_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Raseros legales

He seguido con cierta atención los procedimientos que se iniciaron hace unos dos años contra el juez Urquía. No es frecuente que los jueces se vean sometidos a un proceso. Normalmente, su responsabilidad se consume en y ante ellos mismos, y en la mayoría de los supuestos que saltan a la prensa, salvo que sean muy escandalosos y nada tengan que ver con su función -Garzón, excepción aparte-, se desinflan. Unas veces porque así lo entienden sus propios órganos de gobierno -el juez que no ejecutó una sentencia por abusos del presunto asesino de Mari Luz se ha despachado con 1.500 euros- y otras -que son menos aún- porque así se decide por juzgados y tribunales integrados por compañeros.

No obstante, algunos comentarios he venido realizando sobre este juez Urquía, si bien algo livianos. Posiblemente, por llover sobre mojado, pero también porque este juez, algo conocido dentro del sistema judicial, no daba la pinta de andar en medio de tanto delincuente remando a su favor por dinero. No podía ser. Algunos compañeros hablaban bien de su hacer profesional. Además, tan joven, tan elegante, tan formal y tan juez, en apariencia, no podía, con tales atributos formales, andar cobrando 60.000 euros por dejar en libertad a un imputado del caso Hidalgo, a su esposa y a su sobrino. Bastante había tenido ya con cobrar 78.000 euros del ex asesor marbellí Juan Antonio Roca.

Total, que no; que aquella apariencia ha dado paso a la realidad y aquí tenemos a este juez cobrando del Ministerio de Justicia y de los clientes del juzgado o justiciables imputados y no tanto. El tema ya se ha despachado con las condenas impuestas: alguna multa y menos de dos años de prisión. Se ha hecho justicia. Se acabó. Atrás iban a quedar, pensaba, mis comentarios. Ni una letra más.

Sin embargo, como está visto que nunca se pueden hacer propósitos a largo ni medio plazo, he tenido que rectificar. Las razones de volver a traer este tema aquí son que, coincidiendo con su condena y la absolución de dos de los delitos respecto de los que el ministerio fiscal ha anunciado su intención de no recurrir, se ha cruzado otra condena de mayor rigor y con la misma posición fiscal.

Esta última condena ha sido a Hokman Joman. No sé si a algunos les sonará, pero este nombre es el de un ciudadano kurdo que arrojó un zapato a Erdogan, primer ministro turco. El zapatazo -que no impactó- lo ha considerado un juez de lo penal, conforme a la petición fiscal, como un delito contra la comunidad internacional en su modalidad de atentado. Total: tres años de prisión (lleva ya cinco meses en prisión preventiva). Ahora bien, el juzgado, acogiendo la súplica de este condenado -que decía que si le extraditaban, como contemplaba el fiscal, podría sufrir torturas y morir en prisión- acuerda que cumpla la condena en España. En fin, no sé, pero tengo la sensación de que la decisión que contiene esta sentencia es otro zapatazo o ha hecho más que este ciudadano kurdo con su zapatazo. La decisión judicial acogiendo la súplica y el fiscal sin recurrirla la pueden hacer creíble.

En cualquier caso, llama la atención que se hable de justicia y de leyes cuando quien siendo autoridad pone las manos en la propia función que representa, la denigra y se lucra a través de ella y es castigado con menos rigor que aquel que, en defensa de su pueblo y perdiendo su libertad, no pone sus manos sobre la autoridad -que es lo que define el atentado-, sino un zapato.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

De todas formas, estas sentencias, sin matices, pueden hacer sentirnos tranquilos. Las instituciones funcionan. Los delitos se castigan. Nadie escapa a las leyes. No obstante, esta Justicia y estas leyes, que guardan el rigor para los débiles y su respuesta es tibia ante los poderosos, no me sientan bien. No me sientan bien porque reflejan la existencia de un sistema legal y judicial que es más duro con una parte de los ciudadanos y olvida que otra parte -la de los fuertes, sean autoridades judiciales, políticas o económicas- hace más daño a la sociedad y a sus instituciones que este ciudadano kurdo con su zapato.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_