la historia repunta, nunca muere el todo. ¿Qué queda de los portugueses en Zanzíbar? Hasta hace pocas décadas -lo mismo que en la vecina Pemba- se celebraban con cierta frecuencia corridas de toros en una plazuela de la Ciudad de Piedra. Eran, desde luego, corridas muy peculiares, pues no incluían la muerte del animal. Simplemente se toreaba con trapos y telas a varios ejemplares de raza cebú, soltándolos de uno en uno, durante un par de horas, y siempre por voluntarios que demostraban bastante poca pericia en el arte de Cúchares. Algunas fotos de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo nos muestran esos lances pretendidamente toreros.

Donde sí permanece la huella portuguesa es en algunas expresiones de esa bella lengua que es el suajili, nacida en las costas orientales del continente y en la isla de Zanzíbar, crecida como resultado de un cruce del árabe con dialectos bantúes y aderezada con expresiones inglesas y lusitanas. Botella, por ejemplo, se dice en suajili chupa, sin duda una expresión con regusto ibérico. Es un idioma elegante, de sonido dulce, repleto de salutaciones y cortesías. Un idioma que todos los tanzanos, malauis y kenianos aman como se ama a un hijo.

¿Y qué han dejado los árabes en esta isla formada por piedras blancas de coral que navega en un mar esmeraldino? Pues casi todo lo que sobrevive a la riada del turismo. Zanzíbar, como la costa continental suajili, es mahometana hasta la médula, cosa que no deja de resultar paradójica si se tiene en cuenta que el odio al árabe sobrevive en la memoria de los negros que hoy habitan la isla. Los negros de la isla rezan en las mezquitas, se humillan ante la llamada a la oración de los almuédanos y huyen del alcohol. Obligan a sus mujeres a cubrirse la cabeza, pueden tener varias esposas y cumplen con rigor el ramadán. Pero ello no obsta para mantener vivo el recuerdo de sus antepasados esclavos, cuando en las calles de la Ciudad de Piedra podían encontrarse niños que agonizaban después de una operación mal realizada de castración, en el intento de convertirlos en bellos eunucos que vender en la subasta del mercado. Un día, hace dieciocho años, durante mi primera visita a la isla, recuerdo que charlaba en un cafetín con un negro con el que había pegado hebra y le dije sobre el asunto: "Pero los árabes de hoy no son los de ayer". Movió la cabeza hacia los lados y respondió: "No lo crea, amigo mzungu: del huevo de la serpiente siempre han salido serpientes, nunca palomas".

La música de la isla tiene cadencias árabes y se toca con instrumentos omaníes. Las comidas tradicionales, repletas de especias, tienen un regusto a zoco de Samarkanda o medina de Bagdad. Y la bebida favorita de los zanzibaríes no es otra que el té con una hoja fresca de hierbabuena. Pastas, dulces empalagosos, repletos de miel, y guisos de cordero, cordero a toda hora, completan la dieta de una isla que parece nacida en el estómago mismo del Profeta.

Y en la mar bailan los dhows, los falucos de vela latina creados por los árabes muchos siglos atrás y que aún siguen navegando las costas africanas del Índico, en viajes de ida y vuelta, según ordenen los monzones, entre Omán y Mozambique. Son barcos muy capaces, ligeros como aves marinas, que hoy todavía parecen salidos de un relato de Las mil y una noches. No es falsedad ni tampoco fruto de la imaginación lo que digo: son las mismísimas naves de Simbad, que aún parece navegar por estos mares bárbaros repletos de leyendas, de piratas del ayer y del presente, de sandokanes de alfanje en la cintura, en las costas del Yemen, y de filibusteros armados de fusiles Kaláshnikov, en las aguas de la vecina Somalia.

