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IDA Y VUELTA
Columna
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Un santuario para Mark Rothko

Antonio Muñoz Molina

En un teatro algo desastrado de la periferia de Broadway los rojos y los negros de algunas de las pinturas más sombrías de Rothko vibran casi como lienzos reales. Son copias, facsímiles, invocaciones logradas gracias a efectos de oscuridad y de luz, pero tienen una presencia tan severa como Alfred Molina, que durante hora y media monologa y se mueve sobre el escenario o se queda quieto en el interior del hechizo de sus propias visiones, fumando delante de una pintura inacabada como delante de un muro o de una puerta a medio abrir, compartiendo sus rachas de desaliento o fervor con un asistente joven al que apenas ve aunque lo tiene junto a él en su estudio. Alfred Molina, con gafas, con la cabeza rapada, sin rastro de acento británico, es Mark Rothko en torno a 1957, en un estudio de la calle Bowery, que en aquella época era una cochambre de hoteles ínfimos y borrachos tirados por los portales, bajo la sombra y el clamor metálico de un tren elevado. Llevaba años siendo un pintor respetado pero ahora acababan de hacerle un encargo que multiplicaría su fama estableciendo para siempre su cotización como pintor: una serie de murales para el restaurante de un nuevo edificio en Park Avenue, el Seagram, que tenía algo de afirmación radical de modernidad.

Después de medio siglo de torres miméticas de acero y cristal nos cuesta imaginar el impacto de la primera de todas, el reluciente prisma negro del edificio Seagram, con su rigor de clasicismo, con su cuadrícula de ventanales y sus vestíbulos de mármol. Nueva York era todavía una ciudad de rascacielos góticos y acantilados de ladrillo. Cuando Mark Rothko se fuera acercando desde lejos a la torre abstracta de Mies van der Rohe y Philip Johnson, sentiría de antemano el poder brutal del dinero, la fragilidad de cualquier presencia humana, incluida la de un artista al que los ricos compran sin demasiado esfuerzo para que les alimente la vanidad o les decore un comedor de lujo. Rothko tenía una visceral conciencia igualitaria y una idea exaltada del arte. Había llegado a América con diez años en la gran oleada migratoria de los judíos del imperio zarista. En su tierra de origen había conocido el miedo a la persecución y en el nuevo país el trabajo agobiante a cambio de muy pobre recompensa y la inseguridad del que se siente fuera de las cosas: por su visible aire judío, por el apellido que lo declaraba, Rothkovich. Quien ha crecido sabiéndose al margen difícilmente conocerá la tranquilidad del instalado. Al cabo de muchos años de bregar por hacerse un nombre como pintor -Mark Rothko, no Marcus Rothkovich- ahora había logrado un encargo que a todos los efectos equivalía a alcanzar la cima, también en términos económicos. En 1957, por pintar los murales del restaurante Four Seasons, Mark Rothko iba a cobrar una cantidad que le parecía inconcebible, 35.000 dólares, y su nombre de origen dudoso iba a quedar asociado con la más estricta aristocracia cultural: Van der Rohe, monarca en el exilio de la Bauhaus, Philip Johnson.

El eje de la escritura teatral es la confrontación. Red, la obra de John Logan en la que Alfred Molina interpreta a Mark Rothko, trata de ese momento de pugna dramática en la vida de un hombre que se dedica a la pintura con la convicción tenaz de un oficio que es también una vocación religiosa. El encargo de los murales para el edificio Seagram será una cima pero podrá ser también una traición. En esos años en los que estaba trabajando con más inspiración y más poesía, con más solvencia de pintor que nunca, Rothko tantea dentro de sí mismo una fisura que no lo deja vivir en paz ni disfrutar de lo que ya ha logrado. El asistente inventado, un magnífico actor joven que se llama Eddie Redmayne, le sirve al Rothko de Logan menos como testigo de confianza que como sombra contra la que proyecta como un boxeador sonámbulo su desasosiego. Ya hay gente que le compra cuadros, pero cómo saber si los miran de verdad, si se sumergen en la experiencia de aproximarse a ellos como en el trance de una revelación, o si simplemente los usan para darse prestigio o para decorar de algún modo las paredes, como el que se compra un paisaje al óleo para ponerlo sobre la chimenea del comedor. Y si los murales que ya llenan el estudio con sus llamaradas de negros, rojos, marrones están concebidos para organizar entre sí un espacio sagrado, como una iglesia en penumbra o una cueva primitiva, ¿qué sentido tiene dejar que los cuelguen a plena luz en un restaurante de lujo?

En un escenario en el que no hay telón Alfred Molina da la espalda a los espectadores que van entrando en el teatro y mira muy fijo uno de esos grandes cuadros, hecho de veladoras sucesivas, de capas de color añadidas con lenta paciencia sobre otras capas de color, encubriéndolas y mostrándolas, provocando en el lienzo una pulsación que convierte la superficie en profundidad, como si el espacio se fuera abriendo delante de nosotros a medida que seguimos mirando. Todavía de espaldas ese hombre se acerca más al cuadro que es mucho más alto que él y adelanta una mano en la que hay un gesto entre de cautela y de ternura: la cautela de no dañar lo ya logrado y todavía y siempre frágil, la ternura hacia lo que ha brotado de lo mejor que había en él mismo, lo que hace tanta compañía y tiene tanto de declaración secreta y sin embargo dentro de poco estará en otro lugar, en manos de desconocidos, quizás en ese restaurante en el que poca gente dejará de prestar atención a una comida de negocios para fijarse en la pintura. Que un cuadro fuera tan grande tenía para Rothko una importancia espiritual, lo mismo para el artista que para el espectador: "Pintar un cuadro pequeño es situarse uno mismo fuera de su propia experiencia; con un cuadro más grande, uno está dentro de él".

En el estudio entra muy poca luz natural, quizás filtrada por cristales sucios. Hay que tener cuidado con el exceso de luz. Rothko le cuenta a su asistente, o recuerda delante de él, la emoción de entrar en la iglesia de Santa Maria del Popolo en Roma y adentrarse en su penumbra para ver cómo resplandecen en ella El Martirio de San Pedro y La Conversión de Saulo, de Caravaggio; en su penumbra y en su silencio. "Hay precisión en el silencio", dice Rothko, y vuelve a pensar con remordimiento en el ruido de las conversaciones y de los cubiertos en el restaurante en el que se colgarán sus pinturas, y entonces toma una decisión. Llamará por teléfono a Philip Johnson para decirle que renuncia al encargo, que devuelve el dinero recibido y se queda con los cuadros. El silencio, la penumbra, el recogimiento que él requería para esos cuadros ahora pueden experimentarse en unas salas de la Tate Gallery en Londres. Entristece que Mark Rothko se quitara la vida sin encontrar refugio en los lugares sagrados que él mismo sabía entreabrir con su pintura. -

Red, de John Logan. Golden Theatre de Nueva York. Hasta el 27 de junio. redonbroadway.com/.

Alfred Molina, en una escena de Red, de John Logan, en el Golden Theatre de Nueva York, donde interpreta a Mark Rothko
Alfred Molina, en una escena de Red, de John Logan, en el Golden Theatre de Nueva York, donde interpreta a Mark RothkoJOHAN PERSSON

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