_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿En qué quedamos?

Aunque las elecciones regionales francesas del pasado domingo evidenciaron que no se trata de un problema específicamente catalán o español, es un hecho que el crecimiento del abstencionismo, el descrédito de los políticos, lo que hemos dado en llamar "desafección", se manifiesta a este lado de los Pirineos con particular intensidad. Acerca de sus raíces abundan las elucubraciones teóricas, las pesquisas demoscópicas y -sobre todo, durante las noches de escrutinio electoral- las lágrimas de cocodrilo y los rituales propósitos de enmienda, pero la tendencia no muestra visos de revertirse. Que obedece a causas complejas y múltiples es obvio. Que algunas de ellas siguen siendo alimentadas con contumacia por los partidos y sus portavoces también me lo parece. Permítanme que lo ilustre al hilo de dos asuntos tomados de la actualidad política reciente.

El descrédito de la política se combate con rigor, hablando de lo que se sabe y no tratando de vender la misma burra

El pasado 10 de marzo, el Parlamento catalán aprobó, con los votos de la mayoría que apoya al tripartito, la Ley de Consultas Populares mediante referéndum. El consejero de Gobernación que la ha impulsado, Jordi Ausàs, y el líder máximo del partido al que pertenece, Joan Puigcercós, glosaron la nueva norma como "una ley ambiciosa y moderna que permite avanzar hacia el derecho a decidir"; "de la mano de la democracia", añadieron, "hemos traído a esta Cámara el derecho a decidir. Desde hoy Cataluña tiene más instrumentos para hacer nación". En coherencia con esta lectura eufórica, el grupo parlamentario de Esquerra Republicana y otros altos cargos de la misma filiación incluso posaron en la escalinata del palacio de la Ciutadella para subrayar el hito histórico alcanzado.

Tres días después, no un adversario, sino un aliado, el portavoz adjunto del mayor grupo entre los que votaron la ley, el diputado socialista Joan Ferran, precisaba en declaraciones periodísticas cuál es, a su juicio, el propósito de aquélla: "Facilitar la participación ciudadana, la democratización de la acción política". ¿Mediante qué clase de consultas? "Consultas de tipo municipal, urbanístico, como la que se quiere plantear sobre la reforma de la Diagonal de Barcelona. Se trata de una aplicación muy de ámbito local y autonómico". "Esta ley", concluía, "no tiene nada que ver con consultas soberanistas". ¿En qué quedamos? ¿Es una ley para remodelar la Diagonal o para avanzar hacia la independencia? La distancia entre una y otra lectura -dentro de la misma mayoría- es tal, que forzosamente tiene que provocar entre la ciudadanía interesada desconcierto, perplejidad y, al final, la conclusión de que todos mienten como bellacos. O sea, la desafección.

Otro ejemplo de naturaleza bien distinta. Según ha explicado este mismo diario, y a pesar de la presión de los grupos antiabortistas, Mariano Rajoy rechaza comprometerse a derogar la nueva ley del aborto, si gana las elecciones generales de 2012. El Partido Popular recurrirá dicha ley ante el Tribunal Constitucional... y se atendrá a lo que éste resuelva con la celeridad que lo caracteriza. Pues bien, así las cosas, va la presidenta del Partido Popular de Cataluña, Alicia Sánchez-Camacho, y en una entrevista publicada el pasado domingo afirma: "El PP derogará la Ley del Aborto en cuanto llegue al Gobierno; será la primera decisión que adoptemos". ¿En qué quedamos? ¿Derogarán la ley o no? ¿Debemos creer al flemático Mariano o a la vehemente Alicia? ¿Es el asunto competencia del líder estatal o de la lideresa catalana?

A combatir el descrédito de la política puede contribuirse con una nueva ley electoral, con las listas abiertas, con el voto electrónico, con... Pero hay algo mucho más simple, barato y de aplicación inmediata: que los políticos usen de un cierto rigor declarativo, hablando sólo de lo que saben y/o les corresponde; que no insulten la inteligencia de los electores tratando de venderles la misma burra, unos como blanca, otros como negra; que no modifiquen su discurso según qué público les escucha o qué medio les entrevista. En pocas palabras: seriedad, solvencia, respeto a los ciudadanos. Sólo esto ya sería mucho.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_