He dicho mares bárbaros y no lo he dicho mal. Si alguien que se acerque a Zanzíbar quiere saber qué ocultan sus aguas, dése una vuelta por la lonja de pescado en un día de diario. Seguro que no volverá a bañarse en ninguna de sus playas: tiburones blancos, tiburones tigre, rayas, barracudas, serpientes marinas..., todo el catálogo de las especies más temibles que los océanos acogen en su seno.

Pero la belleza suprema de cuanto los árabes dejaron en la isla está en sus puertas. Todavía se labran esas magníficas hojas de maderas tropicales en las carpinterías de la vieja Ciudad de Piedra. Su origen se remonta a los antiguos diseños de la India medieval e, incluso, de la China arcaica. Antes, en los días de los sultanes omaníes, la puerta tenía un significado concreto: revelaba el nivel económico y social de la familia que habitaba la vivienda. Muchas se perdieron en la revolución y otras han sido reparadas, como quien pone parches a la carrocería de un desastrado automóvil. No importa: las puertas de Zanzíbar, desportilladas o remozadas con donaire, siguen sin esconder nada. Al contrario: son, en sí mismas, una expresión de una belleza artesanal única, difícil de encontrar en tal cantidad en todo el universo suajili, desde Mombasa a la isla de Lamu. Cuando las vemos, no deseamos abrirlas. Nos gustan como están, cerradas a cal y canto, cinceladas así, plenas de belleza, con la única intención de causar envidia a los vecinos.

Los africanos ponen el colorido a un mundo que, de ser sencillamente árabe, resultaría más ascético y aburrido. Es cierto que numerosas mujeres transitan las calles de la vieja urbe ataviadas con el buibui o niqab, una larga túnica que cubre todo el cuerpo y se combina con un velo del mismo color, dejando al aire tan solo los ojos. Pero la mayoría se cubren tan solo con un hiyav, un velo ligero que se enrolla alrededor de la cabeza y deja visible todo el rostro. Y visten un alegre pareo que llaman kanga, dos piezas de algodón con dibujos geométricos -o de peces y de barcos-, en vivos colores -naranjas chillones, alegres amarillosos, furiosos carmesíes, tersos azules- a menudo con refranes escritos en suajili. En el mercado y las calles más concurridas, los kangas forman un revoloteo de colores que, contemplados desde la lejanía, podrían parecernos una pajarería tropical.

Antes de irse a dar un garbeo por la costa oriental es necesario hacer un pequeño apunte sobre la Ciudad de Piedra. Los grandes señores esclavistas, súbditos del sultán, poseían mansiones imponentes en las que recibían con gusto a los viajeros europeos y les prestaban toda la ayuda posible para organizar sus expediciones al interior. Tippu Tib fue el más conocido de todos, un insaciable cazador de esclavos que sirvió con tal pericia a Henry Morton Stanley que este, en agradecimiento, acabó por nombrarle gobernador de una provincia del Congo belga. La mansión de Tippu Tib sigue en pie en la Ciudad de Piedra. Es una casa espléndida. Pero sus salas y habitaciones, en los dos pisos sobre los que se levanta, fueron ocupadas por los descendientes de los esclavos negros cuando estalló la revolución. Hoy es un caserón lleno de niños mocosos y de gatos mugrientos. Un lugar sucio y libre al mismo tiempo. No muy lejos, en un pequeño descampado de la cuadra vecina, se alza el panteón de piedra blanco en donde reposan los huesos de quien fuera el esclavista más famoso de la isla. Lo mejor de todo es que ha sido convertido en un basurero maloliente, en donde arrojan sus basuras, junto a la piedra de la tumba, los biznietos de sus esclavos.

Hasta llegar al Zanzíbar del Oriente, el Zanzíbar marino y más apegado al pasado, hay que cruzar la cintura de la isla, entre perfumados campos sembrados de clavo, atravesando la pequeña jungla de Jozani, en donde hasta hace pocas décadas habitaba una especie de leopardo de piel de color blanco, no más grande que un lince, que los cazadores acabaron por extinguir y del que tan solo queda una muestra, en forma de animal disecado, en un museo de la Ciudad de Piedra.

