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Tribuna:DOMINGO DE AVENTURA
Tribuna
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Desiertos soñados, oasis perdidos

Jacinto Antón

El desierto tiene caminos que no todos pueden recorrer, decía el guía beduino del conde Almásy. Pero siempre puedes hacer que alguien te los cuente, añado yo.

Entre las cosas que espero Dios me perdonará figura el asedio a que he sometido en las últimas semanas a una mujer. La joven historiadora de la UB Rocío DaRiva me puso los dientes largos hace unos meses al irse de vacaciones (¡y con una expedición húngara!) al desierto líbico, los escenarios de El paciente inglés y los parajes en los que se inscribió la gran peripecia vital del hombre que inspiró el libro de Ondaatje y la subsiguiente, romantiquísima, película de Minghella: el conde Lászlo Almásy. "Ya te contaré", se despidió Rocío con sonsonete. El caso es que regresó, pasaba el tiempo y, muy ocupada ella en sus clases de Protohistoria, no había forma de quedar. Finalmente, lo conseguí el jueves tras llegar a grados de extorsión de los que sólo impide que me avergüence la nobleza última de mi propósito: vivir la aventura del desierto por persona interpuesta. El argumento definitivo para pillar a la viajera no fueron mis encantos, no, sino suplicar miserablemente e invitarla a una comida con postre en la cafetería de La Central del Raval. "¿Tarta de chocolate dices? Vale. Pero me deberás una", advirtió.

Llegué con mucho adelanto a la cita, arena en el corazón y en los labios la frase de Katherine Clifton a Almásy antes de hacerse amantes -en la ficción, en la realidad, como saben, al explorador le iban los oficiales del Afrika Korps-: "Quiero que me embelese usted".

Rocío no es sólo que haya recorrido durante largos días (y en compañía de la nieta del gran egiptólogo Flinders Petrie, Lisette) el Gilf Kebir, el Jebel Uweinat y el Arkenu, donde se esconden los legendarios oasis perdidos, que haya pasado por el viejo aeródromo de dunas de Eigbt Bells y que haya contemplado con sus propios ojos las pinturas de la Cueva de los Nadadores en el Uadi Sora. Cosas que jamás veré por mí mismo -y mira que me gustaría- a no ser que se produzca un improbable giro copernicano en mi naturaleza pusilánime (en esto he hecho de las palabras de Ovidio mi guía: "Recela siempre de las cosas demasiado elevadas y recoge las velas de tus proyectos"). Es que Rocío, además, ¡ha estado en el campamento de Almásy!, redescubierto el año pasado por investigadores austriacos, y ha visto, ¡oh, sagradas reliquias!, la batería abandonada de su camioneta Ford y hasta una botella de vino (imagino que Tokay) de la expedición del conde cuando llevó en 1942 osadamente dos espías nazis a El Cairo.

Mi interlocutora llegó media hora tarde y se disculpó poquito, con displicencia. La historiadora siempre me ha desconcertado y mira que tiene cosas que me gustan en una chica: unos ojos bonitos, buena conversación, sentido del humor y ser capaz de colgarse de unos riscos vertiginosos en algún remoto lugar de Oriente para leer una inscripción aqueménida. Por no hablar de ese huequecito en el cuello que la ciencia denomina sinoide vascular y Almásy bautizó en el cuerpo palpitante de Katherine como "el Bósforo".

Después de encargar la comida, Rocío DaRiva extrajo del bolso una pequeña calabaza y la colocó sobre la mesa: me pareció una manera excesivamente rotunda de dejar las cosas claras entre nosotros, pero resultó que el fruto provenía de las lejanías arenosas. A partir de ahí, la viajera no paró de conjurar maravillas. Los ojos como ascuas de los zorros del desierto y los jerbos a la luz de la linterna, la imponente inmensidad del cielo estrellado en la bóveda de la noche, las pinturas inesperadas en sus abrigos solitarios. Viendo que se aproximaba a mi exaltado terreno y que hasta parecía sorber su té con cierta vehemencia, me atreví a preguntarle si se había traído algún recuerdo. "Podías haber cogido la batería", sugerí con un destello de fetichismo en la mirada. Me observó con expresión de reproche. "De allí no te puedes llevar nada, es terreno arqueológico, incluido el campamento de Almásy". Suspiré y le pregunté por el romanticismo de todo aquello. Dudó. "Bueno, sí, es muy evocador, y de mucha importancia histórica, no sólo las pinturas y las rutas de las viejas caravanas; también está el recuerdo de la II Guerra Mundial, Rommel, esa gente: encuentras bidones, latas de sardinas". La interrogué acerca del miedo. "Pues no; mucho calor, mucho frío, tormentas de arena, aunque no el qibli; una araña camello (un solífugo). Las posibilidades de que te rescaten son limitadas, y menos Ralph Fiennes. Lo más cerca es el oasis de Kufra, a 200 kilómetros. No es un desierto para turistas. Pero lo peor es no ducharte en 14 días. Al regresar volví a ver El paciente inglés y, ¿sabes?, es ridículo que Katherine llevara el pelo limpio en el desierto. Incluso después de meterlos en la lavadora, los calcetines siguen sacando arena". ¡Por Dios!, quise gritarle, ¡estamos hablando de arena que pisó Almásy! Le pregunté entonces por Zerzura, el oasis perdido. "Dicen que está en el Gilf Kebir, pero vi el antiguo depósito de vasijas de Abu Ballas, que prueba que no hay oasis con agua por ahí".

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Tras acabarse el pastel con deleite, la historiadora volvió a revolver el bolso y sacó un extraño guijarro. Lo puso sobre la mesa. "Es de allí, ¿ves lo que le ha hecho la erosión?". El corazón me dio un brinco pensando que me lo iba a regalar. Podría llevarlo en el bolsillo y su tacto me transportaría en los momentos difíciles a esos parajes de fervor ilimitado y belleza incandescente donde se deshidratan los cuerpos y se mineralizan las almas, donde el resplandor permanece y el dolor del corazón se esencializa como en un poema. Esa piedrecita podría cambiar mi destino. La viajera sonrió y la retiró con un gesto premeditadamente lento. Pero esa no fue su última ni su mayor crueldad. "En el campamento de Almásy, quizá te interese, encontramos tras una roca... ¿cómo decirlo?: un residuo orgánico reseco. Un inesperado y muy humano testimonio de tu héroe aventurero".

Lo encajé como un bofetón. A veces el mundo hace trastabillar nuestros mitos. Pero nunca logrará abatir nuestros sueños.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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