La costa del Oriente, que mira a la remota India y en donde el sol abrasa como el fuego de una forja, está protegida por una barra de coral que impide, entre otras cosas, la llegada hasta las playas de los feroces tiburones del océano Índico. Son las de aquí aguas transparentes y muy cálidas, en cuyos fondos se crían algas y sargazos de gran valor medicinal. Cuando la marea baja, numerosas mujeres, con las faldas remangadas hasta la rodilla, recogen en cestos las plantas acuáticas para venderlas en su mayor parte a la industria farmacéutica alemana. Y en las horas de pleamar, las barcas de pesca, la mayor parte de ellas todavía a vela y de muy escaso calado, se lanzan a cruzar la barra de coral sobre el escaso palmo de agua que corona el arrecife. Los cangrejos que se capturan en este mar son de una calidad excelente.

Un rosario de aldeas, con viviendas de una planta alzadas sobre bloques de piedra de coral y techo de latón o de paja, se tiende de norte a sur en la costa del Oriente. Allí se han establecido los principales resorts turísticos de la isla, por lo general pequeños establecimientos de una docena de cabañas construidas a semejanza, más o menos, de la arquitectura tradicional. Es un turismo muy poco estridente el que recala en esas riberas de aguas mansas y ocasionales tormentas del demonio. En las playas, al atardecer, surgen entre las palmeras pequeñas reatas de ganado vacuno o algún que otro rebaño de cabras. Y pandillas de niños que juguetean en las olas para llamar la atención de los extranjeros y, tras posar con jolgorio ante las cámaras fotográficas, conseguir que les inviten a una coca-cola en el resort más cercano.

A la noche, el Índico envía ráfagas de aire fresco. Es la mejor hora para salir a contemplar la luna tendido en una hamaca y, si no hay luna, abismarse ante el turbión de estrellas que inunda el cielo. Lo mejor, tras una cena ligera de cangrejos y cerveza fría, es comprar un coco a algún chaval y beber su zumo aderezado con unas gotas de ron. No se lo pierda el amigo lector que viaje por aquellos lares: le habla la voz de la experiencia.

Pero la Ciudad de Piedra vuelve a llamarte. Tiene algo de imán ese mundo destartalado de ruidos y de olores, que en su esencia ha cambiado muy poco con el paso de los años. Recuerdo lo que escribí la primera vez que paseé por estos callejones de la capital de la isla: "Reparé que la Ciudad de Piedra es como un único hogar, como una gran vivienda en la que todos sus habitantes cumplen el papel de una inmensa familia. Las calles estrechas; la convivencia entre hombres, mujeres y niños; la presencia de los animales domésticos; las voces y los olores de la vida en el bazar; las plazuelas convertidas en salas y los cafetines en cocinas comunes..., todo parece ser al fin un interior, una única vivienda bullanguera, con las largas calles que son como pasillos y los rincones que parecen íntimas alcobas. Tal vez haya pocas maneras tan cálidas de vivir como la que ofrece el viejo casco de la Ciudad de Piedra".

Esto es Zanzíbar: pasen y huelan.

Javier Reverte (Madrid, 1944). Escritor y periodista, ha sido corresponsal y enviado especial en numerosos países. Novelista e incansable viajero, ha tenido gran éxito con libros de viajes como su Trilogía de África.

La 'civilización' del turismo no ha cambiado las esencias de esta isla: las sonrisas que abrazan, la belleza de sus ruinas y paisajes, y el impactante viaje sensorial que a través del olfato nos invita a recorrer una historia llena de leyendas.
La 'civilización' del turismo no ha cambiado las esencias de esta isla: las sonrisas que abrazan, la belleza de sus ruinas y paisajes, y el impactante viaje sensorial que a través del olfato nos invita a recorrer una historia llena de leyendas.ÁLVARO LEIVA

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